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Authors: Francisco Martín Moreno

Tags: #Histórico

Arrebatos Carnales (4 page)

BOOK: Arrebatos Carnales
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Al final el archiduque decidió aceptar la corona ofrecida por los mexicanos y renunciar a sus derechos a la sucesión del trono austriaco. La hemorragia era intensa. La suave brisa del Atlántico en aquellos meses primaverales de 1864 le ayudaría a olvidar la ríspida discusión con su hermano mayor, un egoísta, ventajoso, quien finalmente alcanzaba un viejo objetivo: deshacerse de Maximiliano. Francisco José esperaba que desapareciera en ese momento y para siempre. Se cumplieron al pie de la letra sus deseos...

Si bien la llegada a Veracruz a bordo de la
Novara
fue decepcionante al no encontrar el despliegue de una muchedumbre entusiasmada y delirante en las calles ni distinguir mantas alusivas para agradecer su arribo, ni arcos florales ni marimbas ni los encendidos discursos prometidos ni oradores ni cantantes ni bandas de música ni salvas de honor disparadas por la marina mexicana, además de diversos bailarines de la Huasteca y del puerto que les extendieran una estruendosa bienvenida, el arribo a la capital de la República les permitió disfrutar la recepción idealizada, la soñada, tal corno la habían imaginado cuando todavía se encontraban en Miramar y discutían las ventajas e imponían las condiciones para aceptar el trono mexicano. Por las calles escuchaban porras, alaridos, cantos, estallidos de cuetones, así como poemas recitados desde las ventanas de las residencias, mientras las mujeres arrojaban flores desde los balcones repletos de curiosos. La gente, en general, gritaba encendidos vivas al emperador austriaco, en tanto flanqueaba su paso por las calles de la ciudad entre chiflidos de los pelados, aplausos y diversas manifestaciones de júbilo popular. La ciudad estalló en una alegría efímera y artificial impuesta por la Iglesia.

Nunca olvidaré los comentarios saturados de desprecio cuando Carlota contempló por primera vez la fachada del Palacio Nacional, un edificio deprimente, según ella, de escasa inspiración arquitectónica si se le comparaba con el Palacio de Schónbrunn o con el de Chambord en Francia a orillas del río Loira. Parece, en el mejor de los casos, una cárcel, adujo la emperatriz, sin saber que, en efecto, los planes correspondían a una prisión peruana, pero que debido a un error el proyecto de reclusorio se convirtió en el Palacio Nacional mexicano. En otro orden de ideas, la emperatriz no disimuló su asombro cuando constató cómo sus ahora gobernados comían «moscos, hormigas, saltamontes, gusanos y chinches de agua», así como despertaron su curiosidad otras costumbres mexicanas. Bien pronto «bebió agua en una cáscara de calabaza, se bañó a jicarazos, se talló la piel con un estropajo, sopeó los frijoles con tortillas cortadas a la mitad, se aficionó por el picante y se enamoró de los bizcochos humedecidos en el chocolate caliente». Se mexicanizó rápidamente al extremo de pedir posada, disfrutar intensamente la celebración decembrina del nacimiento del Niño Dios, romper la piñata, compartir la colación y beber ponche «bien caliente» confeccionado con caña de azúcar, tejocotes y aguardiente.

Por supuesto que el clero se apresuró a obsequiar a Maximiliano y a Carlota con un espléndido Tedéum, una ostentosa misa de gracias concluida con los cánticos del
Domine Salvum Fac lmperatorem,
similar a aquélla igualmente fastuosa con la que la Iglesia católica honró, según fui informado posteriormente, a las tropas del ejército norteamericano una vez ocupadas militarmente las diversas plazas del país en 1847.

Rescaté en mis archivos esta joyita de discurso pronunciado por el arzobispo Pelagio Antonio Labastida y Dávalos el día del cumpleaños de Carlota, en la ciudad de México. Estoy convencido de que cualquier mexicano que lea este breve texto podrá comprobar una vez más la ausencia de todo sentimiento nacionalista entre la jerarquía católica de ese país: «Señores, no olvidemos que a la magnánima y generosa Francia, que nos ha cubierto con su glorioso pabellón, debemos el haber alcanzado la dicha de constituir un gobierno nacional conforme a la voluntad de la mayoría y apropiado a las circunstancias de nuestra patria... »

Patrañas y más patrañas; embustes y más embustes: si hubiera sido cierto lo afirmado por la alta jerarquía católica, Maximiliano no hubiera perecido fusilado en un mugroso paredón en Querétaro.

¿Cuál gobierno nacional conforme a la voluntad de la mayoría...? Que no se me olvidara, me hicieron saber, que la Iglesia había excomulgado a todos aquellos mexicanos que habían defendido a su patria al atacar a los soldados yanquis invasores de 1846 a 1848, así como a quienes habían dado la vida y combatido a las tropas francesas en 1862, cuando el general Ignacio Zaragoza había logrado que las armas nacionales se cubrieran de gloria...

Después de los honores rendidos a su elevada investidura imperial y una vez cumplidos los requisitos impuestos por el protocolo para obsequiar al emperador una recepción en las condiciones que su cargo ameritaba, se le sirvió un elegante banquete, cuyo menú me es muy grato presentar, no sin antes aclarar que la entrada de los emperadores costó al país entre muebles, convivios, obras y arcos, versos, etcétera, $336,473.06

MENÚ DEL 1er BAILE DEL IMPERIO:

«EL ESCUDO IMPERIAL»

—Comida del día 19 de julio de 1864—

Sopa de querellas

Pechugas de aves

Filetes de lenguados a la holandesa

Filetes a la italiana

Cartuja de codornices a la bagration

Costillas de cerdos con espárragos

Timbal a la moderna

Estómagos de aves a la perigueux

Pastel de codorniz a la buenavista

Espárragos con salsa

Alcachofas a la portuguesa

Pavos trufados

Filete a la inglesa

Ensalada

Budín de Berlín, pasteles de perones, crema

de vainilla y chocolate, conservas de todas frutas, queso

y mantequilla, helado de durazno, fruta y postres.

COCINEROS:

J. Bouleret, A. Huot, L. Mosseboeu, J. Incontrera, M. Mandl.

Las invitaciones convocaban a la concurrencia en punto de las diez de la noche. Sin embargo, la mayor parte de los convidados, siendo obviamente mexicanos, quisieron dar a los europeos de la corte imperial muestras de refinada distinción, por lo que en lugar de presentarse a la hora indicada, lo hicieron a las once, un poco antes, un poco después, por lo que se quedaron sorprendidos, es más, pasmados al ver cerradas las puertas del palacio... Se les negó la entrada... por orden del Gran Chambelán. Se les explicó, con finas y corteses palabras, con mucha ceremonia, que después de que sus majestades los emperadores entraban en los salones, no podía hacerlo nadie, absolutamente nadie; que ésa era la etiqueta de todas las cortes... Los liberales tuvieron por mucho tiempo de qué reírse.

Tan pronto llegó Maximiliano al Castillo de Chapultepec y guardó escrupulosamente su corona en el interior de una vitrina, se dispuso a enfrentar el caos que de nueva cuenta asolaba a México, ahora por la imposición de un imperio encabezado por él y que sólo podría sostenerse por medio de las armas extranjeras, a las que tendría que oponerse, otra vez, el dolorido pueblo de México. Maximiliano quiso convertirse en el mejor mexicano, eso sí, sin confiar en los mexicanos. Despachó a Miramón a Berlín; a Márquez a Estambul, además de encarcelar a otros tantos conservadores acusados de conspiración. El padre Miranda, alma de todas las confabulaciones reaccionarias de los últimos años, incluida la creación del imperio, afortunadamente había muerto días antes de la llegada de Maximiliano. El mexicanísimo Maximiliano se quedó solo, rodeado únicamente de franceses, en su gran mayoría intrigantes profesionales que bien hubieran podido crear, a manera de ejemplo, un auténtico ejército mexicano bien capacitado para apoyar al emperador en el entendido de que la presencia de la armada napoleónica en México no podría ser de ninguna manera eterna. Si los militares franceses hubieran confiado en sus contrapartes mexicanas, el objetivo se habría cumplido, Maximiliano hubiera gozado de la debida fuerza militar, de protección y seguridad, sólo que no creían en los talentos y habilidades de los hombres de piel oscura, pelo negro, intenso, abundante, baja estatura, hablar ininteligible, comida indigerible, religión inaceptable y costumbres irrepetibles. ¡Claro que Napoleón III no iba a poder apoyar indefinidamente a Maximiliano con sus tropas, mismas que, además, tenían que ser pagadas con cargo al erario público mexicano, según los acuerdos suscritos con el emperador de los franceses! ¡Claro que Maximiliano sabía que las arcas públicas de la nación estaban secas, erosionadas, como por otro lado habían estado siempre, y que obviamente no podría cumplir con su compromiso de financiar los costos de la estancia en México del ejército francés!; y sin embargo, como un ignorante de las cuestiones castrenses y rodeado de generales y oficiales desconocidos, no se integró la armada doméstica debidamente adiestrada, que hubiera podido defender el imperio mexicano en el evento de que los franceses tuvieran que abandonar el territorio nacional por la razón que fuera.

Maximiliano observó cómo se producía una enorme grieta en el edificio que soportaba su gobierno cuando a finales de 1864 se presentó en México monseñor Meglia, representante del Papa para firmar un concordato con el joven Segundo Imperio Mexicano. Meglia venía a derogar las Leyes de Reforma, a restablecer el culto católico bajo el régimen de religión única, a volver a instalar las órdenes monásticas, a permitir al clero participar en materia de educación pública y, sobre todo y por todo, el punto más importante y destacado, el de regresar a la Iglesia todos los bienes expropiados durante la gestión juarista, decisión histórica que había constituido el éxito político más sonado del liberalismo mexicano del siglo XIX y que, por lo mismo, había elevado la figura de Juárez a la del verdadero Padre de la Patria. Maximiliano incumplió su palabra empeñada ante el Sumo Pontífice, el Papa Pío Nono, porque en buena parte a través de Carlota se negó a aceptar las peticiones provenientes de Roma y que justificaban, según la alta jerarquía católica mexicana, la presencia de Maximiliano al frente del imperio.

Nunca dejó de sorprenderse ante la presión sufrida por las fuerzas conservadoras para que se reviviera con Estados Unidos el tratado McLane-Ocampo que tanto habían criticado los proclericales, acusando a Juárez de vende patrias, cuando ellos pretendían ir mucho más allá de la propuesta del así llamado Benemérito de las Américas.

«Creo en las leyes juaristas», me dijo en alguna ocasión mi Maxi, mientras yo lo abrazaba por la espalda estando ambos desnudos, en tanto él observaba el jardín a través de una ventana abierta y admirábamos cómo crecían las flores después de la temporada de lluvias en nuestro Trianón, en Acapatzingo. «¿Sabes Carlos que aquí, en Cuernavaca, puedo escuchar cómo crecen las plantas cuando deja de llover...?»

El clero católico mexicano se sintió traicionado, clamó justicia divina en todos los altares, exigió explicaciones y hasta llegó a demandar la inmediata deposición del emperador por no haberse ajustado a lo pactado en Roma, cuando el Papa extendió su venia ante el gobierno de Napoleón In, de modo que el archiduque pudiera venir a gobernar a México.

Las Leyes de Reforma no se revocarán.

¿Otra guerra civil?

Lo que sea, las leyes juaristas son justas y mantendrán su vigencia.

Es una traición para la Iglesia que lo invitó a venir a gobernar México. Si se logró convencer a Napoleón III para que mandara su ejército a México, toda una proeza diplomática de corte clerical, fue porque se esperaba un apoyo incondicional del archiduque austriaco. Negarse a derogar dichas leyes diabólicas constituye una felonía que habrá de lavarse con sangre.

Que se lave entonces con sangre...

Maximiliano veía con alarma el desarrollo de la guerra civil en Estados Unidos, sin duda otro frente abierto en su contra. Llegó a saber cómo Napoleón III había acordado con Washington el retiro de sus tropas, oferta condicionada a que fuera reconocido su gobierno imperial. Las intrigas palaciegas en Chapultepec crecieron, las dificultades políticas complicaron aún más el escenario, los intereses creados paralizaron los acuerdos a falta de un líder sagaz, intrépido, audaz, un gran negociador que conociera la naturaleza humana. La carencia de recursos y la imposibilidad de concretar pactos hicieron gradualmente inhabitable el Castillo de Chapultepec y obligaron a Maximiliano a derramar la vista por la magnífica provincia mexicana, la que se dispuso a descubrir y visitar nombrando nada menos que regente del imperio a la emperatriz Carlota, para el caso de sus ausencias breves o indefinidas. Carlota empezó a tomar en sus manos la jefatura del Estado sin contar con el apoyo de su marido, a quien ya no se encontraba atrás del regio escritorio imperial, ni mucho menos en la cama, que ambos no compartían hacía años...

El emperador empezó a quedarse entonces quince días en México y otros tantos en Cuernavaca, en donde nos deleitábamos pasando las noches abrazados, desnudos, sin estar cubiertos por sábana alguna y con las ventanas abiertas para disfrutar el cálido clima mexicano, los suaves aromas del campo y sus jardines inolvidables, debidos sobre todo a los perfumes despedidos por esas plantas mágicas, desconocidas en Europa y tan apreciadas en México, las Huele de Noche. Al amanecer nos preparaban enormes rebanadas de papaya roja servidas con un limón muy ácido y jugoso, algo nunca visto, además de mangos petacones o de Manila, los auténticos reyes del trópico, además de chicozapotes, granadas, mandarinas, sandías, melones, duraznos, chabacanos, plátanos y dominicos, frutas que nos obsequiaba este hermoso país de tantos contrastes. Injusto sería si no subrayara yo los detalles con los que Concepción, Concepción Sedano, la hija del encargado de los jardines Borda, alegraba nuestra mesa al cubrirla de las más diversas flores, entre las que colocaba exquisitos platillos que sólo pudimos apreciar en toda su extensión cuando aprendimos a comer picante y se exacerbaron nuestros sentidos surgiendo una personalidad desconocida entre nosotros. A los mexicanos, gente tan brava y recia, se les identifica por la comida. Ellos no pueden ser diferentes a sus enchiladas, a sus tacos con chile habanero, a su mole poblano, a sus tamales de cerdo endiablados: ¿pueden ser acaso tan tranquilos como un austriaco amante de la contemplación de las últimas estribaciones de los Alpes y que consume leche, quesos y carne insípida o condimentada con hongos de toda clase?

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