—¿Y ahora qué, estratega? —Muttines levantó una copa de cristal finísimo, la sostuvo ante sus ojos y miró a través del recipiente y el vino. El libiofenicio, vestido con chitón y peto, se había puesto una manta de lana sobre las piernas desnudas y una piel de leopardo alrededor de los hombros.
Aníbal contemplaba el fuego. En su mantón de púrpura, el púnico era el único de esos jóvenes guerreros cuyo aspecto se correspondía con su verdadera edad.
Nada parecía haber minado su físico; ni los combates, ni las marchas forzadas al interior, ni la herida en la cadera, ni tampoco las responsabilidades, la falta de sueño, las preocupaciones. Su rostro sólo reflejaba una cosa: alivio.
—Eso depende de muchos factores. Roma, Kart-Hadtha, los íberos. ¿Cuáles son tus planes, Tigo?
—Tengo que regresar. El banco. —Antígono se levantó y sacó un objeto muy bien envuelto de un rincón junto a la chimenea—. Pero antes esto, estratega de Libia e Iberia.
Aníbal cruzó los brazos.
—¿Qué es eso, amigo?
—Un recordatorio. —Antígono mostró los dientes en una especie de sonrisa—. Quizá te sorprenda que este recordatorio venga de mí, sabes muy bien cuánto creo en los dioses.
Aníbal dejó caer los brazos, se inclinó hacia delante y estiró la mano derecha, juntando el pulgar y el índice.
—Así de poco. Lo sé. Menos que nada. ¿Y?
—Los dioses son un invento de personas que quieren explicar lo inexplicable.
—Antígono levantó con las dos manos la escultura aún envuelta—. Casualidades, cosas absurdas, irregulares. Cosas ante las cuales ni siquiera un estratega victorioso puede hacer algo. Una flecha perdida, una piedra que se desprende, el paso en falso de un caballo, o enfermedades y agotamiento. Deberías dormir de vez en cuando, Aníbal.
Maharbal rió para sí.
—Aníbal no necesita dormir. —El rostro del púnico estaba desfigurado por una máscara de cansancio acumulado.
—Lo sé. Pero los dioses del sueño necesitan a Aníbal, para que la suma de todos los dones que dan a la humanidad no pierda valor a causa del desprecio que les profesa un estratega. Voy a regalarte un dios, amigo e hijo de mi amigo. —El heleno desenvolvió la estatuilla sentada y se la dio al bárcida.
—El Melkart sentado de Gadir —dijo Muttines en tono reverente—. Y es un trabajo maravilloso.
Maharbal dejó escapar un suave silbido por entre los dientes. Bostar se inclinó hacia delante y señaló la estatuilla con el índice.
—¿Helénico?
Aníbal colocó la escultura sobre las piedras y siguió las líneas suavemente con la mano derecha.
—Una obra del inmortal Lisipo, cabeza de chorlito —dijo a media voz. Dejó la figura de bronce sobre la mesa, se levantó, puso las manos sobre los hombros de Antígono y lo miró a los ojos—. Conozco la historia del
llama
, amigo de Amílcar y Kshyqti. Sé que llevaste a mi padre los jinetes de Naravas cuando estaba a punto de sufrir una derrota. Que arrastraste a Hannón a una trampa para que no pudiera causar ningún daño. A mis hermanos y a mí nos has regalado unas espadas incomparables traídas del norte. En el Consejo de Kart-Hadtha hiciste trizas a Hannón cuando éste quería hacerse con el poder absoluto. En la batalla del Taggo represaste el agua para que Amílcar y sus hombres pudieran salvarse. Me has regalado elefantes y a tu hijo Memnón, que atiende y cura a enfermos y heridos en nuestra capital. Me diste tu amistad ya antes de mi nacimiento… y ahora el dios de Gadir.
—El estratega apretó su mejilla contra la de Antígono. El heleno sintió los músculos de hierro de ese cuerpo que era una inagotable fuente de energía. Pero también sintió el suave temblor y escuchó los secos sollozos, seguidos de una fuerte carraspera.
Aníbal se separó del heleno sacudiendo la cabeza.
—¿Cómo podré agradecértelo, Tigo?
—Descansando de vez en cuando. —Antígono sonrió—. Un baño caliente tampoco puede hacerte daño. Hueles muy mal, estratega.
—Melkart de Gadir —Aníbal inclinó la cabeza sobre la estatuilla—, que me conserve tu humor negro.
Antígono se sentó.
—A mí también. De momento es el último norte que me queda.
Aníbal rodeó la escultura de bronce con las manos y miró fijamente los ojos del dios.
—¿Cómo dices?
Antígono respiró profundamente.
—Recuerdo a un viejo asirio que me leyó un epígrafe. De eso hace ya muchos años; no recuerdo a qué rey se refería. «Trajo silencio al centro de la ciudad, también a los suburbios y las laderas de las montañas; los convirtió en un desierto, como la llanura.» Estratega: la noche fluye por encima de ese silencio, las puertas están vigiladas. Pero, ¿qué ocurrirá mañana?
El silencio casi se podía tocar. En la chimenea ardía un leño carcomido por el fuego; el crujir de la madera y el revoloteo de las chispas hacían que el silencio fuese aún más denso y sofocante.
Antígono observaba al hijo de Amílcar. También los ojos de Bostar, Muttines y Maharbal se habían posado sobre aquel estratega de veintiocho años. Su cuerpo delgado y nervudo parecía languidecer, como perdido en la noche helada, el silencio y la soledad. Por un momento, el heleno tuvo la fantástica sensación de que el joven estratega estaba luchando contra el antiquísimo dios de las ciudades, contra la inconcebible energía y dignidad de todo aquello que el Melkart sentado ocultaba y había sido erigido hacia más de mil años por los primeros mercaderes de Tiro que llegaron a Gadir. La lucha llegó a su fin; de las terribles sombras del dios surgió la sencilla noche. Aníbal, el vencedor, levantó la mirada, y su rostro, sus ojos, su sonrisa, abrieron túneles de fuerza y calor a través de la asfixiante montaña de noche y de frío. Con un movimiento suave, casi elegante, Muttines cayó de rodillas y estiró las manos hacia el dobladillo del mantón de Aníbal. Cuando levantó la mirada, las huellas del cansancio habían desaparecido de su rostro. No dijo nada; sus ojos brillaban.
—La noche es fría, pero quizás el Hades sea demasiado caliente, Muttines —dijo Antígono—. No pidas a Aníbal que te lleve allí, terminará por hacerlo.
Rieron; Muttines volvió a sentarse. Pero el hechizo continuaba, incluso se hacía más fuerte. Aníbal estaba de pie en el centro de la habitación. Si ahora se desprendiera una piedra de la chimenea, pensaba Antígono, no caería al suelo, sino sobre Aníbal. Se sentía otra vez en el borde de un gigantesco remolino, un remolino más grande que el océano, inabarcable, que todo lo devora.
—Explícame el remolino del mañana —dijo casi susurrando.
Aníbal comprendió a qué se refería y sacudió ligeramente la cabeza.
—Ah, Tigo, no se puede explicar. Es una mezcla de muchas cosas que flotan a la deriva; son arrastradas por la corriente y creen que tienen el timón en las manos. La decadencia de los etruscos, la debilidad de la Hélade, la estupidez de los reyes del Oriente, la fuerza de Roma, impulsada por una oscura furia. —Hizo un movimiento circular con los brazos extendidos—. Todo esto, Iberia, es únicamente una muralla que mi padre ha levantado para que Kart-Hadtha no sea cogida y tragada por el remolino. Y la muralla tiene brechas. Nos harán falta dos años para hacerla tan firme como estaba en el momento de la muerte de Asdrúbal. Pero no se nos concederán esos dos años.
Maharbal se inclinó hacia delante.
—¿Qué es lo que sabes?
Aníbal puso las manos sobre la cabeza de la estatuilla de bronce, como si quisiera tapar los oídos al dios.
—Lo sé desde ayer —dijo con voz aparentemente serena—. Roma ha enviado una embajada a Kart-Hadtha en Libia. El jefe de la embajada es Quinto Fabio Máximo, y esta vez no hay ningún Asdrúbal que pueda hacerle perder la cabeza. Según lo que han averiguado nuestros hombres de Italia, Fabio no tiene intención de dejarse llevar por conversaciones sobre posibles interpretaciones de tratados. Va a declararnos la guerra.
Antígono subió a bordo al amanecer. El
Alas del Céfiro
zarpó y se dirigió a mar abierto. El heleno se pasó varias horas dando vueltas sobre la amplia litera, sin conseguir conciliar el sueño. La noche anterior, con sus conversaciones enmarañadas e infinitas, le parecía cada vez más fantasmagórica; poco a poco fue comprendiendo que Aníbal había omitido deliberadamente ciertas cosas, o las había esquivado dando rodeos. Rodeos que sin embargo permitían a Antígono descubrir lentamente de qué se trataba; pero los jóvenes oficiales que tenían arduas misiones que cumplir durante el invierno y la primavera debían dedicarse a su trabajo sin que éste se viera estorbado por la trampa de las mil reflexiones contradictorias, las posibilidades y los imposibles.
Aníbal había enviado a Kart-Hadtha en Libia gran parte del botín de Zakantha y a los personajes ilustres de la ciudad conquistada; al aceptar ese tributo, el Consejo púnico había atado firmemente el lazo que unía a la ciudad con el estratega, de modo que no podría declararse contrario a las empresas de Aníbal en Iberia. Después de hacer una breve escala en la Kart-Hadtha ibérica («y un par de baños calientes, Tigo, y también para que Himilce esté contenta»), Aníbal quería viajar en barco a Gadir, para hacer un ex voto. No importaba que el estratega considerara al cosmos absurdo, a los dioses, invenciones, y a la vida, una eterna lucha entre la voluntad y la capacidad del hombre y las injusticias del azar; a sus soldados, procedentes de quinientos pueblos diferentes, les gustaba ver que sus cinco mil dioses distintos eran venerados, y saber que su estratega estaba amparado por las potencias celestiales. Por eso el viaje al Melkart de Gadir; por eso en todos los campamentos de Aníbal había una tienda con numerosas estatuas, cuadros y amuletos. Melkart, que era el mismo que Heracles, imaginado por hombres necesitados de consuelo y formado por los hábiles dedos del gran Lisipo, ocuparía de ahora en adelante un lugar de honor entre esas imágenes de dioses.
La explicación bosquejada por Aníbal en torno al comportamiento de Roma era extremadamente sencilla, y mientras pensaba en ella, más convencido estaba Antígono de que el estratega estaba en lo cierto. El objetivo del Senado era debilitar a los fuertes hasta que pudieran ser aniquilados o convertidos en vasallos complacientes que finalmente serían anexionados al imperio; hasta que todo el mundo, toda la Oikumene, fuera romana. El Tratado del Iberos había proporcionado tiempo a ambos lados; Roma lo había utilizado para avanzar posiciones en Iliria y el norte de Italia, fortificar Sicilia y someter a prueba a las legiones. Los púnicos habían incitado a los celtas de Italia contra Roma, los romanos a los íberos contra Kart-Hadtha. Según los registros del Senado, Roma y sus aliados itálicos —sabinos, etruscos, umbríos, sarsinatos, vénetos, cenomanos, latinos, samnitas, iapigos, masapios, lucanos, marsos, marrucinos, frentanos, vestinos— podían aportar, en conjunto, a unos setecientos mil soldados de a pie y setenta mil jinetes. Con sus más de doscientos navíos de guerra, dominaban el mar desde Massalia hasta Sicilia. Tan pronto el Senado viera algún signo de debilidad en el adversario y encontrara algún pretexto más o menos justificable para aprovecharla, el Tratado de Lutacio y el Tratado del Iberos no valdrían ni siquiera el papiro en que estaban escritos. Hasta aquí no había nada nuevo para Antígono en las reflexiones de Aníbal; lo desconcertante era la manera en que explicaba por qué Roma no había atacado antes: rencilla entre partidos y oposición de parte de romanos fieles a los tratados. Durante la gran Guerra Siciliana había habido muchos ciudadanos romanos que consideraban que la guerra era una insensatez; sólo después de años de discursos acalorados de los oradores y abstrusas historias difamatorias —por ejemplo, que Régulo había sido torturado hasta la muerte por los púnicos— había podido el Senado llevar hasta el final la despiadada guerra de exterminio. Cuando la Guerra Libia estuvo a punto de hacer sucumbir a Kart-Hadtha, parte del pueblo romano instó a su gobierno a que suministrara trigo y otras provisiones a los púnicos, y a que rechazara las ofertas de los sublevados respecto de Sardonia; sólo dos años de invectivas contra el resurgimiento de la amenaza que constituía Kart-Hadtha lograron vencer la resistencia. Cuando comenzó el sitio de Zakantha, parte de los ciudadanos de Roma se habían mostrado partidarios de la observación del Tratado del Iberos, y habían reclamado la paz entre Roma y Kart-Hadtha; sólo ahora, gracias a discursos bañados en lágrimas sobre aliados traicionados impunemente, habían conseguido los oradores de los instigadores de la guerra hacer que el tratado y las obligaciones que implicaba valieran tan poco como la amistad consignada en el papiro.
La causa de las extrañas vacilaciones de Roma durante los últimos años no se debía a los cálculos inextricables de un adversario astuto, sino a la oposición interna. Aníbal había dicho que necesitaba dos años para hacer que la muralla volviera a ser segura, pero probablemente Roma no le daría esos años. Podían preverse varias posibilidades. O sucedía un milagro y la embajada romana se comprometía a observar los tratados vigentes, según los cuales Zakantha se encontraba en la zona de influencia púnica, y se mantenía la paz; o bien Roma declaraba la guerra utilizando a Zakantha como pretexto. Si se llegaba a una declaración de guerra también había varias posibilidades: Roma se limitaba a hacer unos cuantos ataques con la flota y abandonaba el asunto después de breves escaramuzas, con las cuales su honor quedaba a salvo —ésa era la posibilidad más sensata y, por ende, también la más improbable—. O bien Roma enviaba tropas a Iberia. O Roma atacaba directamente Kart-Hadtha en Libia. O ambas cosas.
Y el dilema del estratega de Libia e Iberia era que, con apenas la décima parte de los hombres que Roma podía hacer entrar en combate, tenía que tomar precauciones contra todas esas posibilidades, y no podía cubrir todas las posibilidades al mismo tiempo. Para asegurar rápidamente las defensas de Iberia tenía que hacer trizas el tratado, cruzar el río fronterizo y someter o firmar alianzas con los pueblos de la región, para evitar que los romanos pudieran desembarcar tropas sin el menor estorbo. Para ello necesitaría a todas las fuerzas, incluso las que se encontraban en Libia. Si lo que quería era proteger Libia, tenía que dejar Iberia desprotegida. Si intentaba defender ambas regiones, probablemente las escasas tropas no bastarían ni siquiera para mantener el Iberos. Sabía que si mandaba construir urgentemente más barcos, tendría que enviar al mar a gran parte de sus fuerzas de tierra, pues no había más tripulaciones disponibles. La gran Guerra Siciliana, o Romana, a la que el padre de Aníbal había tenido que dar un amargo final, se había desarrollado lejos de Kart-Hadtha.