«El coronel de la India», se dijo Poirot.
El recién llegado saludó a la joven con una ligera inclinación.
—Buenos días, miss Debenham…
—Buenos días, coronel Arbuthnot.
El coronel estaba en pie, con una mano apoyada en la silla frente a la joven.
—¿Algún inconveniente? —preguntó.
—¡Oh, no! Siéntese.
—Bien, usted ya sabe que el desayuno es una comida que no siempre se presta a la charla.
—Por supuesto, coronel. No se preocupe.
El coronel se sentó.
—
Boy!
—llamó de modo perentorio.
Acudió el camarero y le pidió huevos y café.
Sus ojos descansaron un momento sobre Hércules Poirot, pero siguieron adelante, indiferentes. Poirot comprendió que acababa de decirse: «Es un maldito extranjero».
Teniendo en cuenta su nacionalidad, no eran muy locuaces los dos ingleses. Cambiaron unas breves observaciones y, de pronto, la joven se levantó y regresó tranquilamente a su compartimento.
A la hora del almuerzo ambos volvieron a compartir la misma mesa y otra vez los dos ignoraron por completo al tercer viajero. Su conversación fue más animada que durante el desayuno. El coronel Arbuthnot habló del Punjab y dirigió a la joven unas cuantas preguntas acerca de Bagdad, donde al parecer ella había estado desempeñando un puesto de institutriz. En el curso de la conversación ambos descubrieron algunas amistades comunes, lo que tuvo el efecto inmediato de hacer la charla más íntima y animada. El coronel preguntó después a la joven si se dirigía directamente a Inglaterra o si pensaba detenerse en Estambul.
—No, haré el viaje directamente —contestó ella.
—¿No es una verdadera lástima?
—Hice este camino hace dos años y entonces pasé tres días en Estambul.
—Entonces tengo motivos para alegrarme, porque yo también haré directamente el viaje.
El coronel hizo una especie de desmañada reverencia enrojeciendo ligeramente.
«Es sensible nuestro coronel —pensó Hércules Poirot con cierto regocijo—. ¡Los viajes en tren son tan peligrosos como los viajes por mar!»
Miss Debenham dijo sencillamente que era una agradable casualidad. Sus palabras fueron ligeramente frías.
Hércules Poirot observó que el coronel la acompañó hasta su compartimento. Más tarde pasaron por el magnífico escenario del Taurus. Mientras contemplaban las Puertas de Cilicia, de pie en el pasillo uno al lado del otro, la joven lanzó un suspiro. Poirot estaba cerca de ellos y la oyó murmurar:
—¡Es tan bello…! Desearía…
—¿Qué?
—Poder disfrutar más tiempo de este magnífico espectáculo.
Arbuthnot no contestó. La enérgica línea de su mandíbula pareció un poco más rígida y severa.
—Yo, por el contrario, desearía verla ya fuera de aquí —murmuró.
—Cállese, por favor. Cállese.
—¡Oh!, está bien —el coronel disparó una rápida mirada en dirección a Poirot. Luego prosiguió—. No me agrada la idea de que sea usted una institutriz… a merced de los caprichos de las tiránicas madres y de sus fastidiosos chiquillos.
Ella se echó a reír con cierto nerviosismo.
—¡Oh!, no debe usted pensar eso. El martirio de las institutrices es un mito demasiado explotado. Puedo asegurarle que son los padres los que temen a las institutrices.
No hablaron más. Arbuthnot se sentía quizás avergonzado de su arrebato.
«Ha sido una pequeña comedia algo extraña la que he presenciado aquí», se dijo Poirot, pensativo.
Más tarde tendría que recordar aquella idea.
Llegaron a Konya aquella noche hacia las once y media. Los dos viajeros ingleses bajaron a estirar las piernas, paseando arriba y abajo por el nevado andén.
Monsieur Poirot se contentó con observar la febril actividad de la estación a través de una ventanilla. Pasados unos diez minutos decidió, no obstante, que un poco de aire puro no le vendría mal. Hizo cuidadosos preparativos, se envolvió en varios abrigos y bufandas y se calzó unos chanclos. Así ataviado, descendió cautelosamente al andén y se puso a pasear. En su paseo llegó hasta más allá de la locomotora.
Fueron las voces las que le dieron la clave de las dos borrosas figuras paradas a la sombra de un vagón de mercancías. Arbuthnot estaba hablando.
—Mary…
La joven le interrumpió.
—Ahora no. Ahora no. Cuando termine todo. Cuando lo dejemos atrás…, entonces.
Monsieur Poirot se alejó discretamente. Se sentía intrigado. Le había costado trabajo reconocer la fría voz de miss Debenham.
«Es curioso», se dijo.
Al día siguiente se preguntó si habrían reñido. Se hablaron muy poco. La muchacha parecía intranquila. Tenía ojeras.
Eran las dos y media de la tarde cuando el tren se detuvo. Se asomaron unas cabezas a las ventanillas. Un pequeño grupo de hombres, situado junto a la vía, señalaba hacia algo, bajo el coche comedor.
Poirot se inclinó hacia fuera y habló al encargado del coche cama, que pasaba apresuradamente ante la ventanilla. El hombre contestó y Poirot retiró la cabeza y, al volverse, casi tropezó con Mary Debenham, que estaba detrás de él.
—¿Qué ocurre? —preguntó ella en francés—. ¿Por qué nos hemos detenido?
—No es nada, señorita. Algo se ha prendido fuego bajo el coche comedor. Nada grave. Ya lo han apagado. Están ahora reparando los pequeños desperfectos. No hay peligro, tranquilícese.
Ella hizo un gesto brusco, como si desechase la idea del peligro como algo completamente insignificante.
—Sí, sí, comprendo. ¡Pero el horario…!
—¿El horario?
—Sí, esto nos retrasará.
—Es posible… —convino Poirot.
—¡No podremos ganar el retraso! Este tren tiene que llegar a las seis cincuenta y cinco para poder cruzar el Bósforo y coger a las nueve el
Simplon Orient Express
. Si llevamos una o dos horas de retraso, desde luego perderemos la conexión.
—Es posible, sí —volvió a convenir Poirot.
La miró con curiosidad. La mano que se agarraba a la barra de la ventanilla no estaba del todo tranquila, sus labios temblaban también.
—¿Le interesa a usted mucho, señorita? —preguntó.
—¡Oh, sí! Tengo que coger ese tren.
Se separó de él y se alejó por el pasillo para reunirse con el coronel.
Su ansiedad, no obstante, fue infundada. Diez minutos después el tren volvía a ponerse en marcha. Llegó a Hapdapassar sólo con cinco minutos de retraso, pues recuperó en el trayecto el tiempo perdido.
El Bósforo estaba bastante agitado y a monsieur Poirot no le agradó la travesía. En el barco estuvo separado de sus acompañantes de viaje y no los volvió a ver.
Al llegar al puente de Galata se dirigió directamente al hotel Tokatlian.
E
N el Tokatlian, Hércules Poirot pidió una habitación con baño. Luego se aproximó al mostrador del conserje y preguntó si había llegado alguna correspondencia para él.
Había tres cartas y un telegrama esperándole. Sus cejas se elevaron alegremente a la vista del telegrama. Era algo inesperado.
Lo abrió con su acostumbrado cuidado, sin apresuramientos. Las letras impresas se destacaron claramente.
Acontecimiento que usted predijo en el caso Kassner se ha presentado inesperadamente. Sírvase regresar enseguida.
—Sí que es una complicación —murmuró Poirot, consultando su reloj—. Tendré que reanudar el viaje esta noche —añadió, dirigiéndose al conserje—. ¿A qué hora sale el Simplon Orient?
—A las nueve, señor.
—¿Puede usted conseguirme una litera?
—Seguramente, señor. No hay dificultad en esta época del año. Todos los trenes van casi vacíos. ¿Primera o segunda clase?
—Primera.
—
Très bien, monsieur
. ¿Para dónde?
—Para Londres.
—Bien, monsieur. Le tomaré un billete para Londres y le reservaré una cama en el coche Estambul-Calais.
Poirot volvió a consultar su reloj. Eran las ocho menos diez minutos.
—¿Tengo tiempo de comer?
—Seguramente, señor.
Poirot anuló la reserva de su habitación y cruzó el vestíbulo para dirigirse al restaurante.
Al pedir el menú al camarero, una mano se posó sobre su hombro.
—¡Ah,
mon vieux
, qué placer tan inesperado! —dijo una voz a su espalda.
El que hablaba era un individuo bajo, grueso, con el pelo cortado a cepillo. Le sonreía extasiado. Poirot se puso apresuradamente en pie.
—¡Monsieur Bouc!
—¡Monsieur Poirot!
Monsieur Bouc era un belga, director de la Compagnie Internationale des Wagons Lits, y su amistad con el que fuera astro de las Fuerzas de Policía Belga databa de muchos años atrás.
—Le encuentro a usted muy lejos de casa,
mon cher
—dijo monsieur Bouc.
—Un pequeño asunto en Siria.
—¡Ah! ¿Y cuándo regresa usted?
—Esta noche.
—¡Espléndido! Yo también. Es decir, voy hasta Lausana, donde tengo unos asuntos. Supongo que viajará usted en el Simplon Orient.
—Sí. Acabo de mandar reservar una litera. Mi intención era quedarme aquí algunos días, pero he recibido un telegrama que me llama a Inglaterra para un asunto importante.
—¡Ah! —suspiró monsieur Bouc—.
Les affaires…, les affaires!
¡Pero usted…, usted está ahora en la cumbre,
mon vieux
!
—Quizás he tenido algunos pequeños éxitos.
Hércules Poirot trató de aparentar modestia, pero fracasó rotundamente.
Bouc se echó a reír.
—Nos veremos más tarde —dijo.
Poirot se dedicó a la ímproba tarea de mantener los bigotes fuera de la sopa.
Ejecutada aquella difícil operación, miró a su alrededor mientras esperaba el segundo plato. Había solamente media docena de personas en el restaurante y, de la media docena, sólo dos personas interesaban al detective Hércules Poirot.
Estas dos personas estaban sentadas a una mesa no muy lejana. El más joven era un caballero de unos treinta años, de aspecto simpático, claramente un norteamericano. Fue, sin embargo, su compañero quien más atrajo la atención del detective.
Era un hombre entre sesenta y setenta años. A primera vista, tenía el bondadoso aspecto de un filántropo. Su cabeza, ligeramente calva, su despejada frente, la sonriente boca que dejaba ver la blancura de unos dientes postizos, todo parecía hablar de una bondadosa personalidad. Sólo los ojos contradecían esta impresión. Eran pequeños, hundidos y astutos. Y no solamente eso. Cuando el individuo, al hacer cierta observación a su compañero, miró hacia el otro lado del comedor, su mirada se detuvo sobre Poirot un momento, y durante aquel segundo sus ojos mostraron una extraña malevolencia, una viva expresión de maldad.
El individuo se levantó.
—Pague la cuenta, Héctor —dijo a su joven compañero.
Su voz era desagradable y ásperamente autoritaria.
Cuando Poirot se reunió con su amigo en el escritorio, los dos hombres se disponían a abandonar el hotel. Los mozos bajaban su equipaje. El caballero más joven vigilaba la operación. Una vez terminada ésta, abrió la puerta de cristales y dijo:
—Ya está todo listo, míster Ratchett.
El individuo de más edad rezongó unas palabras y atravesó la puerta.
—
Eh bien!
—dijo Poirot—. ¿Qué opina usted de esos dos personajes?
—Son norteamericanos —dijo monsieur Bouc.
—Ya me lo suponía. Pregunto qué opina usted de sus personalidades.
—El joven parecía muy simpático.
—¿Y el otro?
—Si he de decirle la verdad, amigo mío, no me gustó. Me produjo una impresión en grado sumo desagradable. ¿Y a usted?
Hércules Poirot tardó un momento en contestar.
—Cuando pasó a mi lado en el restaurante —dijo al fin— tuve una curiosa impresión. Fue como si un animal salvaje…, ¡una fiera!…, me hubiese rozado.
—Y, sin embargo, tiene un aspecto de lo más respetable.
—
Précisement!
El cuerpo…, la jaula…, es de lo más respetable, pero el animal salvaje aparece detrás de los barrotes.
—Es usted fantástico,
mon vieux
—rió monsieur Bouc.
—Quizá sea así. Pero no puedo deshacerme de la impresión de que la maldad pasó junto a mí.
—¿Ese respetable caballero norteamericano?
—Ese respetable caballero norteamericano.
—Bien —dijo jovialmente monsieur Bouc—, quizá tenga razón. Hay mucha maldad en el mundo.
En aquel momento se abrió la puerta y el conserje se dirigió a ellos. Parecía contrariado.
—Es extraordinario, señor —dijo a Poirot—. No queda una sola litera de primera clase en el tren.
—
Comment?
—exclamó monsieur Bouc—. ¿En esta época del año? ¡Ah!, sin duda viajará una partida de periodistas…, de políticos…
—No lo sé, señor —dijo el conserje, y se volvió respetuosamente—. El caso es que no hay ninguna litera de primera clase disponible.
—Bien, bien. No se preocupe usted, amigo Poirot. Lo arreglaremos de algún modo. Siempre hay algún compartimento…, el número dieciséis, que no está comprometido. El encargado se ocupará de eso —consultó su reloj y añadió—. Vamos, ya es hora de marchar.
En la estación, monsieur Bouc fue saludado con respetuosa cordialidad por el encargado del coche cama.
—Buenas noches, señor. Su compartimento es el número uno.
Llamó a los mozos y éstos aproximaron sus carretillas cargadas de equipajes al coche cuyas placas proclamaban su destino: ESTAMBUL-TRIESTE-CALAIS.
—Tengo entendido que viaja mucha gente esta noche, ¿es cierto?
—Es increíble, señor. ¡Todo el mundo ha elegido esta noche para viajar!
—Así y todo tiene usted que buscar acomodo para este caballero. Es un amigo mío. Se le puede dar el número dieciséis.
—Está tomado, señor.
—¿Cómo? ¿El número dieciséis?
—Sí, señor. Como ya le he dicho, vamos llenos… hasta, hasta los topes.
—Pero, ¿qué es lo que ocurre? ¿Alguna conferencia? ¿Asambleístas?
—No, señor. Es pura casualidad. A la gente parece habérsele antojado viajar esta noche.
Monsieur Bouc hizo un gesto de disgusto.
—En Belgrado —dijo— engancharán el coche cama de Atenas, y también el de Bucarest-París…, pero no llegamos a Belgrado hasta mañana por la tarde. El problema es para esta misma noche. ¿No hay ninguna en segunda clase que esté libre?