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Authors: Francisco Martín Moreno

Tags: #Histórico

Arrebatos Carnales (3 page)

BOOK: Arrebatos Carnales
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¿Con quién se sentía Maximiliano un auténtico rey, el emperador de Austria y de todas las Europas y de todos los continentes? ¿Con quién se sentía el amo del mundo? No lo pienses mucho, amable lector: conmigo, sólo conmigo, con Carlos Bombelles. Maximiliano y yo recordamos entre carcajadas las maldiciones lanzadas por Carlota con el rostro trabado, descompuesto, cuando nos hicimos a la mar sin considerar que se trataba de su luna de miel, el momento que una mujer espera durante una buena parte de su vida... ¿Su qué...? ¿Su luna de miel...? ¡Qué va...! ¡Nuestra luna de miel! En mi memoria sólo hay espacio para volver a vivir las caricias que intercambiamos Maxi y yo, los besos interminables cuando despertábamos fundidos en un abrazo, entrepiernados, sudorosos, hechizados por el lenguaje de nuestros cuerpos en el interior de nuestro camarote. ¡Cuánto admiraba y disfrutaba el rostro sereno de este singular Habsburgo, de escaso parecido napoleónico, cuando dormía apaciblemente durante la travesía! Éramos el uno para el otro. El contacto de su barba con mi rostro lampiño me enloquecía. ¡Claro que los integrantes de la tripulación nos miraban sorprendidos; eso sí, con la debida discreción! Nada nos importaba salvo entregarnos todos los días de navegación trasatlántica a los placeres de la piel, a intercambiar saliva, a estrecharnos hasta la asfixia, a contemplarnos extasiados, a ácariciarnos el cabello el uno al otro, a adorarnos hasta el límite máximo de nuestra imaginación recurriendo a diversos objetos o posiciones que o nos reportaban mucho más allá del placer esperado, o bien nos hacían estallar en carcajadas, las mismas de aquellos tiempos cuando nos besamos por primera vez en los elegantes salones eternamente vestidos de etiqueta en el Palacio de Schonbrunn...

A partir de 1861, toda vez que el clero mexicano y sus huestes habían sido derrotados en la guerra de Reforma, Napoleón III propuso la candidatura de Maximiliano para hacerse cargo del gobierno mexicano, cuando mi Maxi llevaba escasamente cuatro años de casado y contaba con tan sólo veintinueve años de edad. Apenas había sido expulsado de Milán donde se desempeñaba nada menos que como virrey de Lombardía: una revolución nacionalista —de la que no fue ajeno el propio Napoleón III, quien la apoyó en secretolo obligó a abdicar para ir a buscar refugio en el castillo de Miramar, recién construido con el dinero de la dote pagada por el rey de Bélgica. Tiempo después comenzarían las visitas oficiales de los grupos conservadores y clericales interesados en la instalación del Segundo Imperio, tan pronto el ejército francés aplastó finalmente al mexicano, integrado por muertos de hambre, soldados liberales fatigados, exhaustos, escépticos, a raíz de la conclusión de la devastadora guerra de Reforma. Asistí al desfile de las máximas autoridades eclesiásticas mexicanas en Miramar como la del arzobispo Pelagio Antonio Labastida y Dávalos, quien posteriormente se haría cargo de la regencia del imperio, o sea de la jefatura del Estado mexicano, en espera del arribo de Maximiliano, además del cura Francisco Xavier Miranda y Morfi, quien de hecho había sido, según lo supe después, el verdadero presidente de la República, el auténtico poder detrás del trono, durante el breve gobierno de Félix Zuloaga, este último una triste marioneta al servicio de los intereses de la Iglesia mexicana.

La delegación de traidores mexicanos —¿es excesivo el término?, entonces, ¿cómo se llama o se califica a quien vende o entrega su país a extranjeros por la razón que sea...?— que acosó a las cortes de Francia y de Austria, además de las nutridas comisiones de sacerdotes, curas y obispos que viajaban a Europa para convencer e imponer a Maximiliano, estaba integrada fundamentalmente por José María Gutiérrez Estrada, Juan Nepomuceno Almonte, hijo natural de José María Morelos y Pavón, y José Manuel Hidalgo Esnaurrízar, el ministro en París de Maximiliano, entre otros tantos más. Yo los recibí en Miramar, hablé con ellos, me percaté de su sorprendente capacidad de convencimiento, así como de su escasa calidad moral. Después de tanta insistencia para que fuéramos a México, después de haberlos escuchado mentir y engañar de la manera más artera alegando que todo México exigía la presencia de Maximiliano como jefe del Estado, ¿sabes cuántos de ellos se jugaron el pellejo viajando con el emperador a su propia patria en lugar de buscarse cómodas posiciones diplomáticas en Europa dotadas con buenos emolumentos sin correr riesgo alguno? ¿Sabes cuántos de ellos asistieron a las exequias fúnebres del tristemente célebre emperador de México cuando lo enterramos definitivamente en la tierra que lo vio nacer? ¿Sabes cuántos de ellos mostraron algún agradecimiento hacia el esfuerzo realizado por Maximiliano desde que tuvo que renunciar a sus títulos nobiliarios para irse a jugar la vida a México? Insisto: quien traiciona a su patria está roto por dentro y quien está roto por dentro no puede tener sentimientos de ninguna índole... Por eso mi Maxi escribió, y dejó por ahí escondido en el Castillo de Chapultepec, un librito al que tituló
Los
traidores pintados por ellos mismos,
donde describe y desnuda a esos seres deplorables. Algún día la posteridad deberá honrar estas líneas históricas cargadas de verdades en relación con el comportamiento de los conservadores clericales, los malditos
cangrejos
de todos los tiempos...

Después de las visitas, de los innumerables escritos, cartas, pliegos, certificados espurios, de las promesas y garantías políticas vertidas por los ensotanados y los conservadores, mejor conocidos como
cangrejos
en el argot político mexicano, porque caminan para atrás, vinieron las presiones de Napoleón III y, por si fuera poco, las de los Habsburgo, en particular las de Francisco José, su hermano mayor, ungido emperador a los dieciocho años, en 1848, y las de Sofía, su madre, ambos interesados en deshacerse de Maximiliano con cualquier pretexto para apartarlo de la línea sucesoria y privarlo de la menor posibilidad de acceso al trono del imperio austriaco en su carácter de primer heredero. Por si lo anterior fuera poco, Carlota, ávida de poder y poseída del deseo de llegar a ser reina y exhibir sus talentos, fortalezas y capacidades como gobernante, guiada por una ambición ciega, insistió aún más que Napoleón III, que Eugenia, su esposa, que Francisco José y Sofía, y que nosotros mismos, Schertzenlechner, el valet de cámara, y yo, para que Maximiliano aceptara la corona mexicana, sin que nosotros, al menos, hubiéramos oído hablar siquiera de México.

Cuando el matrimonio entre Maxi y Carlota era relativamente tierno, la pareja recibió un segundo golpe demoledor del que nunca pudo recuperarse. Se estrellaron abruptamente contra un muro. Ella abortó a su primer hijo en condiciones desastrosas. El futuro heredero de la casa Habsburgo y de la belga fue tirado a los basureros reales envuelto en paños ensangrentados. El epitafio grabado sobre la fría lápida sin nombre, sin lugar ni fecha, dice así:

Yace aquí quien no pecó

ni jamás pudo pecar

le llamó a Jesús muriendo

y no se pudo salvar.

¡Claro que Maximiliano podía engendrar un hijo: nada de que las paperas sufridas en sus años de niño, convertidas en orquitis, lo habían dejado estéril ni que fuera impotente de nacimiento o que hubiera contraído sífilis en uno de sus viajes o en sus orgías! ¡Falso! Embustes y más embustes... Más tarde te contaré detalles de su paternidad. Todo lo demás fueron inventos de sus enemigos, la mayor parte de su propia familia sanguínea, la austriaca, y del clero mexicano, resentido porque no derogó las leyes juaristas ni accedió incondicionalmente a sus peticiones políticas, que le hubieran permitido recuperar los bienes y privilegios perdidos durante la guerra de Reforma, el verdadero objetivo que se había propuesto la Iglesia católica al invitar a Maximiliano a venir a gobernar México apoyado por el ejército francés, en aquellos años uno de los más poderosos del mundo.

«Tengo miedo, padre de mi alma —escribía Carlota—, porque, como sabes, he descubierto desde hace tiempo en mi marido una falta de iniciativa que me espanta. Maximiliano tiene más de burgués que de príncipe, y ello puede ahora labrar nuestra desdicha.»

¿Resultado? Maximiliano, viéndose acosado por políticos nacionales y extranjeros, por su propia familia, por su esposa, amigos y colaboradores, y siendo un hombre irresoluto, frágil, sin mayores apetitos políticos, decidió acceder al trono mexicano, siempre y cuando Napoleón III le extendiera toda clase de seguridades militares y se le demostrara que el pueblo de México deseaba su presencia al frente del gobierno y del Segundo Imperio...

¡Claro que se le extendieron las debidas garantías, todas ellas falsificadas como las mexicanas o las francesas, cobardemente urdidas por el clero mexicano y por Napoleón III! El trono se le ofreció formalmente a Maximiliano en octubre de 1863. Lo aceptó después de desahogar a medias sus dudas y suspicacias. Viajó a México en abril de 1864 a bordo del Novara. ¿Cómo se atrevieron los ensotanados y los alevosos conservadores a jurarle a Maximiliano que el pueblo mexicano lo esperaba de rodillas, y todavía le presentaron documentos apócrifos en los que se asentaba una realidad inexistente? ¡Qué engaño! ¿Y el emperador francés no prometió dejar sus tropas en territorio mexicano a sabiendas de que bien podría verse en la obligación de retirarlas al concluir la guerra de Secesión en Estados Unidos, entre otras amenazas previsibles? Trampas, trampas y trampas, mentiras, mentiras y más mentiras... ¡Pobre Maxi, tan débil, tan solo y tan confundido...!

Al despedirse de la emperatriz Eugenia, ésta le dijo al oído a Carlota, a la hora del té, en el palacio de Versalles: «No tardará México en poseer un régimen sabio y paternal que os dé todas las garantías imaginables... Vais a ser muy dichosos porque el emperador os dará cuanto necesitéis... Ya veréis cómo a la llegada de Maximiliano todo se pacifica... No perdáis de vista que Brasil tiene su propio emperador pariente de vuestro marido y las cosas marchan de maravilla. No será el único imperio en América», agregó a sabiendas de que el día anterior se había entrevistado con el embajador plenipotenciario de Norteamérica en Francia y éste le había hecho saber con la debida precisión, guardando escrupulosamente las distancias:

—Madame
—se dirigió el embajador plenipotenciario a la emperatriz de los franceses—: el norte vencerá. Francia tendrá que abandonar su proyecto y esto terminará mal para el austriaco.

María Eugenia repuso muy excitada:

—Y yo le aseguro que si México no estuviera tan lejos y mi hijo no fuese aún un niño, desearía que se pusiese él mismo a la cabeza del ejército francés para escribir con la espada una de las más hermosas páginas de la historia del siglo.

Flemáticamente, el norteamericano cortó el diálogo:
—Madame,
dé gracias a Dios que México esté tan lejos y que su hijo sea todavía un niño...

«Tened la seguridad —escribirá poco después Napoleón III— de que en la realización del cometido que con tanto ánimo tomáis a vuestro cargo, nunca os faltará mi más entusiasta apoyo.» Y claro que le falló: Napoleón III también nos traicionó...

La abuela de Carlota, visionaria y aguda, muy agitada por los proyectos aventureros de sus nietos, gritó al verlos entrar al castillo de Claremont, en Inglaterra: «¡Oh!, pero ¿qué vais a hacer? ¿Es que no sabéis que los mejicanos son unas criaturas horribles, con semblantes patibularios, que saquean los palacios reales?... ¡Os matarán, os matarán a los dos!»

Los emperadores recibieron, tiempo después, la comunión eucarística de manos de Su Santidad en la Capilla Sixtina:

«He aquí —dijo Pío IX a los soberanos al entregarles la Sagrada Forma— el Cordero de Dios que borra los pecados del mundo. Por Él reinan y gobiernan los reyes... Grandes son los derechos de los pueblos, siendo por lo mismo necesario satisfacerlos, y sagrados son los derechos de la Iglesia, esposa inmaculada de Jesucristo... Respetaréis, pues, los derechos de la Iglesia; lo cual quiere decir que trabajaréis por la dicha temporal y por la dicha espiritual de aquellos pueblos. —Maximiliano manifestó su resolución de reparar los daños hechos a la Iglesia por Juárez y sus amigos.»

El rey Leopoldo, al abrazar a Carlota momentos antes de despedirla en la estación de trenes, le prometió al oído: «Mientras viva tu padre, ha de poner en juego toda su influencia como decano de los reyes de Europa, para que podáis cumplir dignamente vuestro destino. Yo obligaré a ese Bonaparte a mantener su palabra.»

Maximiliano se anima. Brasil, es cierto, también tiene un emperador de origen extranjero. «No estará mal aceptar México y correr el imperio hasta Sudamérica. Tras de México vendrá Colombia y Venezuela; Guatemala se nos adherirá y no tardaremos en saber que otras repúblicas del sur piden también ingresar a la Federación de Estados que se formarán bajo la égida de Carlos V que va a procurar que las cosas de los viejos dominios de sus antepasados vuelvan a su cauce ... Me financiaré —agrega— con las minas de diamantes de Guerrero, las de oro de Sonora, las de plata de Guanajuato y Zacateca s y los yacimientos de carbón de Coahuila.»

Cuando Maximiliano aborda la fragata
Novara
en dirección al puerto de Veracruz, lleva una estocada en el bajo vientre que le atraviesa el cuerpo con un orificio de salida por la espalda a la altura del riñón derecho. Sangra abundantemente por dentro. La herida es mortal, jamás se recuperará ni sanará por completo: su medio hermano, Francisco José, conocedor tal vez del secreto de su madre, lo consideró siempre un enemigo afrancesado, una amenaza para el imperio austriaco, un traidor en potencia, un peligroso napoleoncito al que se le debe someter y excluir de cualquier derecho o privilegio real. El propio emperador empuñará el estoque y se lo encajará a su hermano de frente, viéndolo a la cara:

—Maximiliano, si te conviertes en el emperador mexicano, 'deberás renunciar a tus títulos austriacos, a tus derechos sucesorios, en fin, al trono austrohúngaro. Escoge: aquí mando yo y mientras yo viva no serás nunca nadie entre nosotros. Ser jefe de gobierno en México, dirigir los destinos de un país que se encuentra al otro lado del mundo, totalmente ajeno a nosotros, es incompatible con tu calidad de heredero. Ve a América para ser alguien, pero abandona cualquier privilegio o posición en Austria... Debes decidir entre la nada aquÍ o ser alguien allá ...

—¿Por qué se quiere dejar ya ahora, en principio, a mis herederos, que todavía no han nacido y que, por lo demás, tengo pocas esperanzas de tener, sin los derechos de sus antepasados?

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