—Hay una, señor…
—Bien, entonces…
—Pero es un compartimento para mujer. Hay ya en él una alemana…, una doncella.
—Là, là, no nos sirve —rezongó monsieur Bouc.
—No se preocupe, amigo mío —dijo Poirot—. Viajaré en un coche ordinario.
—De ningún modo. De ningún modo —monsieur Bouc volvió a dirigirse al encargado del coche cama—. ¿Ha llegado todo el mundo?
—Sólo falta un viajero.
El empleado habló lentamente, titubeando.
—¿Qué litera es?
—La número siete…, de segunda clase. El caballero no ha llegado todavía y faltan cuatro minutos para las nueve.
—¿Para quién es esa litera?
—Para un inglés —el encargado consultó la lista—. Un tal míster Harris.
—Según Dickens, nombre de buen agüero —dijo Poirot—. Míster Harris no llegará.
—Ponga el equipaje del señor en el número siete —ordenó monsieur Bouc—. Si llega ese míster Harris le diremos que es demasiado tarde…, que las literas no pueden ser retenidas tanto tiempo…, arreglaremos el asunto de una manera u otra. ¿Para qué preocuparse por un míster Harris?
—Como guste el señor —dijo el encargado.
El empleado habló con el mozo de Poirot y le dijo dónde debía llevar el equipaje. Luego se apartó a un lado para permitir que Poirot subiese al tren.
—Todo arreglado, señor —anunció—. El penúltimo compartimento.
Poirot avanzó por el pasillo con bastante dificultad, pues la mayoría de los viajeros estaban fuera de sus compartimentos. Los corteses
pardons
de Poirot salieron de su boca con la regularidad de un reloj. Al fin llegó al compartimento indicado. Dentro, colocando un maletín, encontró al joven norteamericano del Tokatlian.
El joven frunció el ceño al ver a Poirot.
—Perdóneme —dijo—. Creo que se ha equivocado usted —y repitió trabajosamente en francés—.
Je crois que vous avez un erreur
.
Poirot contestó en inglés:
—¿Es usted míster Harris?
—No, me llamo MacQueen. Yo…
Pero en aquel momento la voz del encargado del coche cama se dejó oír a espaldas de Poirot.
—No hay otra litera, señor. El caballero tiene que acomodarse aquí.
Mientras hablaba levantó la ventanilla del pasillo y empezó a subir el equipaje de Poirot.
Poirot advirtió con cierto regocijo el tono de disculpa de su voz. Era evidente que le habían prometido una buena propina si podía reservar el compartimento para el uso exclusivo del otro viajero. Pero hasta la más espléndida propina pierde su efecto cuando un director de la Compañía está a bordo y dicta órdenes.
El encargado salió del compartimento después de dejar colocadas las maletas en las rejillas.
—
Voilà, monsieur
—dijo—. Todo está arreglado. Su litera es la de arriba, la número siete. Saldremos dentro de un minuto.
Desapareció apresuradamente pasillo adelante. Poirot volvió a entrar en su compartimento.
—Un fenómeno que he visto rara vez —comentó jovialmente—. ¡Un encargado de coche cama que sube él mismo el equipaje! ¡Es inaudito!
Su compañero de viaje sonrió. Evidentemente había conseguido vencer su disgusto… y decidió que convenía tomar el asunto con filosofía.
—El tren va extraordinariamente lleno —comentó.
Sonó un silbato y la máquina lanzó un largo y melancólico alarido. Ambos hombres salieron al pasillo.
—
En voiture
—gritó una voz en el andén.
—Salimos —dijo MacQueen.
Pero no salieron todavía. El silbato volvió a sonar.
—Escuche, señor —dijo de pronto el joven—. Si usted prefiere la litera de abajo, a mí me da lo mismo.
—No, no —protestó Poirot—. No quiero privarle a usted…
—Nada, queda convenido.
—Es usted demasiado amable.
Hubo corteses protestas por ambas partes.
—Es por una noche solamente —explicó Poirot—. En Belgrado…
—¡Oh!, ¿baja usted en Belgrado?
—No exactamente. Verá usted…
Hubo un violento tirón. Los dos hombres se acodaron en las ventanillas para contemplar el largo e iluminado andén, que fue desfilando lentamente ante ellos.
El
Orient Express
iniciaba su viaje de tres días a través de Europa.
A
L día siguiente, monsieur Hércules Poirot entró un poco tarde en el coche comedor. Se había levantado temprano, había desayunado casi solo, y había invertido casi toda la mañana en repasar las notas del asunto que le llevaba a Londres. Apenas había visto a su compañero de viaje.
Monsieur Bouc, que ya estaba sentado, indicó a su amigo la silla del otro lado de la mesa. Poirot se sentó y no tardaron en servirles los primeros y escogidos platos. La comida fue desacostumbradamente buena.
Hasta que no empezaron a comer un delicado queso crema, monsieur Bouc no dedicó su atención a otros asuntos que no fuera el alimento. Después empezó a sentirse filósofo.
—¡Ah! —suspiró—. ¡Quisiera poseer la pluma de Balzac! ¡Cómo describiría esta escena!
—Es una buena idea —murmuró Poirot.
—¿Verdad que sí? Nadie lo ha hecho todavía. Y, sin embargo, se presta para una novela. Nos rodean gentes de todas clases, de todas las nacionalidades, de todas las edades. Durante tres días estas gentes, extrañas unas a otras, vivirán reunidas. Dormirán y comerán bajo el mismo techo, no podrán separarse. Al cabo de los tres días seguirán distintos caminos para no volver, quizás, a verse.
—Y, sin embargo —dijo Poirot—, supongamos que un accidente…
—¡Ah, no, amigo mío!…
—Desde su punto de vista sería de lamentar, estoy de acuerdo. Pero supongámoslo por un momento. Entonces todos nosotros seguiríamos unidos… por la muerte.
—Un poco más de vino —dijo monsieur Bouc, y llenó las copas apresuradamente—. ¿Se siente usted melancólico,
mon cher
? Quizá sea la digestión.
—Es cierto —convino Poirot— que los alimentos de Siria no eran muy apropiados para mi estómago.
Bebió su vino a pequeños sorbos. Luego se recostó en su asiento y paseó una pensativa mirada por el coche comedor. Eran trece comensales en total, y, como monsieur Bouc había dicho, de todas clases y nacionalidades. Empezó a estudiarlos.
En la mesa opuesta a la de ellos había tres hombres. Eran, sospechó, simples viajeros colocados allí por el inefable juicio de los empleados del restaurante. Un corpulento italiano se escarbaba los dientes con visible placer. Frente a él, un atildado inglés tenía el rostro inexpresivamente desaprobador de un criado bien educado. Junto al inglés se sentaba un norteamericano de traje chillón…, posiblemente un viajante de comercio.
—No hemos comido mal —dijo con voz nasal.
El italiano se quitó el mondadientes para gesticular con más libertad.
—Cierto —dijo—. Es lo que he estado diciendo todo el tiempo.
El inglés se asomó por la ventanilla y tosió.
La mirada de Poirot siguió adelante.
En una pequeña mesa estaba sentada, muy seria y muy erguida, una vieja dama de una fealdad jamás vista. Pero era la suya una fealdad de distinción, que fascinaba más que repeler. Rodeaba su cuello un collar de grandes perlas legítimas, aunque no lo pareciesen. Sus manos estaban cubiertas de sortijas. Llevaba el abrigo echado hacia atrás sobre los hombros. Una pequeña toca negra, horrorosamente colocada, aumentaba la fealdad de su rostro.
En aquel momento hablaba con el camarero en un tono tranquilo y cortés, pero completamente autocrático.
—¿Tendrá usted la bondad de poner en mi compartimento una botella de agua mineral y un vaso grande de zumo de naranja? Haga que me preparen para la cena de esta noche un poco de pollo sin salsa y algo de pescado cocido.
El camarero contestó respetuosamente que sería complacida en su demanda.
La dama asintió con un gracioso movimiento de cabeza y se puso en pie. Su mirada tropezó con la de Poirot y la rehuyó con la indiferencia de una aristócrata.
—Es la princesa Dragomiroff —dijo monsieur Bouc en voz baja—. Es rusa. Su marido obtuvo todo su caudal antes de la Revolución y lo invirtió en el extranjero. Es muy rica. Una verdadera cosmopolita.
Poirot dijo que ya había oído hablar de la princesa Dragomiroff.
—Es una personalidad —añadió monsieur Bouc—. Fea como un pecado, pero se hace notar. ¿Cierto?
Poirot se mostró de acuerdo.
En otra de las mesas estaba sentada Mary Debenham con otras dos mujeres. Una de ellas de mediana edad, alta, con una blusa y una falda a cuadros. Una masa de cabellos de un amarillo algo desvaído, recogidos en un gran moño, encuadraba su rostro ovejuno, al que no faltaban los indispensables lentes. Escuchaba a la tercera mujer, ésta de rostro agradable, de mediana edad, que hablaba en tono claro y monótono, sin dar muestras de pensar hacer una pausa, ni siquiera para respirar.
—… y entonces mi hija dijo: «No se pueden implantar en este país los métodos norteamericanos. Es natural que la gente de aquí sea indolente. No tiene por qué apresurarse». Esto es lo que mi hija dijo. Quisiera que viesen ustedes lo que está haciendo allí nuestro colegio. Tenemos que aplicar nuestras ideas occidentales y enseñar a los nativos a reconocerlas. Mi hija dice…
El tren penetró en el túnel. La monótona voz quedó ahogada por el estruendo.
En la mesa contigua, una de las pequeñas, se sentaba el coronel Arbuthnot… solo. Su mirada estaba fija en la nuca de Mary Debenham. No se habían sentado juntos. Sin embargo, podrían haberlo conseguido fácilmente. ¿Por qué no lo hicieron?
Quizá, pensó Poirot, Mary Debenham se había resistido. Una institutriz aprende a tener cuidado. Las apariencias son muy importantes. Había también una doncella. Alemana o escandinava, pensó Poirot. Probablemente alemana.
Después de ella venía una pareja que hablaba animadamente, muy inclinados sobre la mesa. El hombre vestía ropas inglesas de tejido claro…, pero no era inglés. Aunque sólo era visible para Poirot la parte posterior de su cabeza. De pronto volvió la cabeza y Poirot pudo ver su perfil. Un admirable varón de treinta años con un gran bigote rubio.
La mujer sentada frente a él era una verdadera chiquilla…, veinte años a lo sumo. Tenía un bello rostro, piel muy pálida; grandes ojos oscuros y pelo negro como el azabache. Fumaba un cigarrillo con una larga boquilla. Sus cuidadas manos tenían pintadas las uñas de un rojo muy vivo. Lucía sobre el pecho una gran esmeralda montada en platino. Había coquetería en su mirada y en su voz.
—
Elle est jolie… et chic
—murmuró Poirot—. Marido y mujer… ¿eh?
Monsieur Bouc asintió.
—De la Embajada húngara, según creo —dijo—. Una soberbia pareja.
Quedaban solamente otros dos comensales: el compañero de viaje de Poirot, MacQueen y su jefe míster Ratchett. Éste estaba sentado de cara a Poirot, y el detective estudió por segunda vez aquel rostro desconcertante, en el que contrastaban la falsa benevolencia de la expresión con los ojos pequeños y crueles.
Indudablemente, monsieur Bouc vio algún cambio en la expresión de su amigo.
—¿Mira usted a su animal salvaje? —le preguntó.
Poirot hizo un gesto afirmativo.
Cuando servían el café, monsieur Bouc se puso en pie. Había empezado a comer antes que Poirot y había terminado hacía algún tiempo.
—Me vuelvo a mi compartimento —dijo—. Vaya luego por allí y charlaremos un rato.
—Con mucho gusto.
Poirot sorbió su café y pidió una copa de licor. El camarero pasaba de mesa en mesa, con una bandeja de dinero cobrando en billetes. La vieja dama norteamericana elevó su voz chillona y monótona.
—Mi hija me dijo: «Lleva un talonario de
tickets
y no tendrás molestia alguna». Pero no es así. Recargan un diez por ciento por el servicio y hasta me han incluido la botella de agua mineral. Por cierto que no tienen ni Evian ni Vichy, lo que me parece extraño.
—Es que están obligados a servir el agua del país —explicó la dama del rostro ovejuno.
—Bien, pero me parece extraño —la mujer miró con disgusto el pequeño montón de monedas colocado sobre la mesa frente a ella—. Miren lo que me dan aquí. Dinars o algo por el estilo. Unos discos que no tienen valor alguno. Mi hija decía…
Mary Debenham empujó hacia atrás su silla y se retiró con una pequeña inclinación de cabeza a las otras dos mujeres. El coronel Arbuthnot se puso en pie y la siguió. La dama norteamericana recogió su despreciado montón de monedas y se retiró igualmente, seguida por la señora de rostro ovejuno. Los húngaros se habían marchado ya. En el coche comedor quedaban solamente Poirot, Ratchett y MacQueen.
Ratchett habló a su compañero, que se puso en pie y abandonó el salón. Luego se levantó él también, pero en lugar de seguir a MacQueen se sentó inesperadamente en la silla frente a Poirot.
—¿Me hace usted el favor de una cerilla? —dijo. Su voz era suave, ligeramente nasal—. Mi nombre es Ratchett.
Poirot se inclinó ligeramente. Luego deslizó una mano en el bolsillo y sacó una caja de cerillas, que entregó al otro. Éste la cogió, pero no encendió ninguna.
—Creo —prosiguió— que tengo el placer de hablar con monsieur Hércules Poirot. ¿Es así?
Poirot volvió a inclinarse.
—Ha sido usted correctamente informado, señor.
El detective se dio cuenta de que los extraños ojillos de su interlocutor le miraban inquisitivamente.
—En mi país —dijo— entramos en materia rápidamente, monsieur Poirot: quiero que se ocupe usted de un trabajo para mí.
Las cejas de monsieur Poirot se elevaron ligeramente.
—Mi clientela, señor, es muy limitada. Me ocupo de muy pocos casos.
—Eso me han dicho, monsieur Poirot. Pero en este asunto hay mucho dinero —repitió la frase con su voz dulce y persuasiva—. Mucho dinero.
Hércules Poirot guardó silencio por un minuto.
—¿Qué es lo que desea usted que haga, míster… Míster Ratchett? —preguntó al fin.
—Monsieur Poirot, soy un hombre rico…, muy rico. Los hombres de mi posición tienen muchos enemigos. Yo tengo uno.
—¿Sólo uno?
—¿Qué quiere usted decir con esa pregunta? —replicó vivamente míster Ratchett.
—Señor, según mi experiencia, cuando un hombre está en situación de tener enemigos, como usted dice, el asunto no se reduce a uno solo.
Ratchett pareció tranquilizarse con la respuesta de Hércules Poirot.