Aníbal (12 page)

Read Aníbal Online

Authors: Gisbert Haefs

Tags: #Histórico, #Bélico

BOOK: Aníbal
2.27Mb size Format: txt, pdf, ePub

La conversación llegó a su fin; Amílcar despidió a los íberos. Antígono se arrodilló ante el púnico sonriendo y dijo en un solemne fenicio:

—Siervo de Meklart, este extranjero carente de derechos honra tu benevolencia e implora a la gracia divina que descienda sobre tu cabeza.

Amílcar lo cogió de la oreja, lo levantó del suelo y le dio un abrazo.

—Deja las bromas, Tigo. Qué alegría volver a verte. Según he oído vienes de Gadir.

—¿Cómo lo sabes?

—No existe un conocimiento inútil, por eso uno debe hacer manar todas las fuentes y beber de ellas.

Antígono arrugó la frente.

—Ya, claro. Por eso toda esa historia de asesinatos ibéricos.

Amílcar lo observó extrañado.

—No sabía que entendías dialectos ibéricos. De lo contrario…

Antígono le colocó una mano sobre el hombro.

—Tampoco para un comerciante meteco existen conocimientos inútiles. Pero si se trataba de algo secreto.., no te preocupes, ya está olvidado. —Luego le entregó a Amílcar el atado de piel—. Te he traído algo.

Amílcar insinuó una reverencia, observó el atado, pero no mostró intención de cogerlo.

—Una piel de animal —dijo—. Si realmente te pareces a tus predecesores, lo cual aún no sé, pues eres muy joven, esta piel esconde algo más. Y si esta piel esconde algo más, quiero saber exactamente qué es. Pero éste no es el lugar adecuado para ello. Tengo demasiadas cosas que hacer; falta mucho para que acabe el día. ¿Tienes tiempo esta noche? Bien. Entonces ven a casa, hacia el atardecer. Vino y comida y charla. Hay mucho que contar. Y Kshyqti se alegrará de verte; ha preguntado por ti hace poco.

El espacioso palacio que Amílcar poseía en Megara se alzaba al pie de las colinas que se extendían hacia el norte, hasta Cabo Kamart. Desde los terrados de los blancos edificios, construidos uno dentro de otro, podía verse el mar. Además de la familia, allí vivían alrededor de cien ayudantes, empleados y esclavos que trabajaban en la casa, los jardines, parques, establos y cotos de caza. Era una de las propiedades más lujosas del lujoso Megara. Y una de las más antiguas; la familia hacia llegar su ascendencia hasta el piloto del barco con que, en la legendaria prehistoria de la ciudad, había llegado a la bahía la princesa Elisa de Tiro, fundadora y primera reina de la «nueva ciudad», Kart-Hadtha. El rendimiento de las grandes fincas rurales ubicadas en el fértil sur de los campos púnicos, en Byssatis, constituía los cimientos de una riqueza cuyos muros era un inteligente comercio exterior cuya cúspide la formaba un hábil transitar por el laberinto de poder de la ciudad.

Cuando Antígono llegó, Kshyqti se encontraba en la parte superior de la escalera de mármol que llevaba a la blanca casa principal, de dos plantas. Un mozo de cuadra cogió el carro y el caballo, y Antígono subió la escalera.

—Señora —dijo—, mi corazón brinca como un cabrito.

Ella lo abrazó sonriendo.

—Si hubieras venido antes, no hubiéramos tenido que matar al otro cabrito. —Lo cogió de la mano y le hizo subir el último peldaño.

Kshyqti era la hija del rey de una tribu balear. Antígono sabía que, según era costumbre, al casarse con Amílcar había recibido un nombre púnico, pero no conocía ese nombre, pues nunca lo empleaban.

Las dos hijas tomaron parte en la cena. La menor, Sapaníbal, había cumplido ocho años hacia pocas lunas, y ya hablaba un poquito de heleno; Antígono la llamó «princesa Sofonisba» y le dio un beso en la nariz cuando la divertida pequeña tuvo que irse a dormir. Salambua, que ya tenía diez años y padecía ostensiblemente bajo las medidas educativas de su maestra, una joven sacerdotisa de Tanit, se movía como una matrona púnica y desde sus grandes ojos oscuros y ultramundanos veía menos este mundo que aquel otro.

—Salambua necesita lecciones de heleno —dijo Amílcar una vez que las niñas se hubieron marchado.

—¿Debo informarme al respecto?

—Sí, Tigo; tenemos dos o tres nombres de personas que podrían servir, pero no sabemos nada sobre ellas.

Durante la cena Antígono había hablado de su viaje, cautivando sobre todo a las niñas. No obstante, Salambua se esforzaba por mantener un distanciado aburrimiento cuando advertía cuánto se estaba dejando cautivar por la narración.

Estaban sentados en el terrado, bebiendo vino aromatizado y mirando hacia el nordeste, hacia el mar, que ardía y danzaba con las últimas luces del ocaso.

—Bien. Ahora cuéntanos esa parte que te saltase a la hora de la cena. Y háblanos de la piel.

Antígono titubeó.

—Es un poco… delicado.

Kshyqti rió suavemente. Cuando quiso levantarse, Amílcar puso una mano sobre su brazo izquierdo.

—Quédate entre nosotros y con nosotros. Tigo, lo que yo puedo saber, también puede saberlo Kshyqti.

Antígono carraspeó.

—Las Islas Afortunadas —dijo.

Amílcar se sentó derecho.

—Ah. ¿Quién está allí? ¿Sigue Gulussa?

—¿Lo conoces? Sí. ¿Ha sido siempre tan gruñón?

Amílcar levantó los hombros.

—Tiene un carácter engañoso. En realidad es muy sociable.

Antígono buscó las palabras adecuadas.

—Es… yo debía… He… ¡Bah! No puedo decir nada concreto sobre esa parte de mi viaje. He hecho juramento. Sólo generalidades. ¿Me comprendéis?

Kshyqti asintió. Amílcar hizo un guiño.

—¿Tiene algo que ver con las corrientes de agua caliente? ¿Y con la otra corriente, la que permite el regreso a Gadir?

—Entonces, tú sabes…

—Sé que hay una buena corriente y buenos vientos hacia el Oeste cuando se zarpa de las Islas Afortunadas. Que después de muchos días se llega a un arco de islas verdes, y que detrás de esas islas, a otros muchos días de viaje, hay un continente gigantesco.

—Pero esa información es confidencial, ¿no?

—Sí. Allí, al otro lado del mar, hay demasiado oro, y magia perversa. Sólo lo sabe una parte de los miembros del Consejo, quizá un tercio. El tesorero y los sufetes son informados cuando son elegidos. Es una distancia que no será navegada por navíos mercantes; sólo cuatro barcos del Consejo, con tripulaciones escogidas. Yo lo sé porque he ido una vez. ¿Pero tú?

Antígono se inclinó hacia delante. En la trémula penumbra de la lámpara de aceite que ardía sobre la mesa, los agujeros de la oreja derecha podían intuirse más que verse.

—He decidido ser un joven púnico distinguido. En el oeste, junto al océano, me pareció lo más sensato. Como los comerciantes púnicos emplazados a orillas del Gyr desconfiaban de mí porque yo no llevaba argollas en las orejas, como hacéis vosotros, hice que un médico negro me abriera agujeros y me clavé dos argollas. Horrible, pero funcionó. Yo era sobrino tuyo, Amílcar, hijo de tu hermana, la que vive en Sikjca. Sólo podía esperar que nadie la conociera, ni a su familia. De ti tenía bastantes cosas que contar.

—Pequeño bribón —dijo Amílcar. Sonó casi cariñoso.

—Imploro tu perdón, siervo de Melkart.

—Concedido. Continúa.

—Yo, que no creo en dioses, he hecho miles de juramentos por nuestros dioses, es decir, por los vuestros, y también por dioses extranjeros. Primero a Gulussa no tardé en sonsacarle que el barco anclado en el pequeño muelle insular era algo especial. Pedí, rogué, imploré. Al final tuve que jurar por ti y por Baal, Melkart, Eshmún, Tanit, Reshef y no sé por quién más, que no diría nada a ningún profano. Entonces me permitió participar en la expedición.

—Gulussa se está haciendo viejo. Pero sigue hablando.

—Creo que debo remontarme unos años atrás. ¿Os he contado que hace siete años, no, casi ocho, estuve en el templo erigido a Amón en el oasis, en el oráculo?

Kshyqti volvió el rostro hacia Antígono casi bruscamente.

—¿En el antiguo templo sagrado del oráculo?

—Si. Fue cuando Régulo desembarcó en nuestro país y mi padre me envió a Alejandría. Cirene acababa de separarse de Egipto, y parecía que Ptolomeo quería emprender una guerra contra Cirene, aparte de la que ya tenía en Siria. En aquel viaje con los comerciantes no fuimos bordeando la costa, sino a través del desierto. El templo de Amón no me interesaba en absoluto; yo tenía doce años, y para mí el templo no era más que unas ridículas ruinas. Sabía que Alejandro había visitado oráculo y que éste era venerado incluso por los faraones desde hacia milenios. Pero para mí no era más que un montón de piedras que desprendían algo inquietante, algo así como el
tofet
, aquí. Mucho más excitante me parecía el mercado levantado frente al templo, con sus diversas personas de diferentes lugares del mundo. Así, me acomodé en el borde de un pozo y me dispuse a observar el mercado mientras esperaba que la caravana estuviera lista y pudiéramos continuar nuestro camino. Pero de pronto algo me rozó el hombro. El dedo de un hombre. Levanté la vista hacia él, y vi un rostro espantoso; era como cuero mal curtido sobre un bastidor demasiado débil. En él brillaban dos ojos más abrasadores que el sol. El hombre me dijo: «Navegarás hacia la puesta del sol. Trae de regreso los cabellos que pertenecen al transcurso de las cosas. Tres leones cuyo rugido hará temblar al mundo. Y oro para el dios». Entonces sus ojos se apagaron de repente, la mano volvió a deslizarse dentro de la holgada manga blanca, como la cabeza de una tortuga se mete en su caparazón. Caminó hacia el templo con paso vacilante y desapareció en la entrada.

Kshyqti movía la cabeza lentamente. Amílcar dijo con voz ronca:

—Amón es el dios más antiguo.

Antígono guardó silencio un momento.

—Naturalmente, aquello me impresionó muchísimo. Pero la noche siguiente, montado sobre el asno en el claro desierto, todo me parecía mucho más inquietante.

—¿Por el idioma? —dijo Kshyqti.

Antígono se quedó mirándola con la boca abierta.

—¿Cómo…? Sí. Los sacerdotes no hablaban ni púnico ni heleno, y en aquella época yo no entendía ni una sola palabra de egipcio. Sólo cuando me di cuenta de esto advertí también qué era lo que me había impresionado tanto en aquel encuentro: el sacerdote no había movido los labios; la voz había sonado únicamente dentro de mi cabeza.

Amílcar murmuró:

—Puesta del sol… cabellos.., tres leones. ¿Es la piel que has traído del lejano occidente?

Antígono suspiró.

—Tengo que pediros perdón por lo que viene ahora.

Se puso de pie, ya ligeramente afectado por el vino, caminó alrededor de la mesa y se arrodilló ante Kshyqti y Amílcar.

—Por favor —dijo en voz baja—. Perdonadme. No puedo decir mucho, y lo que puedo decir os causará dolor. No es que haya querido inmiscuirme. Es sólo que os quiero y conozco vuestras preocupaciones.

Kshyqti se inclinó hacia delante y le dio un beso en la frente; sus ojos estaban húmedos. Amílcar cogió el rostro del joven meteco con sus dos manos y dijo suavemente.

—Está bien, amigo e hijo de mi amigo. Sigue hablando.

Antígono cerró los ojos; seguía arrodillado sobre la estera tejida con junco balear. Al hablar palpaba el suelo buscando la piel.

—Navegué hacia el oeste cruzando el océano, yendo de una isla verde a muchas otras. Luego, en barcas de los hombres que habitan esas tierras, seguí hacia el continente del sur. Sólo estuve allí unos cuantos días, pero como en Alejandría, la India, Taprobane y aquí mismo había aprendido muchas cosas que aquella gente no sabía, pude hacer algo en cierta situación de la que no puedo hablar. Aquello me proporcionó mucho oro, más de dos talentos, y Amón debe recibir su parte. Luego conocí a un sabio anciano, un sacerdote del extraño pueblo que vive en las montañas y domina la costa. Le caí en gracia, a pesar de las argollas que llevaba en las orejas. —Antígono abrió los ojos y sonrió—. Estuvimos conversando tres días y tres noches. Yo me sentía tan orgulloso de lo que sabía y podía, y… bah, es igual. En la noche previa a mi partida me dijo: «No necesitas ayuda, pero sin embargo quiero hacerte un regalo». Reflexioné un momento y le pedí un consejo o predicción sobre la guerra. «Eso no es posible», me dijo. «Puedo sentirte a ti o a cosas muy cercanas a ti, cosas pequeñas, personas. Pero tú no perteneces realmente a ninguna de las dos ciudades que están en guerra, ninguna es de tu sangre, no puedo sentirlas.» Yo no le había dicho que soy meteco. —Antígono carraspeó—. No sabia qué debía pedirle. Entonces se me ocurrió algo, y hablé al anciano… de un gran hombre que podía salvar a su ciudad, si la ciudad se dejaba salvar por él, hablé de su bella y bondadosa mujer y de que tenían dos hijas pero ningún hijo varón. El anciano cerró los ojos y dijo: «Si, puedo verlos. Ven conmigo». Poco antes del amanecer llegamos a un lugar sagrado. Allí el anciano sacó algo de un recipiente, colocó las manos sobre aquello y me lo entregó. Es esto de aquí.

Antígono cogió la piel, la desenrolló y la extendió sobre las rodillas de Kshyqti y Amílcar. El cuero de la parte inferior estaba curtido, la grisácea lana de la parte superior parecía de tosco pelo de camello.

—Un animal de las montañas del continente meridional. Lo llaman
liam
o
llama
. Lo utilizan como animal de carga y de trabajo. Da lana, leche, carne y, si hace falta, toda la piel. Es un animal consagrado a ciertos dioses, este
llama
fue sacrificado. El anciano me dijo lo siguiente: «Es para tus amigos. Deberán yacer juntos sobre esta piel. Tendrán tres hijos gloriosos; el primero será más grande que el padre, el segundo casi tan grande como el padre, y el tercero algo inferior al segundo. Cuando nazca el tercer hijo, el padre deberá ahumar la piel con hierbas sagradas de vuestro país y llevarla sobre el pecho y la espalda a la hora de combatir. Nunca deberá caerle encima agua espumosa».

—Y a ti —dijo Kshyqti tras un largo silencio—, ¿a ti no te dio nada el anciano?

—Si. —Antígono se puso de pie, caminó hacia su asiento, se sentó y cogió el vaso de vino—. Si. Muchos consejos sabios. Y una advertencia que me sorprendió. Yo no le había dicho nada del oráculo de Amón. Pero al despedirse, me dijo: «Y no olvides dar una parte del oro que te llevas a aquel lejano dios cuyo sacerdote te ha enviado aquí».

El viaje al oráculo de Amón tenía que esperar; Antígono lo aplazó hasta la primavera siguiente. Había cosas importantes que hacer, cosas que no podían ser tratadas con la paciencia de un templo de tres mil años de antigüedad: Casandro, la familia, el banco, la vida.

Bostar era un gran administrador, pero a veces le faltaban la amplitud de miras y la disposición, agudeza y ligereza necesarias para tomar decisiones.

Other books

Closure by Jacob Ross
Dancing Dudes by Mike Knudson
Massie by Lisi Harrison
Brandenburg by Porter, Henry
The Search by Iris Johansen
Socks by Beverly Cleary
Red Mesa by Aimée & David Thurlo