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Authors: Gisbert Haefs

Tags: #Histórico, #Bélico

Aníbal (16 page)

BOOK: Aníbal
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—Dice que su espíritu es tan grande y suave como los excrementos de una liebre del desierto.

Antígono esbozó una sonrisa sarcástica y montó la balanza. En uno de los platillos colocó bolsas con monedas, en el otro, una pesa de plomo de un talento. Era una balanza muy grande, que en caso necesario también podía pesar a un hombre.

—Un talento de oro. El rey puede comprobar por si mismo la calidad de las monedas.

El maque abrió varias bolsas, sacó algunos schekels y dracmas, los mordió, refunfuñó y volvió a dejarlos en su lugar.

—Veo —Antígono seguía sonriendo—, veo un carro cubierto por una tienda; sobre el carro hay vasijas como las que suelen emplearse para conservar la leche obtenida de los tallos y raíces del silfión. Junto a las vasijas hay unos fardos que probablemente contienen tallos y hojas de la planta.

—Dice que la fuerza de tus ojos sólo podría mejorarse arrancándotelos.

—Normalmente, un talento de oro equivale a ocho fardos y tres ánforas. Sin embargo, esos fardos me parecen un poco más pequeños de lo acostumbrado; pero no queremos regatear con tan buen amigo. Sin duda el rey se alegrará al oír que renunciamos a abusar de su hospitalidad durante las numerosas horas que harían falta para pesar todo aquello correctamente, y que nos conformamos con ocho fardos, tres ánforas y el carro, al que engancharemos caballos de nuestra propiedad.

—Ahora está contando algo de una fuente cuyo aspecto agradable es engañoso, pues el agua no se puede beber y, además, está llena de sanguijuelas.

Antígono quitó la pesa y colocó en el platillo las bolsas restantes, hasta que la balanza estuvo equilibrada.

—Los dos talentos serán tuyos, oh rey, a cambio de otros ocho fardos y otras tres ánforas. Puesto que entre buenos amigos se debe tener confianza, no nos llevaremos el silfión ahora, ni siquiera queremos averiguar si tenéis disponible esta cantidad. —Antígono extendió la mano izquierda mostrando el anillo con la piedra verde en que estaba tallado el símbolo del banco—. Cuando llegue la primavera enviaré a un emisario que tendrá un anillo igual a éste. A él deberéis entregarle el silfión. Sin embargo, queremos que durante los próximos años el rey y su pueblo reciban muestras más claras de nuestra amistad y agradecimiento. A lo largo de los próximos cinco años, el rey deberá recibir dos veces al año un talento y medio de oro a cambio de un talento de silfión.

El maque arrugó la frente y habló sin parar durante el tiempo que un hombre tarda en respirar por lo menos diez veces.

—Resumiendo, dice que a un escorpión hay que besarle la cola sólo después de haber aplastado el resto de su cuerpo entre dos piedras. —El púnico sonrió divertido.

—A mi no hace falta que me bese la cola. No lo traduzcas. Y nuestra simpatía y agradecimiento, oh rey, no hará sólo que te demos quince talentos de oro a cambio de diez talentos de silfión, sino que además queremos liberarte de una pesada carga.

—Dice que por cinco talentos dejará libre al viejo heleno que le debe esa suma. Pero que sólo lo pondrá en libertad si los cinco talentos se le pagan de inmediato. No en diez cuotas.

—El mundo se llevaría una muy mala impresión si personas que han comido pan y sal con el rey sufrieran un accidente en su tienda.

—Este nómada piojoso —dijo el púnico a media voz— nos recuerda que la sal era nuestra, no suya.

—Sal es sal. El rey, puesto que su insondable bondad así se lo dicta, mandará cargar las pertenencias de su huésped heleno en el caballo y despedirá al anciano con palabras de pesar.

Antígono se levantó.

El maque permaneció sentado, parpadeó y colocó la mano sobre la empuñadura del cuchillo curvo que llevaba en el cinto.

—En pocas palabras… se niega a hacerlo.

El discurso del nómada había sido considerablemente más largo.

Antígono suspiró. Cuando retomó la palabra, el caudillo se sobresaltó un tanto; la voz hasta entonces dulce del joven comerciante había adquirido un tono metálico.

—Dile que los otros ciento cincuenta emisarios traen otro mensaje de Kart-Hadtha, que no tiene necesariamente que cumplirse. Es un mensaje algo más áspero que los saludos que yo le he transmitido.

El púnico tradujo. El maque volvió a refunfuñar algo y se mantuvo sentado.

—La elegancia de tu indirecta, oh Antígono, lo ha impresionado; pero quiere saber cuál es exactamente el otro mensaje.

—¿Cuántas cabezas hay en su pueblo?

—Dice que mil. A mí me parece que exagera, pero…

—Eso no importa. —Antígono se agachó, miró fijamente al maque y señaló la enorme balanza—. En esos platillos llenos de oro cabe más o menos la misma cantidad de líquido rojo que en el cuerpo de un ser humano. El otro mensaje es una orden y un ruego. El rey, estimulado por aceradas puntas de espada, habrá de aguzar la vista y contemplar cómo el oro es retirado de los platillos. A continuación, y éste es el ruego de Kart-Hadtha, deberá atestiguar que uno de los platillos sea llenado quinientas veces, y el otro cuatrocientas noventa y nueve veces, con liquido rojo; sólo entonces la balanza será equilibrada con sangre real.

En sus prisas por abandonar el campamento y el cautiverio, Lisandro resbaló del caballo y cayó de cara contra el suelo. La violencia y alcance de sus maldiciones parecieron desmedidas a Antígono, incluso cuando el anciano levantó un diente del suelo. Sólo al acercarse más comprendió el joven comerciante el daño sufrido por el anciano.

Lisandro tenía la boca abierta de par en par y agitaba los brazos sin soltar el diente roto.

—El penúltimo —refunfuñó. Un solitario colmillo colgaba ahora de la encía superior—. ¿Qué voy a comer ahora?

Antígono observaba pensativo al hombre por cuya causa había venido hasta aquí.

Los dedos que sostenían el diente estaban salpicados de manchas, causticados y descoloridos. La famosa nariz, que Antígono había imaginado como un aparato imponente, era poco más que un bulto diminuto entre las arrugas del rostro, dotado de dos agujeros aún más diminutos y llenos de vellos. Las orejas del perfumista eran en cambio gigantescas, como las asas de una enorme ánfora.

—En Karjedón hay buenos médicos —dijo Antígono—. Pueden ponerte dientes nuevos: de madera, de bronce, de marfil, si se te antoja. O de la boca de un muerto.

Lisandro escupió, subió cuidadosamente al caballo y aguzó la vista.

—¿Karjedón qué? Ya. Liberado y otra vez esclavizado. ¡Bah!

—No, tengo algunas propuestas que hacerte para trabajar juntos. Un taller al lado de la vidriería, frascos a tu gusto, otras cosas. Y —sonrió burlón— te construiremos un molinillo para que muelas la carne.

—Tragar la papilla púnica, esa mezcla de harina, queso y miel. ¡Bah! ¿Cómo era eso de trabajar juntos?

Lisandro aceptó la oferta: una empresa común en la que el banco participaba con seis décimas partes. El anciano invertiría sus conocimientos y talento. A los seis años, cuando se hubiera compensado la última entrega de silfión hecha a cambio de la última cuota de la deuda, volverían a negociar, y ambas partes concedían a la otra la posibilidad de liquidar la sociedad, o continuarla.

En Filenón, Lisandro subió a bordo del barco que debía llevarlo a Kart-Hadtha junto con el silfión y algunas indicaciones para Bostar. Antígono se detuvo algunos días en la localidad. Había una posada con cimientos y bóveda subterránea de piedra tallada, una taberna con paredes de ladrillo y, en la parte superior, de madera y barro, un gran dormitorio para huéspedes que se obstinaba en recordar las viejas camas de campaña y sus urticantes mantas. También había una especie de puerto, formado por un muelle amurallado y dos o tres cobertizos que a punto estaban de desmoronarse y que hubiera podido servir para reparar barcos, si hubieran habido barcos, y obreros. El capitán del puerto, un púnico, estaba borracho la mayor parte del tiempo. El resto del pueblo, fundado sobre los huesos de una pareja de hermanos púnicos que, mucho tiempo atrás, se habían inmolado en ese lugar para salvar a la patria, estaba compuesto de cabañas de madera y barro; había algunos pescadores que en sus destartaladas barcas apenas si podían dormitar a un grito de distancia de la playa; y algunos campesinos, pastores y recolectores del silfión. Todos los demás estaban inactivos y esperaban la primavera, la reanudación de los viajes de barcos que se acercaban a la costa, las primeras caravanas.

La fortaleza púnica se alzaba al este de la localidad, sobre una pequeña colina protegida por una muralla, fosos, una segunda muralla y empalizadas. Antígono, que había recompensado con dos schekels a cada uno de los ciento cincuenta soldados que lo acompañaran en su expedición —lo que en Kart-Hadtha correspondía a la paga que ganaba un trabajador del puerto en ocho días—, se emborrachó tres noches seguidas con los oficiales, en la posada, y pasó la cuarta noche con la gorda y pálida esclava de la taberna, que no jadeaba, ni gemía, ni gritaba, sino resoplaba. Al día siguiente, todos y cada uno de los oficiales le preguntaron entre bromas si la esclava había vuelto a resoplar. Al sexto día, cuando ya estaba casi decidido a arriesgarse a hacer solo el largo camino, llegó una pequeña caravana invernal.

El templo de Amón recibió el dinero sin pronunciar nuevos oráculos. Antígono, casi aliviado, siguió el viaje con la caravana hasta Egipto, donde al llegar a la primera plaza fuerte —en teoría el desierto que se extendía inmediatamente al este de Filenón pertenecía al reino de los lágidas— tuvieron que pagar un tetradracma cada uno.

—El último invento —dijo uno de los comerciantes. Escupió; por si acaso, esperó hasta haberse alejado cien pasos de los guardas—. Ya no sólo por las mercancías, ahora hay que pagar por uno mismo para poder entrar. ¡Bah! La próxima vez estará el mismo rey o sus dioquetes en la frontera, contará los pelos de los viajeros y exigirá un óbolo por cada uno, para que el real monopolio de la lana no se vea perjudicado.

Al sur del lago de Moeris, en Shedet/Crocodilópolis, Antígono se separó de los mercaderes y se dirigió hacia el Nilo; luego, pasando por Menfis, Merimda y Naukratis, siguió hacia Alejandría. La travesía por el antiguo río sagrado se vio interrumpida una y otra vez, porque cada uno de los guardas de cada una de las aldeas de cada uno de los distritos quería ver el permiso de navegación del capitán, el número de autorización del barco y los papiros de viaje de cada uno de los viajeros. Antígono volvió a sumirse en aquella vieja sensación de opresión, asfixia y odio impotente. El barquero, un egipcio de mediana edad a quien le faltaban la oreja izquierda y el dedo corazón de la mano derecha, gustaba de informarse sobre otros países. Antígono le habló de Kart-Hadtha, y, para evitar la nostalgia, pasó luego a contar cosas de la lejana India.

—Como puedes ver, en la India todo es más o menos igual que aquí —dijo finalmente—. Los ojos del soberano están en todas partes, los impuestos y derechos de aduana son sofocantes, y, como aquí, la gente está dividida en clases.

El barquero espantó algunas moscas que le revoloteaban en la oreja.

—Si y no. Si te he entendido bien, hay dos grandes diferencias.

—¿Cuáles?

—El soberano de la India utiliza el dinero que recauda para construir calles, hospitales y alojamientos para pobres y huérfanos. Nuestro tirano mete todo dentro de su propio bolsillo; nada de ese dinero vuelve al pueblo convertido en alguna otra cosa.

—Correcto. ¿Y cuál es la segunda diferencia?

—Cuando alguien (tú no lo haces, como dices, pero otros sí), cuando alguien cree en otra vida o en la reencarnación, es un alivio pensar que si uno lleva una vida decorosa puede volver a nacer en una clase más alta. Aquí eso no sirve, ni siquiera un egipcio santo puede llegar a ser macedonio alguna vez.

Antígono oía la amargura del barquero, pero en su rostro relajado no veía nada que se correspondiera con esa amargura.

—Tú aprecias a los macedonios, ¿verdad?

El barquero señaló a su izquierda. Allí, bastante alejados de la orilla rodeados de árboles y apenas visibles, se levantaban unos edificios brillantes.

—¿Ves el templo? Es un lugar de refugio. Incluso un asesino puede refugiarse allí, sin que a nadie le esté permitido siquiera tocarlo. Pero hay una excepción.

—Lo sé: los persas. —Los descendientes del antiguo imperio bajo cuyo dominio tanto habían padecido los egipcios, seguían siendo odiados. A los persas no se les concedía la posibilidad de buscar refugio en el templo. Antígono recordó un caso: un macedonio había contraído deudas y quiso evitar tener que saldarlas huyendo; pero su acreedor, otro macedonio, dijo que el primero tenía sangre persa. El templo lo entregó.

—Si. Los persas y sus descendientes. ¿Sabes qué haremos si volvemos a ser los amos de nuestro propio país? Protegeremos nuestros templos de los intrusos; ningún macedonio ha de manchar un lugar sagrado, ni siquiera con la mirada. Preferiría que mi hija fuera muerta por un persa que acariciada por un macedonio.

Antígono había pasado en Alejandría casi dos años, luego había estado viajando durante otros tres años, primero como ayudante de caravanero, con poco dinero propio, y luego ya como joven mercader. Y al regresar de la India se había detenido en Alejandría otros dos meses, antes de emprender el viaje de regreso a Kart-Hadtha. Ahora encontraba la ciudad de Alejandría prácticamente igual a como la había dejado; algo más grande y más rica, pero no más agradable. Su primer paseo lo condujo a la sede de los mercaderes púnicos, ubicada a una calle de distancia de la amurallada parte interior del puerto. Allí podía encontrar un lugar donde pasar la noche, información y la oportunidad de reencontrarse con algunos viejos conocidos.

La dársena de Kiboto tenía el mismo aspecto que años atrás: barcos, obreros, perchas de carga. Al ver el gran puerto occidental, Eunostos, la cabeza empezó a zumbarle; con esa superficie de agua desplegada ante los ojos había aprendido a sumar números quebrados; la antiquísima aritmética egipcia superaba a la geometría mánica de los helenos como el acero a la caña. Pero el viejo mendigo que le había enseñado esa aritmética, además de los matices del idioma egipcio, ya no se encontraba allí. Antes vivía en un hoyo cavado en la arena al oeste de la ciudad, al norte de la necrópolis, y empezaba cada día pidiendo al Gran Dios Verde que no inundara su palacio. El «palacio» seguía allí, y tampoco la vista del mar y de Eunostos había cambiado, pero ya nadie sabía nada del anciano.

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