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Authors: Gisbert Haefs

Tags: #Histórico, #Bélico

Aníbal (55 page)

BOOK: Aníbal
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»¡Rompió la paz!

»Si tanto os importa la paz, ¿por qué exterminasteis, hace cuarenta y seis años, a una chusma de ladrones en Reghion, pero ayudasteis a la otra en Messana, sin preguntarnos si pensábamos hacer algo? ¿Por qué rechazasteis tantas ofertas de paz durante la guerra? ¿Por qué trabajasteis junto a asesinos levantiscos para robarnos Sardonia y Kyrnos? ¿Por qué cuernos firmáis tratados, si no tenéis intención de cumplirlos?

»Gran alboroto, risas, aplausos, también de muchos de los «Viejos». Fabio daba vueltas a algo; finalmente dijo:

»¿Hubo una decisión del Consejo respecto a Saguntum?

»Mientras repetía la pregunta, las risas se hacían cada vez más fuertes. Bomílcar vio que Hannón quería decir algo. Tú ya nos lo habías advertido, así que Bomílcar dejó hablar a Hannón. ¡Oh Tigo, cómo habló Hannón!

»Hannón el Grande habló de paz y amistad. No había habido una decisión del Consejo, y él estaba a favor de entregar a Aníbal a Roma. En ese momento Fabio dejó casi sin argumentos a Hannón al preguntarle si creía que Aníbal aceptaría ser entregado. Hannón propuso que Kart-Hadtha se convirtiera en aliada de Roma y que prestara su ayuda en las guerras llevadas por los romanos, e insinuó que esa nueva colaboración podía comenzar con un ataque conjunto contra Aníbal, y que en lo sucesivo Iberia y Libia podían ser tratadas como dos cosas distintas. El edificio del Consejo casi se derrumba.

»Cuando por fin volvió una cierta tranquilidad, Bomílcar dijo: «Puesto que hemos llegado tan lejos, podríamos dejar de hablar de Aníbal y Zakantha y el Iberos. ¿Qué es lo que queréis realmente, romanos?»

»El romano plegó su toga formando una especie de saco y dijo: «Aquí os traemos la guerra y la paz. ¡Coged lo que queráis!»

»Y uno de los hombres de Hannón, con la cara roja de furia, tan roja como un cangrejo muy cocido, gritó: «¡Danos aquello de lo que puedas prescindir!»

Antígono rió, contra su voluntad.

—Bien. ¿Y? ¿De qué podía prescindir Fabio?

Bostar se frotó los ojos.

—Justamente: Roma puede prescindir de la paz. Pero Fabio no quería dar la paz. Así que se quedó quieto, parecía un poco tonto.

—¿Y luego?

Bostar se tiró de la nariz.

—Bomílcar. Su gran día, sin duda. Se mantuvo firme como una estatua y dijo: «Vosotros, romanos, siempre cogéis todo, tanto si os pertenece como si no. Nosotros, por el contrario, cumplimos los tratados. Kart-Hadtha no es un nido de ladrones latinos. Y no cogemos nada de los romanos. Pero creo que tú y tus hombres hace tiempo que habéis decidido coger todo y darnos únicamente eso que ocultas en tu toga: aire. ¿Qué nos daréis ahora para luego poder quitarnos también el aire?».

»Fabio se sacudió la toga, deshaciendo el saco, y dijo: «Os doy la guerra».

Antígono guardó silencio un momento. Luego dijo:

—Todo es absurdo. —Su voz sonaba quebradiza—. Bomílcar ha estado brillante, pero eso no tenía ninguna importancia. Hubierais podido decir lo que quisierais; hasta la lengua almibarada de Asdrúbal, si aún viviera, hubiera podido romperse los labios hablando en vano. La declaración de guerra estaba decidida incluso desde antes que Aníbal empezara el sitio de Zakantha.

Bostar apoyó la cadera contra el tabique bajo que separaba la parte del banco que daba al puerto de la que daba a la ciudad.

—¿Y ahora, viejo amigo?

Antígono cerró los ojos.

—Ahora tendremos que esperar a ver qué hacen los romanos. Y confiar en que algo se le ocurra a nuestro estratega.

En el patio de la nueva y reforzada fortaleza de Zakantha había algunos íberos: nobles tomados como rehenes para garantizar el buen comportamiento de ciertas tribus vecinas. Los rehenes no prestaron atención al heleno. Antígono pasó al lado de los robustos guardas libios.

Desde la ventana de la sala de deliberaciones podía verse la llanura costera que se extendía al norte de la ciudad. Los árboles frutales estaban llenos de flores, pero más numerosas que las flores eran las tiendas y hogueras, los carros y majadas, los montones de pertrechos de guerra y víveres. Una fila de, por lo menos, dos mil elefantes, cada uno de ellos con un «hindú» púnico en la nuca, volvía a abrevar en el pequeño río.

Antígono evaluó lo que había oído decir a suboficiales, quitó la mitad y añadió un tanto; era la primera vez que podía divisar el panorama desde arriba. Aníbal había enviado a las tropas íberas a que pasasen el invierno en casa; maniobra muy hábil por tres motivos: así no necesitaba alimentar a los íberos en las ciudades y campamentos púnicos, esta prueba de confianza estrechaba aún más sus lazos con los soldados del gran ejército permanente, y el estratega podía tener la certeza de que éstos volverían en primavera trayendo consigo a más voluntarios. Antígono calculó que debía haber unos cien mil hombres acampados en los alrededores de Zakantha.

Poco a poco fueron llegando todos los invitados a la reunión. Aníbal, Asdrúbal y Magón habían estado en la fortaleza desde mucho antes de la llegada de Antígono, lo mismo que el gobernador de Zakantha, Bostar. El heleno vio caras desconocidas o apenas familiares, pero también al general de caballería Muttines, a Maharbal, Himilcón, el gigantesco Aníbal Monómaco, el canoso encargado del abastecimiento, Asdrúbal, y los dos embajadores del Consejo de Ancianos, Myrkam y Barmorkar. También estaban Sosilos con dos o tres helenos más, un egipcio, un macedonio, varios celtas y Memnón, con quien Antígono había celebrado un formidable encuentro dos días antes.

Aníbal dio unas palmadas; cesó el murmullo.

—Ahora sabemos a qué atenernos —dijo el estratega. Como de costumbre, sólo llevaba puesto el chitón claro, el peto de cuero con guarniciones de bronce y un sencillo yelmo redondeado. La espada britana colgaba de su cinturón—. Me refiero a las pretensiones de los romanos. —Señaló a uno de los helenos y a dos celtas—. Se lo debemos a estos hombres, han traído las últimas noticias.

El estratega hizo una pausa y observó a cada uno de los hombres.

—Los cónsules son Publio Cornelio Escipión y Tiberio Sempronio Longo. A Cornelio le ha tocado en suerte Iberia; a Sempronio, aquello que en Roma llaman África: Libia.

—Qué bien —dijo el anciano Myrkam rompiendo el silencio—. Como si el mundo les perteneciera y pudieran repartírselo cuando quisieran.

—Cornelio tiene unos treinta mil hombres, entre romanos y aliados, y sesenta barcos; Sempronio, el mismo número de soldados y ciento veinte barcos. ¿Comprendéis?

Algunos murmuraron algo, todos asintieron. A las penteras había que añadir veleros de carga y navíos para el transporte de tropas; Cornelio probablemente marcharía sobre Liguria y Massalia y de allí seguiría hacia Iberia, pero la fuerza principal se dirigiría contra la propia Kart-Hadtha. Con la mayor parte de la flota y, probablemente, más tropas que Sempronio podía alistar en Sicilia.

—Lilibea —dijo Barmorkar, el otro anciano. Sonó como una maldición.

Aníbal sonrió.

—Si, amigo, Lilibea. Nosotros la construimos y utilizamos; conocemos la calidad del puerto y fortaleza. Y sabemos que desde allí se llega a Kart-Hadtha en tres días.

Aníbal Monómaco estiró sus poderosos brazos.

—¿Dónde golpeamos nosotros, estratega? ¿Podemos llegar a Libia?

Aníbal sacó el labio inferior.

—Con veleros rápidos, sí, pero no podemos llevar un ejército lo bastante grande para recibir a los romanos. Gracias a las refinadas economías del Consejo de Kart-Hadtha, no tenemos suficientes barcos.

Myrkam tosió, pero no dijo nada.

—¿Dónde golpeamos entonces? —volvió a preguntar
el que lucha solo
.

—¿Dónde quieres golpear? —dijo Aníbal—. ¿Quieres ir a Libia nadando? ¿O a Massalia caminando bajo el agua?

Aníbal Monómaco se rascó la cabeza.

El pulso de Antígono se aceleró; sus sienes empezaron a latir con violencia. «Ahora —se repetía el heleno una y otra vez—. ¿Qué viene ahora? ¿Qué es lo que tiene preparado?» Todos miraban fijamente al estratega.

Aníbal se inclinó sobre el gran mapa: numerosas tiras de papiro pegadas una al lado de la otra sobre pieles de animal cosidas entre sí. Era un mapa muy preciso del mar y las regiones que lo rodeaban; Antígono vio que hasta el puerto de tránsito de la isla britana de Vektis estaba correctamente marcado en el mapa. Como todo lo demás, hasta donde podía juzgar: ríos, tribus, pueblos y ciudades de Iberia, montañas y desfiladeros de los territorios númidas, los poblados celtas de las Galias, la zona de influencia de los masaliotas y los caminos costeros transitables que unían el delta del gran Ródano con la pendiente meridional de los Alpes, los pobladores celtas del norte de Italia, las ciudades de los ligures, boios e insubros, las fortalezas que los ilirios poseían más allá del mar Ilirio, las plazas fuertes fronterizas de Macedonia.

—Aquí —dijo Aníbal—. Y aquí. —Primero señaló el mar que separaba Lilibea de Kart-Hadtha, luego la costa de Liguria—. Sempronio está haciendo preparativos en Lilibea y en los alrededores. Se está tomando su tiempo y se prepara a conciencia. Nosotros no podemos hacer prácticamente nada contra él. Roma tiene la flota. Si quisiéramos enviar tropas a Kart-Hadtha tendríamos que hacer un sinfín de viajes de ida y vuelta, y Sempronio atacaría, a más tardar, cuando llegara nuestro segundo contingente. Y Cornelio está reuniendo sus legiones aquí, en el norte; parte de sus tropas vendrán hacia el oeste por tierra, y parte en barco, hasta algún lugar aquí, al norte del Iberos, en Iberia.

—¡Si tuviéramos barcos para enviar un gran ejército a Kart-Hadtha! —Mirkam suspiró.

—Si así fuera, señor y amigo, otro sería mi objetivo. —Los ojos de Aníbal brillaban—. Si tuviéramos barcos podríamos desembarcar un gran ejército aquí. — Señaló la costa de Italia.

Tras un largo silencio, dijo Muttines.

—Señor, explícanos. ¿Qué quieres hacer?

Asdrúbal y Magón intercambiaron miradas; naturalmente, el estratega había puesto al corriente de sus planes a sus hermanos. Todos los demás miraban el mapa, a Aníbal, de nuevo el mapa.

—Tenemos que proteger Libia e Iberia —dijo el estratega—. Sobre todo Libia, de manera discreta y sin prisas. Podemos enviar tropas desde los puertos del sur, y también desde los puertos situados al norte de Libia, hasta las Columnas de Melkart. —Hizo un guiño a Antígono—. Lo que vosotros, los helenos, llamáis Metagonia, Tigo. Y las órdenes serán transmitidas mediante los faros.

Aníbal empezó a enumerar; Sosilos escribía. Soldados de Iberia y el noroeste de Libia serían movilizados a Kart-Hadtha; por otra parte, se enviarían íberos al noroeste de Libia y algunos libios más a Iberia. En conjunto, doce mil jinetes y trece mil ochocientos cincuenta soldados de a pie de Iberia, más ochocientos setenta baleares, serían enviados a Mauritania y Karjedón. Cuatro mil soldados de a pie mauritanos y gatúlicos irían también a Karjedón, como rehenes y vigías.

—Hemos construido barcos; Kart-Hadtha los necesita con más apremio que nosotros, para protegerse y asegurar el abastecimiento. La mayor parte de nuestra flota ya está en camino.

—¿Y qué pasa con Iberia? ¿Y con los romanos?

Aníbal se volvió hacia su hermano.

—Asdrúbal se quedará con las cincuenta penteras, dos cuatrirremes y cinco trirremes restantes; no obstante, sólo hay tripulación para los trirremes y treinta y cinco penteras. Los otros marineros están en camino a Kart-Hadtha.

—Prepararemos nuevos marineros. —La voz de Asdrúbal sonaba totalmente tranquila, como si se tratara de un juego en la playa.

—Fuera de eso —Aníbal hizo una pausa— en los puertos meridionales de Kalpe, Kart Eya y Adbarat han desembarcado cuatrocientos jinetes libiofenicios y libios, más ochocientos númidas. Y once mil ochocientos cincuenta hoplitas libios dirigidos por suboficiales experimentados que ya han estado antes en Iberia. En Mastia hay más tropas nuevas, Asdrúbal: trescientos ligures, quinientos baleares. Además de veintiún elefantes nuevos.

Sosilos escribía. Los demás miraban fijamente a Aníbal y Asdrúbal, murmuraban, dos o tres empezaban a hablar.

—¿Y eso de allí fuera? ¿Todos esos soldados? —Myrkam señaló hacia la llanura a través de la ventana más cercana—. ¿Y quieres que las tropas que has mencionado defiendan Kart-Hadtha contra treinta mil romanos, o más? ¿Y, ¿qué quiere decir que Asdrúbal se quedará con eso y con aquello? ¿Se quedará dónde? ¿En Iberia? ¿Tú, que harás, estratega?

Todos rodearon a Aníbal, que de pronto sonrió.

—Kart-Hadtha —dijo lentamente—, puede resistir un sitio prolongado, y reclutar tropas propias, además de las que yo le envíe. Libia no arderá en cuestión de días. Asdrúbal es el que mejor conoce Iberia, tanto en la guerra como en la paz; él se encargará de dirigir, defender, proteger y sacar adelante el país. Reclutará más arqueros de Gatulia, al otro lado del mar, y dispondrá de nuevas tropas ibéricas.

—¿Y tú? —dijo Myrkam tras un largo silencio.

—Yo marcharé con vosotros y los soldados acampados en la llanura hacia Italia.

Todos empezaron a vociferar, agitar los brazos, gritar. Finalmente, la voz gruesa y profunda de Aníbal Monómaco se impuso sobre las otras.

—¿Cómo? —rugió. Parecía querer coger y sacudir al estratega—. ¿Cómo dices? Sin flota no puedes ir por mar. Y, ¿por tierra? Imposible, tendríamos que enfrentarnos a los masaliotas y a los romanos en los estrechos caminos costeros. Y lo hemos hablado cientos de veces.

Aníbal asintió, sereno y con una ligera sonrisa.

—Lo hemos hablado, sí. Pero no sólo existe la costa. —Señaló algunos puntos en las Galias y el norte de Italia—. Durante este invierno viajaron por esta región exploradores y enviados míos para verificar las últimas novedades y discutir alianzas y nuestra marcha con príncipes y tribus. Boios e insubros nos esperan en el norte de Italia; nos darán soldados y víveres, además de alojamiento. Los pueblos establecidos entre los Pirineos y el Ródano también están dispuestos a apoyarnos. Probablemente surgirán problemas después de cruzar el Ródano, pero tienen solución.

—¿Cómo? —gritó
el que lucha solo
—. ¿Cómo quieres llegar a Italia? Sólo existen la ruta terrestre y la ruta marítima, y ambas están descartadas. ¿Quieres volar?

Nadie rió. Aníbal miraba el mapa como si nunca antes lo hubiera visto.

—Existe una segunda ruta terrestre —dijo luego lentamente y en voz baja. Señaló allí donde los cartógrafos habían dibujado un sinfín de triángulos abiertos por debajo—. A través de los Alpes.

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