El joven púnico llevó a Antígono a través de los talleres y lugares de trabajo de las otras unidades y los sectores de aprovisionamiento. Fabricantes de tiendas de campaña, cocineros, esclavos de las cocinas y ayudantes que en el campo tardarían pocos instantes en construir con piedras y cacharros una cocina para la tropa. Panaderos, matarifes, hortelanos; almacenistas que conocían todas las formas de mantener en buen estado durante mucho tiempo la harina y el grano; madereros, herreros y curtidores; armeros; fabricantes de arcos, talladores de flechas, constructores de lanzas; carreteros, cordeleros, carpinteros, médicos helenos, herbolarios galos, elaboradores de medicinas púnicos, enfermeros, veterinarios. Antígono prestó aten ción a una lección para exploradores en la que se explicaba las ventajas, desventajas y peligros de determinados tipos de regiones bajo unas circunstancias determinadas; vio cómo una tropa de sitiadores novatos era aleccionada sobre arietes, torres, túneles, rampas móviles y, también, sobre posibilidades de defensa, y cómo, poco antes de la puesta del sol, estos hombres marcharon hacia un bosquecillo, donde una parte construyó con medios improvisados una pesada catapulta, mientras los otros levantaban un campamento, con muralla y foso, utilizando únicamente las manos, espadas y lanzas.
—Esto es algo nuevo —dijo el heleno al anochecer, sentado en compañía de algunos suboficiales y jinetes íberos alrededor de una hoguera en la cual se asaba medio buey—. ¿Sabes que sois algo nuevo?
Maharbal sólo asintió; uno de sus jinetes íberos esbozó una sonrisa bromista.
—Nuevo y bueno, cuanto mejor la soldada, más afilada la lanza. —Hablaban ibérico.
—Eso también. —Antígono observó los rostros alumbrados por la trémula luz de la fogata. Un trozo de grasa cayó al fuego siseando; un sinfín de cigarras se sumaban a la conversación desde los arbustos y cañaverales. La media luna menguante colgaba sobre el horizonte, y el pequeño riachuelo que corría hacia el Batís murmuraba sobre su lecho de piedra—. Pero hay algo más.
—¿Qué?
—En las últimas horas he escuchado el murmullo habitual, pero ningún signo de verdadero descontento. Instructores que rugen, pero todos sin látigos ni bastones. Oficiales púnicos nobles sin ningún tipo de arrogancia. Soldados que saben lo que tienen que hacer y por qué lo deben hacer así y no de otra manera.
—Y que, si mueren, estarán tan muertos como todos los otros —dijo Maharbal—. Pero tienes razón, señor Antígono. Y nos damos cuenta de ello apenas pensamos un poco. Hay bastantes soldados veteranos que pelearon contra los mercenarios en la Guerra Libia, y algunos que también lo hicieron en Sicilia. Ellos siempre nos lo están repitiendo.
Un púnico dijo:
—Somos un arma afilada. Amílcar nos ha forjado. Eso es todo.
—¿Contra quién se levantará esta arma?
—En primer lugar, contra los vetones —dijo Maharbal—. ¿En qué estás pensando?
—Pienso en vuestros ejercicios con elefantes. ¿Quién podría dirigir elefantes contra vosotros? Los vetones seguro que no.
—Ah, nunca se sabe.
La noche siguiente, Asdrúbal fue un poco más preciso. El comedor de su casa estaba iluminado por antorchas y candiles. La mujer de Asdrúbal, la princesa íbera Titayu, se había retirado muy temprano. Ella no los acompañaría en el viaje, y Asdrúbal estaba apoyado en el arco de la puerta, de camino hacia la gran despedida.
—¿Apagarás todos los candiles? —dijo—. Ah, sí, respecto a tu pregunta, este ejército es muy numeroso, pero Hannón no lo sabe con exactitud; si se enterara pondría el grito en el cielo. Así que olvídate de la cantidad, por favor. Son casi sesenta mil hombres. Y en cuanto al objetivo, es Iberia, nada más.
—¿Qué pasa con Roma?
Asdrúbal sacudió la cabeza.
—Vaya. Roma es un nido de ladrones propensos a romper tratados y a caer sobre todos sus vecinos. Nosotros estamos tan lejos de Italia que no representamos una amenaza para Roma. Y sólo queremos ser lo bastante fuertes como para que Roma no pueda caer sobre nosotros.
—Hannón lo ve de otra manera —dijo Antígono lentamente—. Dice que los bárcidas se están preparando en Iberia para emprender una guerra de venganza contra Roma.
Asdrúbal asintió.
—Ya sé lo que dice Hannón, pero él sabe que no es cierto. Ninguno de nosotros ama a los romanos; eso sería exigir demasiado. La ruptura del tratado, la guerra, la difícil paz, y luego la extorsión y el robo de Sardonia después de la guerra contra los mercenarios. No, realmente.., ningún tipo de amor. Pero, ¿guerra de venganza? ¡Por todos los piojosos dioses de todos los sacerdotes! ¿Para qué? Todo esto, las posibilidades que esconde Iberia, el futuro de Kart-Hadtha… ¿poner todo esto en juego por un sentimiento como el odio o el amor? —Sonrió con ironía y se separó de la pared—. Ya no tengo ganas de seguir hablando de venganza. Tengo mejores cosas que hacer. Que duermas bien, Tigo.
Poco antes de llegar al campamento de Amílcar decidieron descansar toda la tarde y reemprender el viaje de noche. Antígono cabalgaba junto a Asdrúbal, al frente de la larga caravana. Doscientos cincuenta jinetes de la caballería pesada y setecientos hoplitas libios escoltaban los carros y animales cargados con grano, fruta, carne salada y vino. Al amanecer subieron la pequeña cuesta de la meseta; un fino velo de niebla ocultaba la cadena de montañas que se extendía en el horizonte.
El campamento de Amílcar se encontraba en un valle surcado por un pequeño río. Los centinelas hacia mucho tiempo que habían divisado la caravana, la habían calificado de amistosa y no habían dado ninguna señal de alarma. Cuando Asdrúbal y Antígono doblaron los peñascos de la entrada del valle, saludados por los hombres del último circulo de centinelas, acababan de despertar los hombres que habían hecho las primeras guardias de la noche. Aníbal estaba entre ellos; el hijo del Barca había dormido en el suelo, como los demás, envuelto sólo en su capota roja grisácea. Cuando sacó la espada britana y la levantó para saludar a Asdrúbal y Antígono, los dientes brillaron en su rostro moreno de barba negra.
—Despertad al viejo —dijo sonriendo—. Nos vemos luego.
Siguieron cabalgando. Por todas partes, hombres dormidos empezaban a dar señales de vida. La tienda que se levantaba en el centro del campamento se abrió de repente; la imponente figura del estratega de Libia e Iberia apareció en la abertura. De sus hombros colgaba la piel del oso blanco; era lo único que Amílcar llevaba encima. Los vellos que le cubrían el cuerpo, abundantes y encanecidos, parecían formar parte de la piel del oso, y su poderoso miembro parecía más un arma para la lucha cuerpo a cuerpo que un instrumento para el amor. Amílcar abrazó a sus dos amigos y rugió algunas órdenes; luego se vistió de prisa.
Soldados trajeron mesas plegables, escabeles, vino aromático caliente, pan ácimo y asado frío. Otros hombres se ocuparon de los caballos. En la entrada del valle reinaba un ordenado barullo; los hombres de Amílcar estaban clasificando, distribuyendo y volviendo a empacar las provisiones. Las tropas de Karduba estaban levantando tiendas en la meseta, pues el valle era muy estrecho para que cupieran todos.
—¿Dónde están tus hijos, siervo de Melkart?
Amílcar se secó la boca, dejó el vaso sobre la mesa y echó a Antígono una mirada reprobatoria.
—En una campaña militar no existen hijos, Tigo, sólo soldados. Éste es el puesto de los jefes. Magón está con los soldados de a pie libios. Asdrúbal con los elefantes, media hora al oeste de aquí, en otro valle. Y Aníbal se ocupa de vuestra caravana.
Asdrúbal clavó el cuchillo en el tablero de la mesa.
—¿Dónde está toda tu gente? ¿En cuántos valles los has dividido?
—Cuatro. —Amílcar sonrió—. Los vetones probablemente nos están observando; así tienen más difícil calcular la cantidad de hombres. Además, los valles de esta región son demasiado estrechos para que quepamos todos en uno solo. Marchamos por separado. Así nos estorbamos menos.
Después del desayuno comenzó la discusión entre el estratega y su representante. Asdrúbal habló de comerciantes romanos que habían sido vistos muy al norte, entre el gran río Iberos y los Pirineos. Amílcar se encogió de hombros.
—La tierra pertenece a quienes la habitan. Los romanos pueden comerciar. Mientras no envíen legiones…
Antígono los dejó solos y se fue a vagar por el campamento. En la entrada del valle encontró a Aníbal. El muchacho —tenía dieciocho años— parecía conocer a cada uno de los soldados; los llamaba por sus nombres y les daba instrucciones breves y claras que ellos obedecían de inmediato. No dejaba de moverse, como si el nervudo cuerpo del joven no pudiera cobijar todas sus energías.
Fuera, en la meseta, fogatas ardían entre las tiendas. Los cansados hombres de Karduba estaban de pie o acuclillados alrededor de éstas. Un hoplita libio, sentado con la espalda apoyada contra un fardo de equipaje de marcha, se miraba el pie derecho, hinchado y teñido de negro. Con la uña del pulgar intentaba sacarse una espina del talón.
Aníbal se detuvo ante el libio y sacudió la cabeza.
—Tonto y viejo fofo —dijo en libio—. La tropa es tan rápida como el más lento de sus hombres, y ningún hoplita es mejor que sus pies.
El libio —de unos treinta años— miró a Aníbal abochornado.
—Ya he oído eso antes, príncipe de los jinetes —dijo—. Pero no es más que una pequeña hinchazón.
Aníbal extendió la mano hacia el soldado.
—Si se te cayera el culo dirías que no ha sido más que un pequeño pedo. —Sin esfuerzo visible, levantó al pesado hoplita. Los libios que presenciaban la escena se echaron a reír. Aníbal señaló a dos de ellos.
—Gulsa, Maharo, llevadlo a los médicos.
Los hombres dieron el brazo a su compañero; saltando sobre una pierna y maldiciendo en voz baja, el herido se alejó llevado por los otros.
En Karduba, Asdrúbal había dicho que en Aníbal tenía al mejor jefe de caballería que podía tener un estratega. En el enorme campamento, Antígono vio que Aníbal era mucho más que eso. Hablaba a cada uno de los hombres en su propia lengua, y éstos obedecían al muchacho apenas oían sus palabras; y a menudo bastaba tan sólo con una mirada. Los rostros malhumorados de soldados cansados de la marcha se iluminaban cuando Aníbal se acercaba a ellos. Elogio, crítica, una broma grosera aquí, una más sutil allá, el hijo del Barca siempre encontraba el tono adecuado, y apenas levantaba un poco la voz todo lo que lo rodeaba se ponía en movimiento con la mayor ligereza. Antígono, quien nunca había recibido órdenes, sentía sin embargo la fuerza y la magia, y aunque no era propenso a las cavilaciones se preguntaba qué era aquello que hacia que Pirro, Alejandro, Amílcar y ese hijo del Barca, de tan sólo dieciocho años, destacaran por encima de todos los demás. Hacia el mediodía, un soldado pidió a Antígono que fuera a comer a la tienda del estratega. El heleno se despidió de Aníbal con un movimiento de cabeza y se marchó. El joven púnico se quedó entre un grupo de informantes, haciéndoles preguntas al tiempo que tomaba con ellos cereales remojados y agua.
Cuando Antígono llegó al centro del campamento, estafetas se alejaban de la tienda de Amílcar. Los hombres subieron a sus caballos y se marcharon al galope. Amílcar y Asdrúbal habían terminado su discusión; estaban sentados ante la tienda. Sobre la mesa plegable había vasos y escudillas con agua, vino, judías, pan y carne.
—¿Y? ¿Habéis tomado grandes decisiones?
Amílcar limpió el tenedor de dos dientes y señaló el escabel vacío. Con la boca llena, dijo:
—Siéntate. Come. Partimos esta noche.
Asdrúbal escupió un trozo de cartílago por encima de su hombro izquierdo.
—No todos, no te preocupes, Tigo. Nosotros todavía tendremos un poco más de tiempo para descansar.
Amílcar observaba al último estafeta, que en ese momento salía del campamento.
—Tal vez quieras volver en seguida a Karduba, o ir a donde sea.
—No. No tengo prisa. Además —dejó escapar una risa débil— aquí hay un río que quiero ver. Tigo en el Taggo, eso hay que verlo.
Amílcar rió.
—Comprendo. Entonces vendrás. Yo partiré con los hombres más veloces y descansados. Vosotros seréis la segunda línea de batalla, por decirlo así.
Explicó el plan a media voz. Según habían informado los estafetas, los vetones habían reunido su ejército a un día de camino al norte del Taggo. Debían ser alrededor de quince mil hombres. Amílcar quería emprender una marcha forzada esa misma noche, para llegar antes del amanecer a un determinado vado del Taggo que fortificarían provisionalmente en previsión a una eventual retirada. Para eso hacían falta doscientos hombres.
—Con los otros haremos una visita a los vetones a la hora del desayuno.
El plan preveía tres sorpresas. Primero, la marcha nocturna y el ataque en un momento inesperado; segundo, la arremetida de cuarenta elefantes contra la caballería de los nómadas; tercero, el combate de formaciones cuadrangulares de coraceros contra las indisciplinadas hordas de jinetes.
—En todo caso, tenemos muy pocos catafractas para plantear una batalla pura mente de caballería —dijo Amílcar después de la comida, inclinado sobre el preciso mapa extendido dentro de la tienda—. Quiero liquidar esta locura rápidamente, sin recurrir a nuestros aliados. —Señaló un punto muy al este de allí—. Aquí se han reunido los oretanos. No podrían reunirse con nosotros hasta dentro de varios días; además, será mejor que les demostremos que podemos resolver estas pequeñeces sin su ayuda. El millar de hombres que vendrá con vosotros lo hará posible.
—Levantó la mirada hasta el rostro de Asdrúbal—. Un golpe duro y veloz nos devolverá por fin la tranquilidad que necesitamos para poder ocuparnos de asuntos más importantes.
—La cruel guerra de la paz —dijo Asdrúbal torciendo el gesto—. Carreteras, graneros, ciudades. No estaría mal, Barca.
Amílcar partió al atardecer. Además de los elefantes, llevó consigo a dos mil soldados de armamento ligero, cuatro mil coraceros, mil arqueros y honderos y quinientos jinetes númidas, procedentes de los cuatro campamentos. También Aníbal se puso en marcha; el hijo del Barca cabalgaría con ochocientos catafractas hacia el oeste, casi hasta la frontera del país de los oretanos, y de allí hacia el norte, donde tomaría otro vado del Taggo y, por la mañana, aparecería en el campamento vetón también «para desayunar». A medianoche partiría Asdrúbal con el resto de las tropas —unos tres mil hombres entre escaramuzadores y soldados de a pie de diferentes tipos— y el bagaje, para llegar hacia el mediodía al vado utilizado por Amílcar.