Aníbal (40 page)

Read Aníbal Online

Authors: Gisbert Haefs

Tags: #Histórico, #Bélico

BOOK: Aníbal
9.37Mb size Format: txt, pdf, ePub

A menos de cien millas por encima de la desembocadura del Baits había surgido un nuevo centro del creciente Imperio. Como la región rebosaba de conejos, Amílcar había llamado al lugar Ispani, Ciudad de los Conejos; la mezcla de lenguas de púnicos, númidas, libios, turdetanos y otros pueblos, hizo que el nombre de la ciudad no tardara en convertirse en Ispalio Hispali; sin embargo, la n se mantuvo en la denominación de la región: poco a poco, Ispania se convirtió en el nombre del sur de Iberia. No obstante, Antígono calculaba que pasarían siglos antes de que los archivos de la ciudad de Kart-Hadtha renunciaran a seguir empleando el nombre de Tarshish.

Asdrúbal estaba extenuado; la elaboración de los planos, el trazado de vías, la construcción de caminos, el establecimiento de pequeñas fortalezas y puntos de apoyo en el interior, la explotación económica, el equilibrio entre deseos y posibilidades, las exigencias de la administración y las aspiraciones de las tribus, que solían estar en paz, pero a veces se enfrascaban en sangrientas batallas, todo ello minaba las fuerzas del púnico. Y había algo más.

—Ay, aún no lo sabes. Pani ha muerto.

Antígono puso la mano sobre los hombros abolsados del yerno de Amílcar.

—Pero si era tan joven —dijo muy despacio, conmovido—. Oh Asdrúbal, no voy a hablarte del consuelo de los dioses, en los que no creemos. Lo siento mucho.

El rostro gris de Asdrúbal se ensombreció aún más.

—Era más frágil de lo que parecía —murmuró—. Dos malos partos prematuros, Tigo. Y luego, cuando regresé a Kart-Hadtha, un embarazo llevado hasta el final, pero el niño estaba muerto, y Pani murió de la hemorragia.

Antígono pensaba en la vivaz, inteligente, simpática y hermosa hija del Barca, a la que nunca volvería a ver. El fresco vino ibérico estaba soso, y los vapores de la espaciosa casa de madera desde la cual Asdrúbal intentaba administrar el nuevo Imperio parecían querer sofocarlo.

—Espero que Asdrúbal venga pronto —dijo el púnico de repente. El fuego de sus ojos cansados se avivó un tanto—. Puedo necesitar verdadera ayuda.

—¿Cómo que Asdrúbal?

—Amílcar quiere que sus hijos aprendan todo. Magón está con él, en el campamento. Aníbal estuvo conmigo hasta hace medio año, aprendiendo las cuestiones de la administración; en mi ausencia llevó las cosas muy bien. Ahora su padre lo ha enviado al interior con un pequeño grupo de mercaderes cuya verdadera misión es reconocer el terreno, claro. Cruzarán montañas, explorarán los ríos y llegarán a la costa norte. Y volverán con todos los conocimientos posibles sobre todas las regiones aprovechables.

—Peligroso. —Antígono caminó hasta la ventana, observó la borrosa calle principal de Ispali y respiró el aire sofocante de aquella región fluvial—. Allá arriba, en el norte, todavía hay caníbales, según he oído.

—Aníbal es nervudo —dijo Asdrúbal riendo; el cansancio y la tristeza se esfumaron por unos segundos, y aquel hombre que observaba a Antígono volvió a ser el joven púnico de Kart-Hadtha—. Además, probablemente no sean más que rumores y leyendas. También cuentan que se limpian los dientes con su propia orina.

Pero, ¿dónde está tu hermosísima mujer morena? Me gustaría tanto volver a verla.

—Se ha quedado en Gadir, con Memnón, Aristón y Bomílcar, en el puerto o a bordo del Alas. Dijo que si el viaje era para quedarnos mucho tiempo, ellos también venían; pero que para hacer un rápido viaje por río al interior y volver de inmediato, prefería quedarse a tomar el sol.

Asdrúbal soltó un hipido.

—Espero que eso no estropee el color de su piel. ¿De modo que te marcharás pronto?

Antígono asintió.

—Todo lo que quería entregar, ya está entregado: mercancías en Gadir, monedas aquí, saludos y recomendaciones del Consejo, y el maestro para los cachorros de león. Ahora queremos navegar hacia el norte. Hace algunos años compré unas espadas en Britania; ahora quiero ir a recogerlas.

Asdrúbal extendió la mano, asintiendo con la cabeza.

—Has encargado espadas en Britania, ya, ya. Fiebre no tienes. Contigo nunca se sabe.

Antígono rió.

—Contigo tampoco, noble púnico. ¿Cuándo esperas a Asdrúbal?

—En realidad ya debería estar aquí. Si es la mitad de bueno que su hermano, pronto podré dormir algo más de tres horas.

—¿Dónde está Amílcar?

Asdrúbal señaló un tosco mapa del sur de Iberia, adornado con manchas blancas; el mapa estaba formado por varios rollos de papiro clavados, uno al lado del otro, en la pared de madera. El púnico golpeó con el índice un lugar al este de allí. El Baits corría de este a oeste hasta llegar a Ispali, donde giraba hacia el sur. El punto que señalaba el dedo de Asdrúbal se encontraba junto al río.

—Karduba —dijo—. El campamento principal. Desde allí se dominan los yacimientos de plata y las fuentes del Baits.

—¿Cómo se llama el lugar?

Asdrúbal chasqueó la lengua.

—Comienzo a acostumbrarme a la pronunciación de aquí, tienden a contraerlo todo. Kart luba: Karduba. El verano pasado hubo allí una cruel batalla. Un númida, luba, primo de Naravas, decidió la batalla con sus jinetes, pero no pudo salir con vida. Amílcar dio su nombre al lugar. Pero, en general, honra a todos los jinetes. —Estaba radiante—. Deberías ver el nuevo ejército. Hace falta verlo para creerlo.

—¿Un nuevo ejército? ¿Acaso el Consejo os envía más dinero?

Asdrúbal hizo un guiño.

—No, pero sacamos de las antiguas minas un poco más de plata de lo que comunicamos al Consejo. Hemos empezado a acuñar monedas propias, sólo para la tropa. Pero Amílcar ha hecho realidad un viejo sueño. Un centenar de pueblos distintos, con sus buenas y malas costumbres guerreras, pero un mismo armamento, la misma formación, las mismas señales y ejercicios. En este momento está ensayando una caballería pesada ibérica: catafractas ibéricos.

—Apenas puedo imaginármelo, pero en mi próxima visita iré a verlo, espero.

Antígono no sabía el motivo, pero una extraña inquietud se apoderó de él, instándolo a regresar a Gadir lo más pronto posible. Quince días después de haber dejado el antiguo puerto, ya estaba otra vez de regreso, once días demasiado tarde.

El comportamiento de Memnón y Bomílcar, que estaban sobre la cubierta del
Alas del Céfiro
y salían a recibirlo con la mirada, delató a Antígono que algo no andaba como debiera. Subió a la nave pasando por encima de la pared de borda. Memnón bajó la estrecha escalera.

—¿Qué pasa? ¿Dónde están los demás?

Memnón se detuvo ante su padre. Sus ojos oscuros estaban turbios; por un fantasmal instante fue Isis la que miraba al heleno. Memnón cogió la mano derecha de Antígono, se la llevó a los labios y cerró los ojos.

—Yo… lo lamento muchísimo, padre. Ven. —Llevó a su padre a la cubierta de popa.

Antígono no sentía nada; ni frío, ni inquietud, ni miedo, sólo una especie de entumecimiento del alma. Las piernas no le obedecían. Se dejó caer sobre la amplia cama. Algo en ella le hizo notar, fugazmente, que faltaban las cosas de Tsuniro.

—Dos días después de tu partida —dijo Memnón con voz quebradiza— llegó un barco, uno de dos mástiles. Venia de una ciudad de muy al sur, de la desembocadura del Gyr, o Ny—Gher, o como sea. Había estado en las Islas Afortunadas y luego había venido por la costa: Kerne, Thymiatherion, Liksh, Zilis, Tingis, y después Gadir. El capitán era púnico; el piloto, negro, tenía las mismas facciones que ma… Tsuniro. La tripulación era mitad blanca y mitad negra. Traían oro, especias, marfil, pieles. Y dos elefantes. Tsuniro pasaba mucho tiempo conversando con el piloto. El barco cargó hierro y herramientas. Tsuniro… pasó un día y una noche encerrada en la cubierta de popa. Aquí. Nos dijo que nos marcháramos. Una vez…yo acababa de subir a bordo; y oí que Tsuniro sollozaba de forma espantosa. Oh, padre.

Antígono no dijo nada. Sus ojos, abrasadores, miraban fijamente a su hijo mayor.

—Después… después zarpó el barco. Con ella a bordo. No nos dijo nada. Me abrazó llorando. Luego cogió a Aristón. El pequeño estaba feliz, le habían contado algo sobre una breve excursión. —Una lágrima rodó lentamente por la mejilla de Memnón. El muchacho levantó la piedra plana y veteada de la mesa y sacó de debajo un trozo de papiro.

—Sólo esto.

Antígono cogió el papiro. En él había unos cuantos signos helénicos. Tengo el corazón desgarrado. Te amo. Adiós. Antígono dejó caer el papiro y volvió el rostro hacia la pared.

ANTÍGONO, HIJO DE ARISTIDES,

A BORDO DEL ALAS DEL CÉFIRO, EN EL PUERTO DE VEKTIS,

A AMÍLCAR BARCA, ESTRATEGA DE LIBIA E IBERIA,

EN KART IUBA O ISPALIS, A ORILLAS DEL BAITS;

MEDIANTE MERCADERES, POR MASSALIA, ZAKANTA, MASTIA

Saludos, amistad, respeto, siervo de Melkart, protector de los débiles, oh Rayo: He de entregar este paquete envuelto en cuero a mercaderes de Massalia que mañana dejarán este puerto insular británico. Se dice que serán los últimos en hacerlo antes de que comience el invierno; viajarán por tierra hacia el sur y dicen que no tendrán problemas para reexpedirte este paquete. El Alas no está en condiciones de navegar: el invierno nos cogerá antes de que hayamos concluido las reparaciones del casco y el mástil. El paquete contiene una piel que te dará calor en invierno. ¿Te acuerdas de las historias del oso blanco de Alejandría, amigo? La piel procede de uno de esos animales. El oso blanco es un animal feroz, solitario y terrible, de modo que su piel sólo puede pertenecer a ti. Memnón, Bomílcar y yo lo matamos con lanzas y espadas; que a ti la muerte te conceda los pechos de una esclava y un lecho suave.

El verano ha sido agradable y el otoño templado. Subimos por la costa oriental de la gran isla de Britania, siempre hacia el norte. Vimos peñascos y bahías, atracamos en puertos y comerciamos con hombres cuya lengua ni siquiera comprendían nuestros acompañantes del sur de Britania. En el extremo norte de Britania hay otras islas, que pueden verse desde la costa britana; desde allí navegamos hacia el oeste, que era lo que permitía el viento, y llegamos a un cabo tormentoso cerca del cual, según oímos decir a algunos nativos, cuyo idioma ya comprendíamos parcialmente, se encuentran las puertas del Tártaro. También contaron que en los tiempos en que los abuelos de los abuelos de sus abuelos aún no habían nacido, un extranjero llamado Addis, o bien Oddis, descendió cruzando esas puertas.

De Homero pasamos a otro heleno, el masaliota Piteas, con cuya sobrina segunda se casó el hermano de mi padre, como ya sabes. Un viento fresco nos hizo navegar hacia el norte, a mar abierto. Tras una buena travesía, al atardecer del cuarto día llegamos a una isla. Supongo que se trata de la isla Berrike, de la que habla Piteas. No está habitada. Los días siguientes descubrimos que al norte y al nordeste se levantaban más islas, todas igualmente yermas y grandiosas.

Desde ese archipiélago, al que quiero llamar Berrike, un buen viento nos empujó durante seis días hacia el noroeste. Allí encontramos un gigantesco país deshabitado, con buenas bahías. Sus arroyos son tibios y ocultan peces extraños y exquisitos. También encontramos fuentes de agua caliente y vimos volcanes que vertían sus brasas al mar. Para averiguar si aquel país estaba o no habitado por gente con la que pudiéramos comerciar, navegamos hacia el norte teniendo la costa a nuestra izquierda, hasta donde ésta terminaba. Luego seguimos la costa hacia el Oeste, pero ésta volvió a terminar. Sin embargo, una afortunada conjunción de vientos y corrientes nos permitió viajar siete días hacia el noroeste. Creo que jamás un hombre de nuestro país ha llegado tan al norte. Cruzamos una corriente de agua tibia; luego divisamos bloques de hielo que flotaban a la deriva. Mastanábal quería dar media vuelta. Pero tú sabes cuánto me excitaba la idea de ir a buscar osos blancos, desde que estuve en Alejandría.

Finalmente, llegamos a una costa escarpada, blanca y helada. En ella había pequeñas calas verdes que yo no visitaría en invierno. En esas calas vivían hombres extraños, de caras planas y ojos parecidos a los de los mercaderes chinos; te he hablado de ellos, y de Taprobane. Estos hombres viven de la pesca y la caza de focas; entre ellos es habitual dejar a los huéspedes en brazos de su mujer, o su hija, cuando cae la noche.

Mediante signos y gruñidos conseguimos hacerles entender que buscábamos osos blancos. Los extraños hombrecitos nos envolvieron en pieles, nos pusieron unos grandes abanicos de madera y hueso debajo de los pies y nos guiaron tierra adentro, hacia el hielo y la nieve. Allí, oh Amílcar, cazamos al animal cuya piel calentará tus inviernos.

La región es inhóspita; el comercio no es posible. Dimos las gracias a nuestros anfitriones de ancho rostro, que se llaman a si mismos
init
o algo así, que debe ser como se dice ser humano en su idioma, y levamos anclas. La corriente tibia del oeste nos llevó al nordeste, donde nos internamos cada vez más en zonas repletas de bloques de hielo flotante, y ya casi desesperábamos cuando, por fin, empezó a soplar viento del norte. El viento helado nos calaba los huesos, pero nos empujó velozmente hacia el sur. No tardamos en llegar a aquel país de las fuentes calientes y volcanes. Esta vez bajamos bordeando la costa occidental. Creo que ese país, que en realidad es una isla deshabitada, es la Tule de que habla Piteas.

Ahora estamos de nuevo en el puerto de la isla de Vektis. Pronto se desatarán las tormentas de invierno, que nos impedirán viajar antes de la primavera a la costa oeste de las Galias, y seguir hacia el sur bordeando la costa. Como ya sabes, es la segunda vez que paso el invierno aquí. Este invierno está lleno de pensamientos sombríos, y las noches tiñen de negro mis recuerdos de aquel otro invierno. Y ese negro no es el de la piel de Tsuniro ni el de los ojos de Aristón.

En primavera o en verano llevaré otros regalos. Regalos incomparables para tus cachorros de león, oh Rayo. El herrero Ylán ha querido volver a afilar las hojas de las espadas, por eso no puedo enviarte las preciosas armas junto con la piel; además, dudo que lo hubiera hecho. Pues una eventual pérdida de la piel sería lamentable y solventable únicamente por la disparatada ligereza de emprender un nuevo viaje; pero perder la espadas —por la codicia de algún masaliota, por ejemplo— sería un ultraje contra los dioses y los hombres. Nunca han existido espadas como éstas, Amílcar. Una mariposa se posó sobre el filo del arma que está destinada a Aníbal, y cayó al suelo cortada en dos pedazos. ¿Qué otra cosa podría haber sucedido, si Ylán la afila una y otra vez? Deberías enseñar a tu armero a criar gansos, Barca, pues así es como ha hecho las armas Ylán: primero forjó, purificó y dio dureza al hierro, y lo redujo a diminutas limaduras. Luego echó estas limaduras en el pienso de sus gansos. Algo hay en el estómago o en las tripas de estos animales que purificó aún más las diminutas partículas de hierro. Una vez que las limaduras hubieron salido de las tripas de los gansos, Ylán las puso al fuego, las fundió, volvió a convertirlas en un solo trozo, forjó ese trozo, le dio dureza, y volvió a limarlo. Las armas, reducidas a pequeñísimos fragmentos, pasaron tres veces por el estómago de los gansos. (Por lo demás, esos bichos no me agradan; una vez despertaron a los romanos en un momento poco propicio.) Es un trabajo maravilloso, fuera de toda medida; ya lo verás, Amílcar, y tus hijos saltarán de alegría.

Si tus muchos informantes escuchan alguna noticia procedente del sur de Libia, no me lo digas, amigo. Aún no. El corazón desgarrado que quería ahogarse en el puerto de Gadir necesita una larga convalecencia, no soportaría ninguna noticia más. Victoria, progreso, riqueza y éxito.

Tigo

Other books

An Uncomplicated Life by Paul Daugherty
Santa Sleuth by Kathi Daley
Stolen Remains by Christine Trent
A Night With the Bride by Kate McKinley
Rent-A-Bride by Overton, Elaine
The Accidental Encore by Hayes, Christy
02 Morning at Jalna by Mazo de La Roche
Larger than Life by Kay Hooper
Crackhead II: A Novel by Lennox, Lisa