Antes de que los cuelguen (38 page)

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Authors: Joe Abercrombie

BOOK: Antes de que los cuelguen
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Nunca hay que tomarse a un enemigo a la ligera. Se fijó en los dos tipos. Dos hombres fornidos y muy bien equipados. Ambos iban provistos de corazas de cuero rígido y escudos cuadrados. Uno blandía una espada corta, el otro un hacha de hoja gruesa. Dos armas de aspecto letal a las que parecía haberse dado mucho uso. Tampoco le iba a suponer ningún esfuerzo no tomárselos a la ligera. Se desplegaron, rodeándole cada uno por un lado, y él los miró avanzar.

Cuando llegue la hora de actuar, hay que golpear sin echar la vista atrás. El de la izquierda venía ya hacia él. Le vio enseñarle los dientes, le vio erguirse, le vio echar torpemente el brazo hacia atrás. Resultaba de una sencillez escandalosa dar un paso a un lado y dejar que el golpe se estrellara contra la hierba. De forma instintiva, lanzó una estocada con el acero corto y lo hundió hasta la empuñadura en el costado de su contrincante, entre el peto y el espaldar, justo por debajo de la última costilla. Aún no había extraído del todo el acero cuando ya se estaba agachando para esquivar el hacha del otro tipo, a la vez que lanzaba un tajo a la altura del cuello con su acero largo. Se separó de ambos bailoteando y luego se dio la vuelta, con los aceros listos, esperando oír la voz del árbitro.

El hombre al que había ensartado dio un par de pasos tambaleantes mientras resollaba y se agarraba el costado. El otro se bamboleaba con los ojos cerdunos desorbitados y una mano aferrada al cuello. Un flujo de sangre comenzó a manar del tajo del cuello y se le coló entre los dedos. Cayeron casi a la vez, de bruces, el uno junto al otro.

Jezal contempló con gesto ceñudo la sangre que teñía su acero largo. Luego, con idéntico gesto, echó un vistazo a los dos hombres a los que había convertido en cadáveres. Había matado a dos hombres casi sin darse cuenta. Debería sentirse culpable, pero en realidad se sentía aturdido. No. Se sentía orgulloso. Se sentía eufórico. Alzó la vista y miró a Quai, que le observaba con expresión tranquila desde la parte de atrás del carro.

—Lo he conseguido —murmuró. El aprendiz asintió moviendo lentamente la cabeza—. ¡Lo he conseguido! —gritó agitando su acero corto tinto en sangre.

De pronto, Quai torció el gesto y abrió desmesuradamente los ojos.

—¡Detrás! —gritó pegando un bote en su asiento. Jezal se volvió con los aceros alzados y vio por el rabillo del ojo una forma que se movía.

Sintió un impacto brutal y un millar de estrellas le estallaron en la cabeza.

Luego todo quedó a oscuras.

Los frutos de la audacia

Los Hombres del Norte formaban en lo alto de la colina una fina hilera de siluetas oscuras recortadas sobre un cielo blanquecino. Aún era temprano y el sol no era más que un borrón desvaído que asomaba entre las densas nubes. Unos cuantos neveros semiderretidos se esparcían, gélidos y sucios, por las oquedades de las laderas y una persistente neblina se aferraba al lecho del valle.

West contempló la hilera de siluetas negras y torció el gesto. Le daba mala espina. Eran demasiados para ser una partida de exploradores o una simple avanzadilla y demasiado pocos para plantear algún tipo de reto. Pero ahí estaban, parados en lo alto de la colina, observando con parsimonia el torpe e interminable despliegue del ejército de Ladisla en el valle que se abría a sus pies.

El Estado Mayor del Príncipe, junto con un pequeño destacamento de su guardia personal, había establecido su puesto de mando en una loma herbosa que se alzaba frente a la colina de los norteños. A primera hora de la mañana, cuando la localizaron los exploradores, el lugar era un terreno seco que, a pesar de hallarse en una posición más baja que la del enemigo, proporcionaba una vista panorámica del valle. Desde entonces, el paso de miles de botas y el machaque continuo de las pezuñas de los caballos y las traqueteantes ruedas de los carros habían convertido la tierra húmeda en un barrizal oscuro y pegajoso. Tanto West como los hombres que había a su alrededor tenían las botas embadurnadas de barro y los uniformes llenos de salpicaduras. De hecho, hasta en los blancos inmaculados del Príncipe Ladisla se apreciaba alguna que otra mancha.

Doscientas zancadas más adelante, en un terreno más bajo, se encontraba el núcleo central de la línea de combate de la Unión. Su columna vertebral la componían cuatro batallones de infantería de la Guardia Real, cada uno de los cuales formaba un ordenado bloque de brillantes tejidos rojos y metal mate que, contemplado desde la distancia, parecía haber sido dispuesto con un cartabón gigante. Delante de ellos formaban unas pocas líneas delgadas de ballesteros, ataviados con jubones de cuero y cascos planos, y detrás se encontraba la caballería, cuyos jinetes, enfundados en sus armaduras, pero todavía desmontados, producían una extraña sensación de torpeza. Los deslavazados batallones de las levas, con su abigarrado equipo, se desplegaban en los flancos, acompañados de sus oficiales, que trataban de conseguir que cerraran filas y se alinearan profiriendo bramidos y agitando los brazos como si fueran perros pastores ladrando a un díscolo rebaño de ovejas.

En total debía de haber unos diez mil hombres. Todos ellos, bien lo sabía West, contemplaban la delgada línea de norteños con la misma combinación de miedo y emoción, de curiosidad y de furia que sentía él ahora que se había establecido el primer contacto visual con el enemigo.

Vistos a través de su catalejo no parecían demasiado temibles. Unos hombres de cabellos enmarañados vestidos con harapientos retales de pieles y cuero que aferraban unas armas de aspecto primitivo. Una apariencia que seguramente se ajustaba a la perfección a la imagen que se habían formado los miembros menos imaginativos del Estado Mayor del Príncipe. Costaba trabajo pensar que formaran parte del mismo ejército que le había descrito Tresárboles, y eso a West le daba muy mala espina. No había forma de saber qué había al otro lado de aquella colina, como tampoco había ninguna razón para la presencia allí de aquellos hombres, a menos que su misión fuera distraerlos o incitarlos a lanzar un ataque. Sin embargo, no todo el mundo compartía sus dudas.

—¡Se burlan de nosotros! —exclamó Smund mirando por su catalejo—. ¡Habría que darles a probar las lanzas de la Unión!

¡Bastaría una briosa carga para desalojar a esa escoria y tomar la colina! —por su forma de hablar se diría que la toma de la colina, un lugar que de no ser por la presencia de los Hombres del Norte carecería de cualquier valor estratégico, tendría como consecuencia la rauda y victoriosa conclusión de la campaña.

West no pudo hacer otra cosa que apretar los dientes y negar con la cabeza, como ya había hecho cientos de veces aquel mismo día.

—Están en una posición ventajosa —le explicó procurando hablar lenta y pacientemente—. No es un terreno adecuado para una carga. Y, por lo que sabemos, el grueso del ejército de Bethod debe de estar al otro lado de ese promontorio.

—No parecen más que unos simples exploradores —masculló Ladisla.

—Las apariencias engañan, Alteza, y esa colina carece de valor. El tiempo corre a nuestro favor. El Mariscal Burr ya estará de camino para acudir en nuestro socorro, mientras que Bethod no puede esperar refuerzos. De momento no hay ninguna razón para presentar batalla.

Smund resopló con desdén.

—¡No habría ninguna razón si no fuera porque estamos en guerra y tenemos delante de nosotros al enemigo pisando el solar patrio! ¿No se está quejando siempre de la baja moral de los hombres, coronel? —añadió señalando bruscamente la colina con un dedo—. ¿Qué puede ser más perjudicial para su ánimo que permanecer ociosos frente al enemigo?

—¡Sufrir una derrota aplastante de forma totalmente gratuita! —tronó West.

Fue una desdichada coincidencia que un norteño aprovechara ese momento para soltar una flecha hacia el valle. Una minúscula astilla negra, proveniente de un arco pequeño, se alzó en el cielo. A pesar de contar con la ventaja de la altura, la saeta cayó sin apenas fuerza en terreno despejado, a más de cien zancadas de las primeras líneas del ejército. Un gesto del todo gratuito, pero que tuvo una repercusión inmediata en el ánimo del Príncipe.

Se levantó de su silla plegable pegando un bote.

—¡Malditos sean! ¡Se están burlando de nosotros! —aulló—. ¡Dé las órdenes! —añadió agitando el puño mientras daba vueltas de un lado para otro—. ¡Ordene que la caballería cargue de inmediato!

—Alteza, le ruego que reconsidere...

—¡Maldita sea, West! ¿Es que siempre tiene que contradecirme? —el heredero del trono arrojó su sombrero al suelo embarrado—. ¿Acaso cree que su amigo el coronel Glokta habría vacilado teniendo al enemigo ahí delante?

West tragó saliva.

—El coronel Glokta fue capturado por los gurkos y su gesto provocó la muerte de todos los hombres que tenía a su mando —acto seguido, se inclinó lentamente, recogió el sombrero y se lo tendió respetuosamente al Príncipe mientras se preguntaba si no habría precipitado el final de su carrera militar.

Con los dientes rechinándole y soltando resoplidos por la nariz, Ladisla le arrancó a West el sombrero de la mano.

—¡La decisión está tomada! ¡La responsabilidad del mando es mía y sólo mía! —acto seguido, se volvió hacia el valle—. ¡Toque de carga!

De pronto West sintió un cansancio infinito. Las piernas apenas le sostenían mientras el brioso clamor de la corneta rasgaba la gélida atmósfera, los jinetes montaban a toda prisa, se abrían paso entre las filas de la infantería y descendían al trote por la suave pendiente. Al alcanzar el lecho del valle, sus siluetas, envueltas en un mar de niebla, rompieron a galopar y el trueno de los cascos de los caballos resonó en el valle. Unas cuantas flechas desperdigadas cayeron sobre ellos y rebotaron contra sus gruesas armaduras sin detener su avance. Al llegar a la pendiente opuesta, comenzaron a perder ímpetu y sus líneas se rompieron mientras trataban de abrirse paso entre los matojos y los accidentes del terreno. Sin embargo, la visión de aquella masa de acero y carne de caballo hizo mella en los norteños de arriba. La línea irregular que formaban comenzó a oscilar y finalmente se quebró. Se dieron la vuelta y emprendieron la huida. Algunos de ellos incluso llegaron a desprenderse de sus armas antes de desaparecer de la cresta de la colina.

—¡Ésa es la receta del éxito! —aulló Lord Smund—. ¡Acabad con ellos, maldita sea! ¡Barredlos!

—¡Acabad con ellos! —se carcajeó el Príncipe Ladisla arrancándose de nuevo el sombrero y agitándolo en el aire. Por encima del retumbar de las pezuñas, se alzaron en el valle algunos hurras aislados entre las filas de las levas.

—¡Acabad con ellos! —murmuró West apretando los puños—. Por lo que más queráis.

Los jinetes coronaron la colina y poco a poco se fueron perdiendo de vista. El valle quedó sumido en el silencio. Un silencio prolongado, extraño, inesperado. Unos cuantos cuervos trazaban círculos en el cielo lanzando ásperos graznidos. West habría dado cualquier cosa por poder gozar de su visión del campo de batalla. La tensión resultaba casi insoportable. Se puso a andar de un lado para otro a grandes zancadas mientras los minutos iban transcurriendo interminables sin que la caballería diera señales de vida.

—Se lo están tomando con calma, ¿eh?

Pike había aparecido a su lado, y pegado a él estaba su hija. West hizo una mueca de dolor y desvió la vista. Seguía costándole un gran esfuerzo mirar mucho tiempo seguido aquel rostro abrasado, sobre todo cuando se presentaba de improviso.

—¿Qué hacen ustedes dos aquí?

El presidiario se encogió de hombros.

—Los herreros tenemos trabajo de sobra antes de las batallas. Y más aún después. Pero durante la batalla hay poco que hacer —al sonreír, la carne quemada de uno de los lados de su cara se arrugó como si fuera cuero—. Me pareció que no sería mala idea acercarme a ver en acción a las armas de la Unión. Además, ¿qué lugar podría ser más seguro que el puesto de mando del Príncipe?

—No se preocupe por nosotros —masculló Cathil esbozando una sonrisa—, procuraremos no estorbarle.

West arrugó el entrecejo. Si era una broma alusiva al hecho de que él estuviera siempre en medio, le había pillado en mal momento. La caballería seguía sin dar señales de vida.

—¿Dónde demonios se han metido? —exclamó Smund.

El Príncipe dejó de morderse las uñas por un instante.

—Deles tiempo, Lord Smund, deles tiempo.

—¿A qué espera esa dichosa niebla para despejarse? —susurró West. Los rayos del sol ya habían traspasado las nubes, pero, a pesar de eso, la niebla parecía cada vez más densa y empezaba a trepar lentamente por el valle hacia la posición de los arqueros—. Esa maldita niebla nos puede jugar una mala pasada.

—¡Ahí están! —aulló con voz aguda de la emoción un miembro del Estado Mayor del Príncipe mientras señalaba la cresta de la colina manteniendo rígido un dedo.

Sin aliento, West alzó el catalejo y se apresuró a recorrer con la mirada la línea verde. Por encima de la cresta, enhiestas y regulares, comenzaban a aparecer grandes puntas de lanza. Sintió un alivio inmenso. Pocas veces se había alegrado tanto de estar equivocado.

—¡Son ellos! —aulló Smund sonriendo de oreja a oreja—. ¡Han vuelto! ¿Qué le dije? ¡Han...! —por debajo de las puntas de las lanzas aparecieron cascos y luego hombros enfundados en cotas de malla. West sintió que el alivio se iba desvaneciendo poco a poco y que una sensación de espanto comenzaba a subirle por la garganta. Un escuadrón perfectamente organizado de hombres provistos de armadura y de unos escudos redondos decorados con imágenes de caras, animales, árboles y cientos de otros motivos, todos distintos. A ambos lados de la cresta, aparecieron más jinetes. Más figuras con cotas de malla.

Los Caris de Bethod.

Se detuvieron nada más superar el punto más alto de la colina. Unos cuantos hombres salieron de las ordenadas filas de jinetes y se arrodillaron en la hierba baja.

Ladisla bajó el catalejo.

—¿No serán...?

—Ballestas —musitó West.

Durante un instante permanecieron en silencio, pero, de pronto, a oídos de West llegó la furiosa vibración de sus cuerdas. La primera descarga alzó el vuelo casi con delicadeza: una nube gris de saetas que surcaban el cielo y parecían maniobrar como una bandada de aves perfectamente entrenadas. Las saetas comenzaron a descender en picado hacia las filas de la Unión. Cayeron entre los batallones de la Guardia Real y repicaron al impactar contra sus pesados escudos y sus gruesas armaduras. Se oyeron unos cuantos gritos aislados y aparecieron algunos huecos en las filas.

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