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Authors: Gemma Lienas

Anoche soñé contigo (35 page)

BOOK: Anoche soñé contigo
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—¡Perdida para la causa! —opinó Susana riendo, una tarde, después de intentar convencerla para que se lo tomara con calma.

—¿Con calma? ¿Y tú me lo dices, Susana? —inquirió Teresa, con voz teñida de reproche.

Desde luego, con su historial, más le valía callarse. Por lo menos, Teresa no cargaba con una criatura fruto de sus amores, como era el caso de Susana, cuya hija, África, tenía por aquel entonces dos o tres años. Cierto, admitió, para locuras, las suyas.

Tres años después de que Teresa conociera a Carlos, ambos seguían en el mismo estadio inicial; no habían avanzado ni un milímetro. Teresa continuaba loca por él. Él, loco por todas. Teresa sacó una plaza fija en el hospital y empezó a ganar regularmente un salario. Carlos seguía malviviendo de sus trabajos artísticos. Un año más tarde, Teresa le lanzó un ultimátum: o se iban a vivir juntos o se separaban para siempre. Carlos aceptó el órdago. ¿Por qué lo hizo? ¿De verdad la quería? Ciertamente, había gestos de Carlos que no permitían dudar de su cariño por ella. ¿O, tal vez, porque representaba la seguridad material? En efecto, durante los primeros años de vida en común, Teresa se hizo cargo de todos los gastos y él pudo dedicarse por completo a su carrera hasta hacerla despegar. ¿O, mejor aún y más probable, porque Teresa actuaba como una red de seguridad? Mientras Carlos era un trapecista de riesgo —¡hop, señora a la vista!, ¡hop, aventura con la recién aparecida!—, Teresa actuaba, pacientemente, dolorosamente, de protección. Luego él regresaba, contrito, con ceniza en la frente, proclamando su amor por ella. Y Teresa se daba por satisfecha con esas muestras de arrepentimiento que sabía insinceras o, cuando menos, fugaces. Sólo que la paciencia y el dolor de Teresa, con los años, se trocaron en resentimiento.

No, Teresa había tenido suerte en bastantes aspectos, excepto en el sentimental. Y, sin embargo, si le hubiesen preguntado por ese gesto agrio que al cabo de los años le doblaba la comisura de los labios hacia abajo, le marcaba unos surcos finos a ambos lados de la barbilla, le fruncía el entrecejo, ¿hubiera sido capaz de relacionarlo con la indignación, el dolor y la frustración que los años junto a Carlos le habían ocasionado? No. Hubiera dicho que su entrecejo fruncido era consecuencia de sus frecuentes jaquecas o que las comisuras caídas eran fruto de sus más esporádicas dispepsias. Tal vez nunca sería capaz de un análisis introspectivo que le permitiera comprobar que el dolor de cabeza probablemente era reflejo de su rabia. O sí lo sabía y, simplemente, disimulaba. Y tú, Monegal, ¿serías capaz de reconocer que sí la odias, que no le perdonas su intromisión en tu pareja? ¿Que si la vieras desaparecer sin dejar rastro, ahora mismo, no sentirías ningún dolor, sino mucho alivio? Olga apartó de un manotazo sus pensamientos y entró en su piso.

Después de colgar la chaqueta y dejar el bolso en su habitación, fue a comprobar si María había llegado ya. Efectivamente, encerrada en el estudio, trabajaba con disciplinada concentración. Trató de conseguir su colaboración para preparar la cena, pero resultó en vano. Bien estaba tener una hija tan trabajadora y, sin embargo, esa dedicación al estudio le resultaba a Olga... descompensada. Insuficiente para desarrollar una personalidad armoniosa. Imaginaba a María convertida en el futuro en una ejecutiva agresiva, sin vida de relación, sólo preocupada por el trabajo —quizás también por el dinero y el éxito—, y se le antojaba una monstruosa deformación. Claro que le gustaba tener una hija estudiosa, una hija preparada, con muchos conocimientos, pero no se conformaba. Quería que también fuera muy persona. Solidaria, compasiva, generosa, capaz de amor y de sacrificio... Y, de momento, ésas no eran las mejores cualidades de María. ¿Que quizás en el futuro, gracias a sus entrenados mecanismos mentales, resolvería complicadas ecuaciones brillantemente o emularía a Kaspárov jugando al ajedrez? ¿Y qué? También una máquina podía hacerlo... En fin, a lo mejor estaba equivocada y lo que ocurría era que siempre encontraba la forma de preocuparse. O era que los hijos nunca respondían a las expectativas de los padres, y eso resultaba inquietante. O, Monegal, admítelo, quizás estás aterrorizada de comprobar hasta qué punto María se te parece. María es, en efecto, una clónica tuya, que reproduce a la perfección tu sistema defensivo, tu envarado corsé.

Entró en la cocina y observó el panorama con desolación.

¿Por qué se habría complicado la vida de esa manera? Con lo fácil que hubiera sido pedirle ayuda a Olivia, incapaz de exquisiteces y, sin embargo, la reina de la tortilla de patatas. O, si quería ser más sofisticada, estar más a la altura de los fastos gastronómicos de Susana, haber encargado la cena en la charcutería.

Por lo menos había tenido la previsión de decirle a Olivia que dejara los tomates pelados.... Sí, efectivamente, los había guardado en la nevera.

Sacó la licuadora de uno de los armarios. La enchufó y la conectó. Uno a uno, fue introduciendo los tomates para reducirlos a puré. No entendía cómo, a Teresa y a Susana, cocinar les podía resultar no sólo un trabajo creativo sino también relajante. A ella la sacaba de quicio. Perder tiempo con esas bobadas cuando la vida no le alcanzaría para leer todos los libros que le apetecían... Ni siquiera una cocina-laboratorio como la de Susana, de superficies uniformemente blancas y cromadas, ni tampoco la de Teresa, una hermosa cocina de armarios de madera oscura, cristales y cromados, en cuyos interiores se emboscaban docenas de electrodómesticos, podían resolver las inevitables labores de pinche. En fin, comparada con las de sus amigas, la cocina de Olga era... ¡Una antigualla!, opinaban las otras dos. Bueno ¿y qué?, ¿acaso no funciona? Entonces, ¿para qué voy a cambiarla? Desde luego, vosotras vivís en la sociedad del despilfarro. Nos educan para que no estemos nunca conformes con lo que tenemos. Siempre hay que desear más y más y más... Bien está tener ambición, pero dentro de unos límites, ¿o no? Y, entonces, imitando a Susana, les recitaba: «El que no considera lo que tiene como la riqueza más grande es desdichado aunque sea dueño del mundo», Epicuro dixit. En definitiva, dejemos las uvas en la parra porque están verdes, ¿no es eso, Olga?, se reía Susana. Pues, efectivamente es muy sensato, sí, pero también bastante conservador, ¿no crees? Y añadía: un día te matará un exceso de sensatez.

Por fin tenía listo el dichoso puré. Lo guardaría en frío hasta el momento de servirlo. ¿Y ahora qué? ¿Preparaba las gambas —los tropezones del puré— o se dedicaba al segundo plato? Sin saber qué hacer, se levantó y se dirigió al especiero, colgado en la pared, junto a la cocina. Buscó la pimienta. Llevaba tanto tiempo sin cocinar que tal vez la mitad de las especias estuvieran estropeadas. La pimienta, afortunadamente, no; le quedaban tres meses de vida. ¡Suerte!, sólo habría faltado tener que ir hasta Cadena Dos a buscar un botecito nuevo. A ver cómo estaban las demás hierbas y especias...

¡Las ocho y cuarto! Había malgastado veinte minutos con las malditas especias, cuando todavía estaba la cena por hacer. Desde luego, casi no podía creer su falta de efectividad. Parecía un perro queriendo morderse la cola. ¿Por qué últimamente era incapaz de concentrarse en un objetivo y seguir el camino marcado hasta alcanzarlo? Si ésa había sido siempre una de sus mejores cualidades... ¿o no? No, Monegal, perdona, más que una de tus cualidades ha sido una de tus estrategias.

Salpimentó las gambitas y las salteó en una sartén con un chorrito de aceite. Luego las reservó en un plato. Cuando se hubieran enfriado, las metería en la nevera.

Bien, ahora sí, ¡a por el segundo! Antes de sentarse de nuevo en la mesa de los desayunos, cogió un paquete de Digesta. El envoltorio seguía allí, nuevecito, sin desgarros. Se había librado de las zarpas de Édgar. ¡Menuda neura le había dado últimamente desenfundando galletas y guardando envoltorios! Tenía que preguntarle por qué. Apenas había tomado nada al mediodía, y su estómago, vacío, gruñía. Empezó a comer galletas, al tiempo que abría el clasificador de plástico donde guardaba las recetas, limosnillas de Susana y Teresa, buenas conocedoras de su incapacidad culinaria...

Y siguió con las galletas y las recetas, comiendo y leyendo casi de manera automática.

Monegal, hija, ¿tú eres idiota? ¿Qué mosca te ha picado? Venga a mirar los recetarios como si no tuvieras nada mejor que hacer. Y, sin embargo, el jarrete por empezar... ¡Y las ocho y media ya!

Buscó la receta del jarrete de ternera gratinado. ¡Tenía que ocurrir precisamente en esa página! Una enorme e inoportuna salpicadura había corrido la tinta. Imposible leer los pasos a seguir; y ella, incapaz de recordarlos. La única solución sería localizar a Susana. Seguro que podría cantarle las instrucciones o, cuando menos, inventarlas de manera convincente y sabrosa.

Fue a la sala a buscar el teléfono inalámbrico.

—Sí —contestó a la primera señal.

—Susana, ¿te pillo en mal momento?

—No, me pillas en un taxi. Dime.

—Tengo un problema con el jarrete de ternera gratinado. ¿No recordarás la receta de memoria?

—Te la canto. En el fondo de una
cocotte
pones una de las dos cortezas de jamón... Por cierto, ¿las tienes? Porque si no te acordaste de comprarlas, ya puedes ir improvisando otro plato, aunque las improvisaciones no sean tu punto fuerte. A estas horas no encuentras ninguna charcutería donde te puedan vender una...

—Que sí, Susana. Claro que me acordé. Los ingredientes los tengo todos... Creo —terminó con una cierta vacilación que a la otra pareció no importarle.

—Bien. Pones la corteza, con la cara grasienta mirando al fondo de la
cocotte
. La cubres con las zanahorias y las cebollas cortadas finas.

Las verduras estaban preparadas. Olivia las había dejado en la nevera.

—¿Sigo?

—Sí, sigue.

—No parece que estés escuchando, francamente. Llevas un tiempo un poco ida, ¿sabes?

Claro que lo sabía, pero ignoraba que fuese evidente para los demás. O tal vez sólo lo había notado Susana la intuitiva.

—Encima colocas los filetes de jarrete. Salpimentas. Pones un
bouquet garni
...

¡Cielos! Esperaba no haberlo tirado al ordenar los botes de especias.

—Un momento. Voy a pagar el taxi.

Olga oyó, aunque apagada, la conversación sostenida con el taxista y, luego, el sonoro portazo de Susana la vital. Imaginó la expresión de odio en los ojos del taxista.

—Sigo: lo metes en la
cocotte
junto con un vasito de vino blanco seco y dos cucharadas de coñac. Lo tapas con la otra piel del jamón.

—Susana, hija, ¿dónde te has metido? Parece que estés en una caja. ¡Menuda resonancia!

—Estoy en un ascensor. Bien, tapas la
cocotte
y lo dejas cocer a fuego lento durante una hora y quince minutos. Luego, en una bandeja de ir al horno, colocas los trozos de jarrete, las zanahorias y la cebolla. Tiras las cortezas de jamón a la basura. No te desesperes. No aflora mi yo consumista y antiecológico: ¡ya no sirven para nada! Añades agua al caldito de cocción para desgrasarlo...

¡Ay! Ahora el timbre de la puerta. ¡¿Quién podía ser a esa hora, maldita fuera?! Olga salió al pasillo con el inalámbrico pegado a la oreja.

—... añades cien gramos de crema de leche en la que previamente habrás desleído una yema de huevo. Lo echas por encima del jarrete, lo cubres con queso rallado y...

Olga abrió la puerta.

—... y lo pones a gratinar.

—¡Susana! ¿Qué demonios estás haciendo en mi casa una hora antes de lo acordado?

—Perdona, cariño, una hora antes, no. Sólo tres cuartos de hora. Si no te importa, son las nueve menos cuarto...

¡Qué horror! Había perdido una hora en la cocina sin apenas avanzar en la preparación de la cena. ¿Dónde, dónde, pero dónde estaba su proverbial eficacia y sentido práctico?

—... y me he presentado antes de lo que habías dicho porque he intuido que necesitabas ayuda. No sé... Últimamente te noto a medio gas —dijo mientras entraba en la cocina, se ponía el delantal y empezaba a preparar el jarrete.

Durante unos minutos trabajaron en silencio. Cuando, por fin, introdujeron la bandeja en el horno y Olga hubo ajustado el minutero al tiempo de cocción, Susana se lanzó a hablar:

—¿Qué te ocurre, Olga? Estás desmejorada, ojerosa. Además, desde que volviste de la campaña por el Mediterráneo, ya con unos cuantos kilos menos, no has recuperado peso.

No se la darás, pero tiene razón. Y eso, Monegal, que andas todo el día comiendo galletas inmoderadamente. Si no, ¿cuánto habrías adelgazado ya?

—No me ocurre nada, Susana. No empieces a hacer cábalas.

—Pues, yo te veo extraña, como ausente, sin fuerzas, no sé... no pareces tú.

Olga la miró inexpresivamente. Tampoco vas a tener valor para decirle que sí a esa observación, ¿verdad, Monegal? Hacerlo significaría contarle qué te ocurre e incluso ponerte a reflexionar sobre lo que ni siquiera sabes qué es.

Susana suspiró:

—Entre tú y Teresa, no sé quién de las dos está peor. Quizás Teresa, porque incluso rehúye nuestra compañía. Además, tiene un aspecto patético. No sé si la has visto últimamente...

Olga hizo una señal con la cabeza.

—... la vi pocos días antes de nuestra cena frustrada y me pareció que estaba pasando un problema serio.

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