Miss Debenham dejó a un lado su libro. Observaba a Poirot. Cuando éste se las pidió, le entregó sus llaves. Luego, al ver que él mismo bajaba su maleta y la abría inmediatamente, preguntó:
—¿Por qué aleja usted así a mi compañera, monsieur Poirot?
—¿Yo, señorita? Pues para que cuide a la señora norteamericana.
—Un excelente pretexto…, pero pretexto al fin y al cabo.
—No la comprendo, señorita.
—Creo que me comprende usted demasiado bien. Quería usted que me quedase sola, ¿no es eso?
—Está usted poniendo palabras en mi boca, señorita.
—¿Y también ideas en su cabeza? No lo creo. Las ideas están ya ahí. ¿No es cierto?
—Señorita, tenemos un proverbio que dice…
—
Qui s’excuse, s’acuse
; ¿es eso lo que iba usted a decir? Debe atribuirme alguna dosis de observación y sentido común. Por alguna razón que desconozco se ha empeñado usted en que sé algo de este sórdido asunto…, el asesinato de un hombre a quien nunca conocí.
—Se imagina usted cosas, señorita.
—No me imagino nada, monsieur Poirot. Pero estamos malgastando el tiempo por no decir la verdad…, por andarnos por las ramas en vez de ir directamente al asunto.
—Y a usted no le gusta malgastar el tiempo. Es usted partidaria del método directo.
Eh bien
, la complaceré a usted. Vamos por el método directo. Empezaré por preguntarle el significado de ciertas palabras que sorprendí en el trayecto desde Siria. En la estación de Konya bajé del tren para hacer eso que los ingleses llaman «estirar las piernas». En el silencio de la noche llegaron hasta mí su voz y la del coronel, señorita. Usted le decía:
Ahora, no. Ahora, no. Cuando todo haya terminado. Cuando todo quede atrás
.
—¿Cree usted que me refería al… asesinato? —dijo la joven tranquilamente.
—Soy yo quien pregunta, señorita.
Ella suspiró y quedó pensativa unos momentos. Luego añadió como si despertase de su abstracción:
—Esas palabras tienen su significado, señor, pero no puedo decírselo. Sólo puedo darle mi solemne palabra de honor que nunca puse los ojos en ese Ratchett hasta que lo vi en este tren.
—¿Se niega usted entonces a explicar esas palabras?
—Sí…, si quiere usted interpretarlo de este modo. Me niego. Se referían a algo… a algo que había emprendido…
—¿A algo que está ahora terminado?
—¿Qué quiere usted decir?
—¿No es cierto que está terminado?
—¿Qué le hace suponerlo?
—Escuche, señorita. Voy a recordarle otro incidente. Este tren sufrió un retraso el día en que debía llegar a Estambul. Estaba usted muy preocupada, señorita. ¡Usted, tan tranquila, tan dueña de sus nervios…! En aquel momento perdió la calma.
—No quería perder mi conexión.
—Eso dijo usted. Pero el
Orient Express
sale de Estambul todos los días de la semana. Aunque hubiese perdido la conexión, ello sólo habría significado un retraso de veinticuatro horas.
Miss Debenham dio muestras por primera vez de cierto nerviosismo.
—¿No se da usted cuenta de que uno puede tener amigos en Londres esperando su llegada, y que el retraso de un día trastorna planes y origina multitud de molestias?
—¿Es éste su caso? ¿Hay amigos esperando su llegada? ¿No quiere usted causarles molestias?
—Naturalmente.
—Y, sin embargo…, es curioso…
—¿Qué es curioso?
—En este tren… ha vuelto a producirse un retraso. Y esta vez más serio, puesto que no hay posibilidad de enviar un telegrama a sus amigos ni llamarles por teléfono.
Mary Debenham sonrió ligeramente a pesar de sí misma.
—Sí, como usted dice, es extremadamente fastidioso no poder cursar una palabra ni por telégrafo ni por teléfono.
—Y, sin embargo, señorita, esta vez su humor es completamente diferente. No revela usted impaciencia. Está usted tranquila y filosófica.
Mary Debenham enrojeció ligeramente y se mordió el labio. Ya no se sentía inclinada a sonreír.
—¿No contesta usted, señorita?
—Lo siento. No sabía que hubiese nada que contestar.
—La explicación de su cambio de actitud, señorita.
—¿No cree usted, monsieur Poirot, que da usted demasiada importancia a lo que no la tiene?
Poirot extendió las manos en gesto de disculpa.
—Es quizás una falta peculiar de los detectives. Nosotros queremos que la conducta sea siempre consecuente. No consentimos los cambios de humor.
Mary Debenham no contestó.
—¿Conoce usted bien al coronel Arbuthnot, señorita?
La joven pareció reanimarse con el cambio de tema.
—Le vi por primera vez en este viaje.
—¿Tiene usted alguna razón para sospechar que él conocía a Ratchett?
—Estoy completamente segura de que no.
—¿Por qué está usted tan segura?
—Por su manera de expresarse.
—Y, sin embargo, señorita, encontramos un limpiapipas en el suelo de la cabina del muerto. Y el coronel es el único viajero del tren que fuma en pipa.
Poirot observaba a la joven atentamente, pero ella no reveló ni sorpresa ni emoción.
—Tonterías —se limitó a decir—. Es absurdo. El coronel Arbuthnot es la última persona de quien podría sospecharse de haber intervenido en un crimen… especialmente en un crimen tan teatral como éste.
Estaba aquello tan conforme con la opinión de Poirot que estuvo a punto de manifestárselo así. Pero en lugar de eso dijo:
—Debo recordarle que no le conoce usted muy bien, mademoiselle.
Ella se encogió de hombros.
—Conozco al tipo lo suficiente.
—¿Sigue usted negándose a decirme el significado de aquellas palabras: «
Cuando termine todo
»? —preguntó Poirot acentuando su amabilidad.
—No tengo más que decir —contestó ella fríamente.
—No importa —repuso él—. Yo lo descubriré.
Se inclinó y abandonó la cabina, cerrando la puerta al salir.
—¿Ha sido eso prudente, amigo mío? —preguntó monsieur Bouc—. La ha puesto usted en guardia… y por ella también al coronel.
—
Mon ami
, si quiere usted coger a un conejo, meta un hurón en la madriguera, y si el conejo está allí, saldrá corriendo. Esto es lo que he hecho.
Entraron en el compartimento de Hildegarde Schmidt.
La mujer les esperaba en pie, con rostro respetuoso, pero inexpresivo.
Poirot lanzó una rápida mirada al maletín colocado sobre el asiento. Luego hizo una seña al empleado para que bajase la maleta de la rejilla.
—¿Las llaves? —preguntó.
—No está cerrada, señor.
Poirot hizo saltar los broches y levantó la tapa.
—¡Ah! —exclamó, volviéndose a monsieur Bouc—. ¿Recuerda lo que le dije? ¡Mire aquí un momento!
En la maleta había un uniforme de empleado de coche cama apresuradamente doblado.
La estolidez de la alemana sufrió un repentino cambio.
—¡Oh! —exclamó—. Eso no es mío. Yo no lo puse ahí. No he mirado esa maleta desde que salimos de Estambul. Créanme que es cierto.
Paseaba la mirada de unos a otros, suplicante.
Poirot la cogió con mucha suavidad por el brazo y la tranquilizó.
—No, no, todo está bien. La creemos. No se ponga nerviosa. Estoy tan seguro de que usted no escondió ahí ese uniforme como de que es usted una buena cocinera. ¿Verdad que es usted una buena cocinera?
La mujer sonrió, a pesar de su espanto.
—Ciertamente, todas mis señoras lo han dicho así. Yo…
Se calló, con la boca abierta, otra vez asustada.
—No, no —dijo Poirot—. Le aseguro que todo está bien. Voy a decirle cómo sucedió esto. Aquel hombre, el hombre que vio con el uniforme de los coches cama, sale del compartimento del muerto y tropieza impensadamente con usted. Esto es para él una mala suerte. Esperaba que nadie le viera. ¿Qué hace entonces? Tiene que deshacerse de su uniforme. Ya no es para él una salvaguardia, sino más bien un peligro.
La mirada de Poirot se trasladó a monsieur Bouc y al doctor Constantine, que le escuchaban atentamente.
—Cae la nieve, como ustedes ven. La nieve que trastorna todos sus planes. ¿Dónde ocultar esas ropas? Todas las cabinas están ocupadas. Pasa por delante de una, cuya puerta está abierta, y que muestra estar vacía. Debe de ser la que pertenece a la mujer con quien acaba de tropezar. Se introduce en la cabina, se quita el uniforme y lo mete apresuradamente en la maleta que está en la rejilla. De este modo puede pasar algún tiempo hasta que lo descubran.
—¿Y luego? —preguntó monsieur Bouc, anhelante.
—Eso es lo que tenemos que averiguar —contestó Poirot, dirigiéndole una mirada significativa.
Examinó la chaqueta del uniforme. Le faltaba un botón, el tercero. Metió la mano en el bolsillo y sacó una llave maestra como la que utilizan los encargados para abrir los compartimentos.
—Aquí está la explicación de cómo nuestro hombre pudo pasar por las puertas cerradas —dijo monsieur Bouc—. Sus preguntas a mistress Hubbard fueron innecesarias. Cerrada o no, el hombre pudo franquear fácilmente la puerta de comunicación. Después de todo, si se tiene un uniforme de coche cama, ¿por qué no una llave?
—¿Por qué no, ciertamente? —repitió Poirot.
—Debimos figurárnoslo desde un principio. Recordará usted que Michel dijo que la puerta del compartimento de mistress Hubbard que da al pasillo estaba cerrada cuando él acudió a contestar a la llamada de la señora. «Así es, señor —nos dijo el encargado—. Por eso creí que la señora había soñado».
—Pero ahora se explica todo —continuó monsieur Bouc—. Indudablemente el criminal se propuso cerrar también la puerta de comunicación, pero oyó algún movimiento en la cama y se asustó.
—Ahora sólo tenemos que buscar el quimono escarlata —dijo Poirot.
—Cierto. Pero los dos compartimentos que faltan están ocupados por hombres.
—Los registraremos así y todo.
—¡Oh, seguramente! Y recuerdo lo que pronosticó usted.
Héctor MacQueen accedió amablemente al registro.
—Ya me extrañaba a mí que no viniesen —dijo con melancólica sonrisa—. Decididamente soy el viajero más sospechoso del tren. No tienen ustedes más que encontrar un testamento en que el viejo me deje todo su dinero y se aclarará el asunto.
Monsieur Bouc le lanzó una mirada de desconfianza.
—Perdonen la broma —añadió apresuradamente MacQueen—. El viejo no me dejó un céntimo. Yo sólo le era útil por mis conocimientos de idiomas y demás. Quien no sepa hablar más que un buen inglés no está en condiciones de andar por el mundo. Yo no soy lingüista, pero sé ir de compras y entenderme con la gente de los hoteles en francés, italiano y alemán.
Su voz era un poco más premiosa que de ordinario. Era como si se sintiese ligeramente intranquilo por el registro, a pesar de su voluntad.
Poirot levantó la cabeza.
—Nada —dijo—. ¡Ni siquiera un legado comprometedor!
MacQueen suspiró.
—Bien; me he quitado una carga de encima —dijo humorísticamente.
Se trasladaron al compartimento inmediato. El examen de los equipajes del corpulento italiano y del criado no dio resultado alguno.
Los tres hombres se reunieron al final del coche, mirándose unos a otros.
—¿Qué hacemos ahora? —preguntó monsieur Bouc.
—Volveremos al coche comedor —dijo Poirot—. Sabemos ya todo lo que podemos saber. Tenemos la declaración de los viajeros, el testimonio de sus equipajes, de nuestros ojos. No podemos esperar otra ayuda. Tenemos que utilizar ahora nuestros cerebros.
Se palpó los bolsillos buscando su pitillera. Estaba vacía.
—Volveré dentro de un momento —dijo—. Necesitaré los cigarrillos. Tenemos entre manos un asunto difícil y curioso. ¿Quién llevaba aquel quimono escarlata? ¿Dónde está ahora? Quisiera saberlo. Hay algo en este caso…, algún factor…, que se me escapa. Es difícil porque lo han hecho difícil.
Se alejó apresuradamente por el pasillo hacia su compartimento. Sabía que tenía provisión de cigarrillos en uno de sus maletines.
Lo bajó de la rejilla y lo abrió, soltando las aldabillas. Quedó perplejo.
Cuidadosamente doblado, en la parte superior, había un quimono escarlata con dragones
.
—Me lo esperaba —murmuró—. Es un desafío. Lo acepto.
M
ONSIEUR Bouc hablaba con el doctor Constantine cuando Poirot entró en el coche comedor. Monsieur Bouc parecía decepcionado.
—
Le voilà
—dijo al ver a Poirot, y añadió mientras se sentaba su amigo—. ¡Si resuelve usted este caso,
mon cher
, creeré en los milagros!
—¿Tanto le preocupa a usted?
—Naturalmente que me preocupa. Y lo peor es que no le encuentro pies ni cabeza.
El doctor miró a Poirot con interés.
—Si he de ser franco —dijo—, no comprendo lo que puede usted hacer ahora.
—¿No? —dijo Poirot, pensativo.
Sacó su pitillera y encendió uno de sus delgados cigarrillos. Su mirada parecía vagar soñadora por el espacio.
—El interés que tiene este caso para mí —añadió— reside en que se aparta de todos los procedimientos normales. ¿Han dicho la verdad o han mentido las personas a quienes hemos interrogado? No tenemos medio de averiguarlo… excepto los que podamos discernir nosotros mismos. Es un gran ejercicio cerebral el que tenemos que realizar.
—Todo eso está muy bien —repuso monsieur Bouc—. Pero, ¿qué ha adelantado usted hasta ahora?
—Ya se lo dije. Tenemos las declaraciones de los viajeros y el testimonio de nuestros ojos.
—¡Bonitas declaraciones las de los viajeros! No nos han dicho nada…
Poirot movió la cabeza. Sonrió, optimista, como siempre.
—No estoy de acuerdo con usted, amigo mío. Las declaraciones de los viajeros nos proporcionaron varios puntos de interés.
—¿De veras? —dijo escépticamente monsieur Bouc—. Yo no me enteré.
—Eso es porque no escuchó usted.
—Bien, dígame lo que me pasó inadvertido.
—Le pondré un solo ejemplo: la primera declaración que escuchamos… la del joven MacQueen. Éste pronunció, a mi parecer, una frase muy significativa.
—¿Sobre las cartas?
—No sobre las cartas. Si no recuerdo mal, estas palabras fueron: «
Viajábamos mucho. Míster Ratchett quería ver el mundo. Tropezaba con la dificultad de no conocer idiomas. Yo actuaba más como intérprete que como secretario
».