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Authors: Gemma Lienas

Anoche soñé contigo (40 page)

BOOK: Anoche soñé contigo
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—Tendríamos que concretar la organización del verano, Alberto.

—¿El verano?

—Sí. Ya sabes —contestó hastiada—, en julio cierran los colegios. He matriculado a Édgar y a María en un curso de verano en Inglaterra. ¿Recuerdas que ya lo hicimos el año pasado y decidimos repetir?

—Pues, sí. Supongo... Lo que tú hagas me parece bien.

—¿Y en agosto? ¿Nos vamos los cuatro quince días a Escocia como habíamos pensado? Habría que reservar los billetes y el hotel...

Alberto vaciló. Una sombra oscura pasó por sus ojos. Olga le observó, incrédula. ¡No podía imaginar que estuviera pensando en pasar el mes de vacaciones sin ella! ¡No podía ser!

—Creo —dijo Alberto, muy despacio—, creo que es mejor que planifiques las vacaciones de agosto sin contar conmigo. El ciclotrón, ¿sabes? Me parece que no podré salir de la ciudad.

Olga sintió que la rabia y la pena iban invadiendo su cuerpo como un veneno que se trasladase a todos sus órganos a través de venas y arterias. Aunque debía admitir muchas más dosis de rabia que de pena; seguramente en una proporción de ochenta a veinte. Le parecía inadmisible no ya que Alberto estuviera pensando en un mes de agosto de Rodríguez en Barcelona, mientras ella se iba con los niños —muchas veces había sido al revés: ella, en la ciudad, él y los niños, en el campo con Patricia—, sino que le resultaba intolerable que no hubiese tenido la delicadeza de abordar la cuestión. ¿Qué hubiera ocurrido si ella no hubiese planteado la organización del verano? Desde luego, ése no era un comportamiento ni civilizado ni propio de Alberto. Lo hubiera, lo hubiera... ¿arañado, abofeteado?

En lugar de ponerse agresiva, lo ignoró. Salió de la habitación sin decirle qué opinaba de su grosería.

Entró en la cocina para calentar la cena. Puso en el microondas las lentejas y se sentó a la mesa de los desayunos, sujetándose la cabeza con dos dedos apoyados en el entrecejo. Si ni siquiera iban a pasar las vacaciones juntos, no tendría ninguna oportunidad de reparar los hilos rotos entre ellos.

—¿Olga? —Alberto se sentó a su lado—. ¿Te ha molestado lo que te he dicho?

—Un poco, la verdad. —Olga retiró la mano de delante de la cara y la posó en la superficie de cristal de la mesa—. ¿Cuándo esperabas decírmelo? Si yo no llego a preguntar, ¿me hubieses avisado de que no contase contigo?

Alberto le cogió la mano entre las suyas.

—Sí, mujer, claro. Quería esperar sólo hasta estar seguro.

Alberto sonrió. Ella le devolvió la sonrisa. Alberto acercó la mano de ella a sus labios y se la besó.

—Se me ocurre una idea —dijo Alberto—. ¿Por qué no nos vamos tú y yo por ahí el próximo fin de semana?

—¿Sin los niños?

—Eso es.

—¿No se cena en esta casa?

María había entrado en la cocina y miraba a sus padres con una cierta sorpresa.

—¿Interrumpo una escena de amor? Si es así, me largo, porque con lo difícil que es últimamente veros acaramelados...

—Anda, vete a poner la mesa —respondió Olga, levantándose para desconectar el microondas.

—Bueno, ¿qué me dices? —preguntó Alberto.

—Que sí, claro —contestó ella.

Alberto se encargó de todo. De elegir el sitio —un pueblecito en el Pirineo francés—, de reservar el hotel —un caserón rehabilitado que resultó un encanto con poquísimas habitaciones, con suelos de madera que crujían al más leve movimiento, además de exhalar un intenso y agradable olor a cera—, de organizarse el trabajo en el despacho para poder salir el viernes después de comer, de hablar con Patricia, que se hizo cargo de los niños...

En el coche, sentada junto a Alberto camino de la frontera, Olga casi no podía creer que estuviera empezando un fin de semana a solas con él. ¡A solas! Llevaban siglos sin disfrutar de una auténtica intimidad, que, por otro lado, él parecía rehuir. Olga estaba casi segura de que la precipitación con que todo había sido realizado —dicho un miércoles a la hora de cenar y ejecutado el viernes al mediodía— había sido decisiva para que Alberto no se echara atrás. Ahora lo miraba sin mucho disimulo, creyendo adivinar, en el gesto adusto de sus ojos y de su boca, la incomodidad que le causaba el fin de semana con la única compañía de su mujer. Olga suspiró. Monegal, relájate. A ver si lo estropeas todo antes de empezar, sólo porque te pones neura, infieres estados de ánimo, anticipas problemas...

—¿Pongo música?

—Sí, por favor —contestó Alberto.

Olga puso en marcha el equipo del coche. Los motetes isorrítmicos de Guillaume Dufay, el primer disco compacto almacenado en el maletero del coche, empezaron a sonar. No lo había cogido porque sí al seleccionar en casa los compactos para el viaje. Lo había elegido porque a Alberto, como a ella, el tercero especialmente, le recordaba la primera vez que habían hecho el amor, aunque, por cierto, nada tenía de erótico.
O gemma, lux et especulum, totum perlustrans saeculum, vas almum Italiae.
En otras ocasiones, a lo largo de los años que llevaban juntos, antes, durante o después de pasar por la cama, lo habían escuchado. Olga suspiró. Tenía que reconocer que aquella música no ejercía sobre ella el efecto de antaño. Como si su condicionamiento con la cadena de la gargantilla —¡malograda joya!; por supuesto, el bedel no la había encontrado, y ella en el aparcamiento, tampoco— y el ruidito del correo electrónico hubiesen borrado cualquier anclaje anterior. Tampoco podía decir que ese motete de Dufay la hubiese puesto alguna vez en un estado lúbrico paroxístico, pero siempre la predisponía a la sensualidad. En esta ocasión, sin embargo, la dejaba fría. Pues, como no se animase ella sola, no podía contar con la colaboración de él, ahora que había enmudecido sexualmente. Miró a Alberto, que, si conocía la razón de escuchar ese motete, no lo dejaba entrever. Seguía mirando al frente con fijeza y gesto excesivamente serio. Tal vez ni siquiera oía el
O gemma, lux
; tal vez fingía no oír para no tener que abordar un tema con aristas cortantes. Nunca había sido fácil hablar de sexo con él. Bueno, ni de sexo ni, en general, de su relación, de sus sentimientos. Así había sido desde el principio.

Recordaba bien aquella noche, a las pocas semanas de haber empezado el tercer curso de biología. Había ido a un concierto de Pete Seeger. ¿Había sido prohibido? La verdad, no lo recordaba. Lo único que recordaba era que, cuando el cantante había empezado a interpretar
Little boxes
, inesperadamente, sin que hubiera mediado ningún aviso, hubo una carga policial y, de inmediato, gritos y movimiento descontrolado de los estudiantes. «¡Los grises!» Olga se vio separada de su grupo por una estudiante caída que estaba siendo concienzudamente golpeada por un policia. Dio media vuelta para huir en sentido contrario y, de pronto, se encontró frente al escenario. Sin saber adónde dirigirse, miró la alta tarima y se sintió cazada. De pronto, una mano la arrastró... ¡al interior de la tarima! La puertecilla se cerró tras ella. En el estrechísimo recinto, apenas veía las caras de los que, como ella, se habían refugiado en la concha del apuntador, pero podía notar las respiraciones alteradas. Su mano permanecía enlazada a esa mano masculina. Giró un poco la cabeza para tratar de ver el rostro de quien la había metido allí. Apenas pudo distinguir un cabello oscuro y unas gafas. No supo el tiempo que permanecieron apiñados en aquel cubículo; igual podían haber sido quince minutos que una hora. Durante todo ese tiempo, dejó su mano entre las del muchacho; su calor la tranquilizaba. El griterío fue desvaneciéndose paulatinamente, las carreras cesaron, hasta que la calma volvió al anfiteatro. Por fin tuvieron valor y abrieron la puertecita. Observaron el campo de batalla, que estaba siendo barrido y adecentado por personal del teatro. Pasaron entre los trabajadores sin decir una palabra. Ni en el vestíbulo ni en la calle había rastro de policías o estudiantes. Sólo entonces hablaron todos a la vez. Y sólo entonces Olga y el muchacho se soltaron las manos. Era un grupo de amigos: tres chicos y una chica, estudiantes de último curso de químicas. Se metieron en un bar a discutir la jugada y, sobre todo, a hacerse pasar el susto con unos cubalibres.

El muchacho que había auxiliado a Olga se llamaba Alberto Jordano, era dos años mayor que ella, hablaba poco y, cuando lo hacía, era para soltar algún juicio mesurado, acertado. A Olga eso le encantó. Esa capacidad para no perder la calma, para analizar la situación fríamente... Luego terminaría por descubrir que su frialdad era excesiva. Alberto era delgado, no muy alto, de pelo y ojos oscuros y barba espesa. De vez en cuando, se quedaba pensativo y se pellizcaba una ceja. Ese gesto también le gustó a Olga. Te acompaño a casa, si quieres, le dijo Alberto al terminar las bebidas; tengo la moto aquí cerca. Con la Vespa fueron hasta casa de Olga. No intercambiaron promesas de volver a verse, ni siquiera un beso de despedida, aunque Olga le dio las gracias por su gesto al meterla en la concha. Adiós, Olga Monegal, dijo él, dando gas a la Vespa. Luego ella subió a su casa, algo entristecida. ¿Volvería a verlo? Dos meses después, cuando ya se había respondido negativamente y había empezado a dejar de pensar en él, Alberto la llamó un sábado para invitarla a ir al cine. Una película de arte y ensayo —
¿Ma nuit chez Maud?
, quizás—, que contemplaron con muchísima seriedad, no sólo por la forma de ser de ellos dos, sino también porque era lo que se estilaba en la época. Luego fueron a un local de jazz a discutir sobre el amor libre y los anticonceptivos y el mayo del 68. Pasaron buena parte de la noche argumentando y contraargumentando, hasta que cerraron el local y Alberto la acompañó de nuevo con la moto a casa. Tampoco esa vez hicieron planes para encuentros futuros. En esta ocasión, durante los quince días que estuvieron sin verse, a Olga le resultó más difícil quitárselo de la cabeza. Una mañana, él fue a buscarla a la salida de clase. El ciclo se repitió durante meses, a lo largo de los cuales a Olga se le antojaba que, mientras sus sentimientos hacía él iban cambiando, los de él hacia ella se mantenían inalterables. Era un amigo, punto. Por esa razón, se llevó una gran sorpresa cuando, en una de las despedidas, él apoyó sus labios sobre los de ella y la besó. Con bastante timidez y poca práctica, sí. Tuvo que enseñarle. Quedaron anclados en los besos y poca cosa más durante algunas semanas.

Una noche, al salir del cine —¿otra película de arte y ensayo?, ¿otra discusión sobre las relaciones hombre-mujer, sobre el amor libre, sobre sexo?—, Olga decidió actuar, porque tenía la convicción de que, si esperaba una iniciativa de él, envejecerían sin ningún contacto físico más allá de los besos. Se lo llevó a su casa; sabía que su familia había ido a pasar el fin de semana fuera. ¿Qué hicieron al llegar? Probablemente seguir discutiendo de política o, aún más probablemente, de sexo. Bebían cubalibres y escuchaban a Guillaume Dufay. Fue precisamente al empezar a sonar
O gemma, lux et especulum
, cuando Olga lo cogió por el cinturón y lo tumbó en el sofá. Ella no era una gran experta en la cuestión, pero él, menos. No fue un desastre, aunque tampoco para tirar cohetes. Bueno, ¿y qué?, le dijo Susana, ella sí muy experimentada. Las próximas veces será mejor. Hay que aprender, y es así cada vez que empiezas con alguien, créeme. Aparte de que el sexo es muy interactivo, ¿sabes? Me parece a mí que no suele ser normal que uno esté mal y el otro, bien. Si tú estás bien seguramente será porque él lo está; si estás mal, tu pareja está probablemente sintiendo lo mismo. Entonces, Monegal, según las teorías de Susana, ¿nunca ha resultado maravilloso para ninguno de los dos? Quién lo sabía...

El hotel hubiese hecho las delicias de Susana y de Teresa. ¿De Teresa?, se dijo a ella misma, enfadada porque el pensamiento se hubiese colado en su cabeza. De ahí a preguntarse si Alberto había estado alguna vez en él con la reina de las nieves, mediaba un cortísimo camino que bordeaba la locura. Vamos, Monegal, deja de pensar tonterías, que no has venido para eso.

Cenaron en un pequeño comedor en el que había cuatro mesas, sólo dos de ellas ocupadas. La carta del restaurante también hubiera resultado irresistible para Susana, que, al regreso, aun lamentando el kilo de más en las cartucheras, hubiera dicho: que me quiten lo bailado. Sin embargo, ni Olga ni Alberto hicieron los honores a esa retahíla de exquisiteces, empezando por los
foies
, siguiendo por los
magrets
de pato con finas tiras de naranja confitada o terminando por los
fondants
de chocolate, que hubiesen provocado un cataclismo en los propósitos de Susana.

Al entrar en la habitación después de la cena, Alberto dijo que estaba cansadísimo y necesitaba acostarse en seguida. En cuanto puso la cabeza sobre la almohada, se le cerraron los ojos y empezó a respirar profundamente. Olga, aunque menos adormilada de lo habitual en los últimos tiempos, también se quedó dormida inmediatamente. Despertó con el amanecer, cuando un débil rayo que se colaba por una rendija de las cortinas le brincó sobre la piel.

A las ocho y media, Alberto se dio la vuelta en la cama, abrió los ojos y la miró.

—Buenos días. ¿Llevas mucho despierta?

—Hola. Pues sí, un rato.

Alberto se desperezó.

—¿Qué te parece si pedimos que nos suban el desayuno a la habitación?

—¡Una gran idea!

Mientras Alberto encargaba el servicio por teléfono, Olga se levantó y descorrió las cortinas oscuras. La luz del sol inundó la habitación. La vista desde esa enorme ventana, que casi ocupaba por completo una de las paredes de la habitación, era magnífica. Un bosque de alcornoques y robles, con alguna conífera y mucho monte bajo, se extendía desde el pie del ventanal hasta donde alcanzaban sus ojos. Era un impresionante despliegue de verdes en todos los tonos posibles. Olga se sintió inundada de paz. Se dirigió al baño, donde dos albornoces blancos, con el nombre del hotel bordado en azul, los estaban esperando. Se puso el suyo, y salió con el de Alberto en la mano.

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