—Estas dos cerillas —dijo— son de diferente forma. Una es más plana que la otra. ¿Comprende?
—Son de la clase que venden en el tren —contestó el doctor.
Poirot palpó los bolsillos del traje de Ratchett y sacó de uno de ellos una caja de cerillas, que comparó cuidadosamente con las otras.
—La más redonda fue encendida por míster Ratchett —observó—. Veamos si tiene también de la otra clase.
Pero un nuevo registro de ropas no reveló la existencia de más cerillas.
Los ojos de Poirot asaetearon sin cesar el reducido compartimento. Tenían el brillo y la vivacidad de los ojos de las aves. Daban la sensación de que nada podía escapar a su examen.
De pronto, se inclinó y recogió algo del suelo. Era un pequeño cuadrado de batista muy fina. En una esquina tenía bordada la inicial H.
—Un pañuelo de mujer —dijo el doctor—. Nuestro amigo el jefe de tren tenía razón. Hay una mujer complicada en este asunto.
—¡Y para que no haya duda, se deja el pañuelo! —replicó Poirot—. Exactamente como ocurre en los libros y en las películas. Además, para facilitarnos la tarea, está marcado con una inicial.
—¡Qué suerte hemos tenido! —exclamó el doctor.
—¿Verdad que sí? —dijo Poirot con ironía.
Su tono sorprendió al doctor, pero antes de que pudiera pedir alguna explicación, Poirot volvió a agacharse para recoger otra cosa del suelo.
Esta vez mostró en la palma de la mano… un limpiapipas.
—¿Será, quizá, propiedad de míster Ratchett? —sugirió el doctor.
—No encontré pipa alguna en su bolsillo, ni siquiera rastros de tabaco.
—Entonces es un indicio.
—¡Oh, sin duda! ¡Y qué oportunamente lo dejó caer el criminal! ¡Observe usted que ahora el rastro es masculino! No podemos quejarnos de no tener pistas en este caso. Las hay en abundancia y de toda clase. A propósito, ¿qué ha hecho usted del arma?
—No encontré arma alguna. Debió llevársela el asesino.
—Me gustaría saber por qué —murmuró Poirot.
El doctor, que había estado explorando delicadamente los bolsillos del pijama del muerto, lanzó una exclamación:
—Se me pasó inadvertido —dijo—. Y eso que desabotoné la chaqueta y se la eché hacia atrás.
Sacó del bolsillo del pecho un reloj de oro. La caja estaba horrorosamente abollada y las manecillas señalaban la una y cuarto.
—¡Mire usted! —dijo Constantine—. Esto nos indica la hora del crimen. Está de acuerdo con mis cálculos. Entre la medianoche y las dos de la madrugada; es lo que dije, y probablemente hacia la una, aunque es difícil concretar en estos casos.
Eh bien!
, aquí está la confirmación. La una y cuarto. Ésta fue la hora del crimen.
—Es posible, sí. Es ciertamente posible —murmuró monsieur Poirot.
El doctor le miró con curiosidad.
—Usted me perdonará, monsieur Poirot, pero no acabo de comprenderle.
—Yo mismo no me comprendo —repuso Poirot—. No comprendo nada en absoluto y, como usted ve, me intriga en extremo.
Suspiró y se inclinó sobre la mesita para examinar el fragmento de papel carbonizado.
—Lo que yo necesitaría en este momento —murmuró como para sí— es una sombrerera de señora, y cuanto más antigua mejor.
El doctor Constantine quedó perplejo ante aquella singular observación. Pero Poirot no le dio tiempo para nuevas preguntas y, abriendo la puerta del pasillo, llamó al encargado. El hombre se apresuró a acudir.
—¿Cuántas mujeres hay en este coche? —le preguntó Poirot.
El encargado se puso a contar con los dedos.
—Una, dos, tres…, seis, señor. La anciana norteamericana, la dama sueca, la joven inglesa, la condesa Andrenyi y madame, la princesa Dragomiroff y su doncella.
Poirot reflexionó unos instantes.
—¿Tienen todas sus sombrereras?
—Sí, señor.
—Entonces tráigame…, espere…, sí, la de la dama sueca y la de la doncella. Les dirá usted que se trata de un trámite de aduana…, lo primero que se le ocurra.
—Nada más fácil, señor. Ninguna de las dos señoras está en su compartimento en este instante.
—Dése prisa, entonces.
El encargado se alejó y volvió al poco rato con las dos sombrereras. Poirot abrió la de la dama sueca y lanzó un suspiro de satisfacción. Y tras retirar cuidadosamente los sombreros, descubrió una especie de armazón redonda hecha con tejido de alambre.
—Aquí tenemos lo que necesitamos. Hace unos quince años, las sombrereras eran todas como ésa. El sombrero se sujetaba por medio de un alfiler en esta armazón de tela metálica.
Mientras hablaba fue desprendiendo hábilmente dos de los trozos de alambre.
Luego volvió a cerrar la sombrerera y dijo al encargado que las devolviese a sus respectivas dueñas.
Cuando la puerta se cerró una vez más, volvió a dirigirse a su compañero.
—Vea usted, mi querido doctor, yo no confío mucho en el procedimiento de los expertos. Es la psicología lo que me interesa, no las huellas digitales, ni las cenizas de los cigarrillos. Pero en este caso aceptaré una pequeña ayuda científica. Este compartimento está lleno de rastros, ¿pero podemos estar seguros de que son realmente lo que aparentan?
—No le comprendo a usted, monsieur Poirot.
—Bien. Voy a ponerle un ejemplo. Hemos encontrado un pañuelo de mujer. ¿Lo dejó caer una mujer? ¿O acaso fue un hombre quien cometió el crimen y se dijo: «Voy a hacer aparecer esto como si fuese un número innecesario de golpes, flojos muchos de ellos, y dejaré caer este pañuelo donde no tengan más remedio que encontrarlo»? Ésta es una posibilidad. Luego hay otra. ¿Lo mató una mujer y dejó caer deliberadamente un limpiapipas para que pareciese obra de un hombre? De otro modo, tendremos que suponer seriamente que dos personas…, un hombre y una mujer…, intervinieron aisladamente, que las dos personas fueron tan descuidadas que dejaron un rastro para probar su identidad. ¡Es una coincidencia demasiado extraña!
—Pero, ¿qué tiene que ver la sombrerera con todo esto? —preguntó el doctor, todavía intrigado.
—¡Ah! De eso trataremos ahora. Como iba diciendo, esos rastros, el reloj parado a la una y cuarto, el pañuelo, el limpiapipas, pueden ser verdaderos o pueden ser falsos. No puedo decirlo todavía. Pero hay aquí uno que creo —aunque quizá me equivoque— que no fue falsificado. Me refiero a la cerilla plana, señor doctor.
Creo que esa cerilla fue utilizada por el asesino y no por míster Ratchett
. Fue utilizada para quemar un documento comprometedor. Posiblemente una nota. Si es así, había algo en aquella nota, alguna equivocación, algún error, que dejaba una posible pista hacia el verdadero asesino. Voy a intentar resucitar lo que era ese algo.
Abandonó el compartimento y regresó unos momentos después con un pequeño mechero de alcohol y un par de tenacillas.
—Las utilizo para el bigote —dijo refiriéndose a las últimas.
El doctor le observaba con gran interés. Aplanó los trozos de tela metálica y colocó cuidadosamente el fragmento de papel carbonizado sobre uno de ellos. Luego lo cubrió con el otro trozo y, sujetándolo todo con las tenacillas, lo expuso a la llama del mechero.
—Veremos lo que resulta —dijo sin volver la cabeza.
El doctor observaba atentamente sus manipulaciones. El metal empezó a ponerse incandescente. De pronto, vio débiles indicios de letras. Las palabras fueron formándose lentamente…, palabras de fuego.
Era un trozo de papel muy pequeño. Sólo cabían en él cinco palabras y parte de otra:
…cuerda a la pequeña Daisy Armstrong.
—¡Ah! —exclamó Poirot.
—¿Le dice a usted algo? —preguntó el doctor con curiosidad.
A Poirot le brillaban los ojos. Dejó cuidadosamente las tenacillas sobre la mesa.
—Sí —dijo—.
Sé el verdadero nombre del muerto. Sé por qué tuvo que abandonar los Estados Unidos
.
—¿Cómo se llamaba?
—Cassetti.
—Cassetti —Constantine frunció el entrecejo—. Me recuerda algo. Hace años. No puedo concretar… Fue un caso que sucedió en ese país, ¿no es cierto?
Poirot no quiso dar más detalles sobre el asunto. Miró a su alrededor y prosiguió:
—Luego hablaremos de eso. Asegurémonos primero de que hemos visto todo lo que hay aquí.
Rápida y diestramente registró una vez más los bolsillos de las ropas del muerto, pero no encontró nada de interés. Luego empujó la puerta de comunicación con el compartimento inmediato, pero estaba cerrado por el otro lado.
—Hay una cosa que no comprendo —dijo el doctor Constantine—. Si el asesino no escapó por la ventana, y si esta puerta de comunicación estaba cerrada por el otro lado, y si la puerta que da al pasillo no sólo estaba cerrada, sino que tenía echada la cadena, ¿cómo abandonó el criminal el compartimento?
—Eso es lo que dicen los espectadores cuando meten a una persona atada de pies y manos en un armario… y desaparece.
—No comprendo…
—Quiero decir —explicó Poirot— que si el asesino se propuso hacernos creer que había escapado por la ventana, tenía naturalmente que hacer parecer que las otras dos salidas eran imposibles. Como ve, es un truco… como el de la persona que desaparece en un armario. Nuestra misión es, pues, descubrir cómo se hizo ese truco.
Poirot cerró la puerta de comunicación por el lado del compartimento en que se encontraban.
—Por si a la excelente mistress Hubbard —dijo— se le antoja meter la nariz para buscar detalles.
Miró a su alrededor una vez más.
—No hay nada más que hacer aquí, me parece. Vayamos a reunimos con monsieur Bouc.
E
NCONTRAMOS a monsieur Bouc terminando una tortilla.
—Pensé que era mejor hacer servir inmediatamente el almuerzo en el coche comedor —dijo—. De este modo quedará libre de gente y monsieur Poirot podrá seguir allí sus interrogatorios. Entretanto, he ordenado que nos traigan aquí nuestra comida.
—Excelente —contestó Poirot.
Ninguno de los tres hombres tenía apetito y la comida terminó pronto, pero hasta que no empezaron a tomar el café no mencionó monsieur Bouc el asunto que ocupaba sus imaginaciones.
—
Eh bien?
—preguntó.
—
Eh bien
, he descubierto la identidad de la víctima. Sé los motivos que lo obligaron a salir de los Estados Unidos.
—¿Quién era?
—¿Recuerda usted haber leído algo del bebé Armstrong? Este es el individuo que asesinó a la pequeña Daisy Armstrong… Cassetti.
—Ahora caigo. Un asunto sensacional…, aunque no puedo recordar los detalles.
—El coronel Armstrong era mitad inglés y mitad norteamericano, pues su madre era hija de Van der Halt, el millonario de Wall Street. El coronel se casó con la hija de Linda Arden, la más famosa trágica norteamericana de aquella época. Vivían en Estados Unidos y tenían una hija…, una chiquilla… a quien idolatraban. La chiquilla fue secuestrada cuando tenía tres años y pidieron una suma exorbitante como precio del rescate. No le cansaré a usted con todas las incidencias que siguieron. Me referiré al momento en que, tras haber pagado la enorme suma de doscientos mil dólares, fue descubierto el cadáver de la niña, que llevaba muerta por lo menos quince días. La indignación pública adquirió caracteres apocalípticos. Pero lo peor fue lo que sucedió después. Mistress Armstrong esperaba otro hijo y, a consecuencia de la emoción, dio a luz prematuramente una criatura muerta, y ella también murió. Desesperado, su marido se pegó un tiro.
—
Mon Dieu
, ¡qué tragedia! —exclamó monsieur Bouc—. Ahora recuerdo que hubo también otra muerte, ¿no es cierto?
—Sí…, una desgraciada niñera suiza o francesa. La policía estaba convencida de que aquella mujer sabía algo del crimen. Se resistieron a creer sus histéricas negativas. Finalmente, en un ataque de desesperación, la pobre muchacha se arrojó por la ventana y se mató. Después se descubrió que era absolutamente inocente de toda complicidad en el crimen.
—Jamás oí cosa tan horrible —comentó monsieur Bouc.
—Unos seis meses después, fue detenido este Cassetti, como jefe de la banda que había secuestrado a la chiquilla. Habían utilizado los mismos métodos en otros casos. Mataban a sus prisioneros, ocultaban los cadáveres y procuraban entonces sacar todo el dinero posible antes de que se descubriese el delito.
»Y, ahora, fíjese en lo que voy a decirle, amigo mío. ¡Cassetti era culpable! Pero gracias a la enorme riqueza que había conseguido reunir y a las relaciones que le ligaban con diversas personalidades, fue absuelto por falta de pruebas. No obstante, le habría linchado la gente de no haber tenido la habilidad de escapar. Ahora veo claramente lo sucedido. Cambió de nombre y abandonó Estados Unidos. Desde entonces, ha sido un rico
gentleman
que viajaba por el extranjero y vivía de sus rentas.
—¡Ah!
Quel animal!
—exclamó monsieur Bouc—. ¡No lamento lo más mínimo que haya muerto!
—Estoy de acuerdo con usted.
—Pero no era necesario haberle matado en el
Orient Express
. Hay otros lugares…
Poirot sonrió ligeramente. Se daba cuenta de que monsieur Bouc era parte interesada en el asunto.
—La pregunta que debemos hacernos ahora es ésta —dijo—. ¿Es este asesinato obra de alguna banda rival, a la que Cassetti había traicionado en el pasado, o un acto de venganza privada?
Explicó el descubrimiento de las palabras en el fragmento de papel carbonizado.
—Si mi suposición era cierta, la carta fue quemada por el asesino. ¿Por qué? Porque mencionaba la palabra «Armstrong», que es la clave del misterio.
—¿Vive todavía algún miembro de la familia Armstrong?
—No lo sé, desgraciadamente. Creo recordar haber leído algo referente a una hermana más joven de mistress Armstrong.
Poirot siguió relatando las conclusiones a que habían llegado él y el doctor Constantine. Monsieur Bouc se entusiasmó al oír mencionar lo del reloj roto.
—Eso es darnos la hora exacta del crimen.
—Sí, han tenido esa amabilidad —dijo Poirot.
Hubo en el tono de su voz algo que hizo a los otros mirarle con curiosidad.
—¿Dice usted que oyó a Ratchett hablar con el encargado a la una menos veinte?
Poirot contó lo ocurrido.
—Bien —dijo monsieur Bouc—: eso prueba al menos que Cassetti… o Ratchett, como continuaré llamándole, estaba vivo a la una menos veinte.