Read Antes de que los cuelguen Online
Authors: Joe Abercrombie
Logen tropezó con algo. Era la bota del tipo de los ojos castaños que había matado hacía apenas un minuto. Toma justicia. Se enderezó justo a tiempo de ver cómo el puño del gigante se estrellaba contra su boca. Aturdido, echando sangre por la boca, se bamboleó. Vio que el mazo se balanceaba hacia él y pegó un salto hacia atrás. Pero no lo bastante lejos. La punta del enorme madero le alcanzó en el muslo y casi le hizo perder el equilibrio. Se chocó contra una de las piedras, aulló de dolor, babeó, contrajo el rostro y al tratar de coger a tientas su espada a punto estuvo de clavársela. Nada más alzarla, cayó de espaldas mientras la maza arrancaba un buen trozo de la roca que tenía a sus espaldas.
Bramando como un toro, el gigante blandió la maza por encima de su cabeza. Un ademán bastante aterrador quizás, pero no demasiado inteligente. Logen se incorporó y le clavó la espada en las entrañas: la oscura hoja se hundió en su cuerpo casi hasta la empuñadura y le salió por la espalda. La maza se le soltó de las manos y cayó en la hierba con un golpe sordo, pero, en un último esfuerzo desesperado, el gigante se agachó, agarró a Logen de la camisa y lo alzó hasta pegárselo a la cara. Bramando y enseñando los dientes, empezó a levantar su carnoso puño.
Logen se sacó un puñal de la bota y le hundió la hoja en el cuello. Durante unos instantes, su enemigo pareció sorprendido; luego, la sangre comenzó a manar a borbotones de su boca y a chorrearle por la barbilla. Soltó la camisa de Logen, trastabilló hacia atrás, se dio lentamente la vuelta, chocó contra una de las piedras y cayó de bruces. Al parecer, el padre de Logen estaba en lo cierto. Nunca se tienen suficientes cuchillos.
Ferro oyó el ruido de la cuerda del arco al tensarse, pero para entonces ya era demasiado tarde. Sintió cómo la flecha le atravesaba el hombro por detrás y, al bajar la vista, vio la punta asomando por la parte de delante de su camisa. El brazo se le quedó insensible. Una oscura mancha de sangre comenzó a esparcirse por el sucio tejido. Bufando para sus adentros, se ocultó detrás de una de las piedras.
Por lo menos seguía teniendo la espada y un brazo en condiciones de usarla. Sintiendo en la espalda el rugoso tacto de la piedra, se deslizó pegada a la roca, aguzando el oído. Oyó las pisadas del arquero sobre la hierba, el tintineo de un acero al desenvainar. Por fin le vio: de espaldas a ella, mirando a diestro y siniestro.
Saltó sobre él con la espada, pero el arquero se dio la vuelta a tiempo y la paró con la hoja de la suya. Cayeron juntos sobre la hierba y rodaron hechos un ovillo. De pronto, el tipo se soltó de ella y se puso de pie aullando, revolviéndose, agarrándose su rostro ensangrentado con las manos. Mientras forcejeaban en el suelo, la flecha que sobresalía del hombro de Ferro le había atravesado un ojo.
Suerte para ella.
Ferro se levantó de un salto y rebanó un pie de su adversario con el sable gurko. El tipo soltó otro alarido, su pierna destrozada cedió y se derrumbó de costado. Cuando trató de incorporarse, la hoja curva le soltó por detrás un tajo que le cortó la mitad del pescuezo. Ferro se alejó del cuerpo correteando por la hierba: su brazo izquierdo, casi inservible, colgaba flácido a un lado, pero su puño derecho aferraba la empuñadura de la espada.
Buscaba más trabajo.
Finnius bailoteaba de un lado para otro con pies ligeros. En el brazo izquierdo llevaba un gran escudo cuadrado, en el otro, una espada corta y gruesa. Mientras se movía, siempre sonriente y con su larga melena ondeando al viento, la volteaba en su mano y el filo reflejaba la luz mortecina del sol.
Logen estaba tan cansado que apenas podía moverse; permanecía quieto, tratando de recobrar el aliento y con la espada del Creador colgando a un costado.
—¿Qué ha sido de vuestro hechicero? —inquirió sonriente Finnius—. Se acabaron los trucos, ¿eh?
—Se acabaron.
—Bueno, debo reconocer que nos habéis hecho dar bastantes vueltas, pero parece que al fin hemos llegado a alguna parte.
—¿Adónde? —Logen volvió la vista hacia el cuerpo del tipo de los ojos castaños, que estaba apoyado contra la piedra de al lado—. Si era esto lo que queríais, podríais haberos suicidado todos hace unos días y así me habríais ahorrado el trabajo.
Finnius frunció el ceño.
—Ahora vas a comprobar que yo no estoy hecho de la misma pasta que esos idiotas, norteño.
—Todos estamos hechos de la misma pasta. No necesito descuartizar un cuerpo más para averiguarlo —Logen estiró el cuello y alzó la espada del Creador—, Pero ya que estás tan empeñado en mostrarme de qué estás hecho, no te decepcionaré.
—¡Muy bien! —Finnius avanzó hacia delante—. ¡Si tienes tantas ganas de ver el infierno!
Adelantó el escudo y le embistió con una fuerza y una velocidad inusitadas, descargando una andanada de tajos y estocadas que obligaron a Logen a retroceder entre las piedras. Casi sin aliento, Logen trastabillaba hacia atrás, esforzándose inútilmente por encontrar un hueco en la defensa de su enemigo.
El escudo le dio un golpe en el pecho que le cortó la respiración y le lanzó hacia atrás. Trató de zafarse de la presión, pero se apoyó en su pierna herida y la espada corta de su contrincante salió disparada hacia delante y le acertó en un brazo. ¡Aargh!, aulló Logen, chocando contra una piedra y derramando un reguero de sangre sobre la hierba.
—¡Uno a mi favor! —dijo entre risas Finnius bailoteando de lado mientras barría el aire con la espada.
Respirando entrecortadamente, Logen observaba a su adversario. El escudo era muy grande y aquel hijo de puta sabía cómo usarlo. Le daba una gran ventaja. También era rápido, de eso no cabía duda. Más rápido que Logen ahora que tenía una pierna herida, un corte en el brazo y la cabeza espesa debido al puñetazo que había recibido en la boca. ¿Dónde se había metido el Sanguinario ahora que lo necesitaba? Escupió al suelo. Aquel combate lo iba a tener que ganar él solo.
Retrocedió poco a poco, agachándose y jadeando exageradamente, dejando que su brazo colgara como si estuviera inutilizado, dejando que la sangre goteara entre sus dedos inertes, pestañeando, haciendo muecas de dolor.
Siguió retrocediendo paso a paso hasta que dejó atrás las piedras y llegó a un terreno más despejado. Un terreno lo bastante despejado para poder soltar un buen mandoble. Finnius le seguía con el escudo adelantado.
—¿Esto es todo? —dijo acercándose a él con gesto sonriente—. ¿Empiezas a apagarte, eh? Mentiría si dijera que no estoy decepcionado, esperaba que...
Logen soltó un rugido y se abalanzó hacia delante blandiendo con ambas manos la espada del Creador. Finnius retrocedió precipitadamente, pero no consiguió alejarse lo bastante. La hoja gris de la espada arrancó un buen trozo de uno de los ángulos del escudo, lo atravesó limpiamente y, con un estrépito metálico, se estrelló contra el borde de una de las piedras, desperdigando por todas partes una lluvia de esquirlas. El impacto estuvo a punto de hacerle perder la espada y le arrojó desmadejado a un lado.
Finnius soltó un gemido. Un reguero de sangre manaba de un corte que tenía en el hombro, un corte que había traspasado el peto de cuero y había alcanzando la carne. La punta de la espada debía de haberle dado un tajo en su trayectoria. No lo bastante profundo para matarle, por desgracia, pero sí lo suficiente para dejarle bastante claras las cosas.
Ahora le tocó a Logen sonreír.
—¿Esto es todo?
Se embistieron a la vez. Las hojas de las dos espadas se entrechocaron, pero el pulso de Logen era más firme. La espada de su enemigo emitió una especie de gorjeo al escapársele de las manos y salir volando colina abajo. Finnius soltó un grito ahogado y echó mano al cinto para sacar una daga, pero antes de que tuviera tiempo de hacerlo, Logen, rugiendo y gruñendo, se abalanzó sobre él y lanzó contra el escudo una andanada de golpes brutales que le arrancaron varios trozos de madera, sembraron el aire de astillas y obligaron a Finnius a retroceder con paso tambaleante. Un último tajo golpeó de pleno el escudo y el impacto desequilibró a su adversario, que tropezó con la esquina de una piedra que asomaba entre la hierba y cayó de espaldas. Los dientes de Logen rechinaron mientras descargaba sobre él la espada del Creador.
La hoja le atravesó limpiamente la espinillera y le rebanó el pie por encima del tobillo, regando de sangre la hierba que había a su alrededor. Finnius se arrastró hacia atrás, trató de incorporarse, soltó un alarido al descargar su peso sobre el muñón del pie y, entre toses y quejidos, volvió a caer de espaldas.
—¡Mi pie! —gimió.
—Olvídate de él —gruñó Logen apartando el miembro inerte de una patada y dando un paso adelante.
—¡Espera! —borboteó Finnius mientras se arrastraba hacia una de las piedras enhiestas empujándose con la otra pierna y dejando tras de sí un reguero de sangre.
—¿A qué?
—¡Espera un momento! —dando botes sobre el único pie que le quedaba, se incorporó agarrándose a la roca y se encogió—. ¡Espera! —volvió a gritar.
La espada de Logen entró por el borde interno del escudo, rasgó las correas que lo ataban al brazo inerte de su enemigo y lo lanzó botando colina abajo sobre su borde mellado. Finnius exhaló un gemido desesperado, sacó su cuchillo y se apoyó en su pierna buena para disponerse al ataque. Logen le abrió el pecho de un tajo. La sangre manó a chorros y se extendió por su peto. Finnius desorbitó los ojos, abrió mucho la boca, pero lo único que salió de ella fue un leve resuello. Los dedos dejaron escapar la daga, que cayó a la hierba sin hacer ruido. Finnius resbaló de costado y cayó de bruces al suelo.
De vuelta al barro.
Logen se quedó quieto, parpadeando y tratando de recobrar el aliento. El corte del brazo empezaba a arderle, la pierna le dolía y tenía la respiración entrecortada.
—Sigo vivo —musitó—. Sigo vivo —y cerró un instante los ojos—. Mierda —resolló. Los otros. Comenzó a ascender hacia la cumbre renqueando por la ladera.
La flecha que tenía clavada en el hombro le impedía ir deprisa. Tenía la camisa empapada de sangre y comenzaba a sentir sed, a entumecerse, a quedarse sin fuerzas. Un hombre salió de detrás de una de las piedras y, antes de que Ferro tuviera tiempo de advertirlo, se le echó encima.
Ya no había espacio para usar la espada, así que la soltó. Trató de sacar su cuchillo pero el hombre la agarró de la muñeca, y era fuerte. Luego la arrojó de espaldas contra una de las piedras y Ferro se dio un golpe en la cabeza que la dejó aturdida unos instantes. Veía un músculo palpitando bajo el ojo del hombre, los poros negros de su nariz, los tendones hinchados de su cuello.
Se retorció y forcejeó, pero el hombre era demasiado pesado. Gruñó, le escupió, pero ni siquiera Ferro disponía de unas fuerzas inagotables. Los brazos le temblaban, los codos se le estaban doblando. La mano del tipo dio con su cuello y se cerró sobre él. Masculló algo entre dientes y empezó a apretar y apretar. Ferro ya no podía respirar y las fuerzas le estaban abandonando.
De pronto, sus ojos entrecerrados vieron una mano que rodeaba por detrás la cara del hombre. Una manaza pálida, con tres dedos y embadurnada de sangre seca. La seguía un enorme antebrazo pálido, y, por el lado contrario, otro, que doblaba con fuerza la cabeza de su agresor. El tipo forcejeó, trató de zafarse, pero no había escapatoria. Los gruesos tendones del brazo se flexionaban bajo la piel y los dedos pálidos se clavaban en la cara mientras tiraban más y más de la cabeza, echándola hacia atrás de lado. Ferro quedó libre y se dejó caer jadeando sobre la piedra. El hombre arañaba inútilmente los brazos que le tenían aferrado. De pronto, su cabeza giró de forma inexorable y el tipo emitió un largo y extraño silbido. Después sonó un crujido.
Los brazos soltaron al hombre, que se desplomó hecho un guiñapo con la cabeza colgando suelta a un lado. Detrás estaba Nuevededos: sangre seca en la cara, sangre en las manos, sangre empapando sus ropas desgarradas; el rostro, lívido y palpitante, surcado de vetas de mugre y sudor.
—¿Estás bien?
—Como tú —graznó Ferro—. ¿Queda alguno?
Nuevededos apoyó una mano en la piedra, se inclinó hacia delante y escupió un esputo sanguinolento a la hierba.
—No lo sé. Un par de ellos tal vez.
Ferro entrecerró los ojos y oteó la cima de la colina.
—¿Ahí arriba?
—Puede ser.
Ferro se agachó, recogió su sable y comenzó a cojear colina arriba apoyándose en él como si fuera una muleta. Al poco, oyó a Nuevededos avanzando pesadamente detrás de ella.
Hacía varios minutos que Jezal oía esporádicamente gritos, aullidos y el resonante entrechocar de metales. Ruidos vagos y lejanos que llegaban a sus oídos filtrados por el rugir del viento que barría la cima de la colina. No tenía ni idea de lo que estaba pasando más allá del círculo de piedras que se alzaba en lo alto de la colina, y tampoco estaba seguro de querer saberlo. Andaba de un lado para otro, abriendo y cerrando las manos, mientras Quai permanecía sentado en el carro mirando a Bayaz en silencio y con una calma enervante.
Fue entonces cuando lo vio. Por encima del borde de la colina, entre dos piedras altas, asomaba la cabeza de un hombre. Luego aparecieron los hombros, después el pecho. No muy lejos surgió otro. Dos hombres. Dos asesinos avanzando ladera arriba, hacia él.
Uno de los tipos tenía ojos cerdunos y una mandíbula cuadrada. El otro era más delgado y tenía una enmarañada mata de pelo rubio. Avanzaron con cautela hasta alcanzar la cima y al llegar al círculo de piedras se detuvieron y examinaron a Jezal, a Quai y el carro sin dar muestras de tener prisa alguna.
Jezal jamás se había enfrentado a dos hombres a la vez. Ni había luchado nunca en un combate a muerte, pero procuraba no pensar en ello. En realidad aquello no era más que un asalto de esgrima. Nada nuevo. Tragó saliva y desenfundó sus aceros. Al oír el característico tintineo del metal y sentir el peso familiar de los aceros en sus manos, se sintió un poco más tranquilo. Los dos hombres le observaban fijamente y Jezal les sostuvo la mirada mientras trataba de recordar lo que le había dicho Nuevededos.
Aparentar debilidad. Eso, al menos, no le suponía ningún problema. No tenía ninguna duda de que su cara de miedo sería muy convincente. Poco más podía hacer si no quería darse media vuelta y salir corriendo. Retrocedió poco a poco hacia el carro, humedeciéndose los labios con un nerviosismo que no tenía nada de fingido.