—¡Pero si éste es un botón de la chaqueta de un empleado de los coches cama!
—Puede haber una explicación natural para eso —dijo Poirot, y añadió, dirigiéndose amablemente a la dama—. Este botón, señora, puede haberse desprendido del uniforme del encargado cuando registró su cabina o cuando le hizo la cama.
—Yo no sé lo que les pasa a todos ustedes. No saben hacer otra cosa que poner objeciones. Escúcheme. Anoche, antes de irme a dormir, me puse a leer una revista y, antes de apagar la luz, la puse sobre un maletín colocado en el suelo, junto a la ventanilla. ¿Comprenden ustedes?
Los tres hombres le aseguraron que sí.
—Bien, pues ahora verán. El encargado miró bajo el asiento desde la puerta y luego entró y cerró la de comunicación con el compartimento inmediato, pero no se acercó ni un instante a la ventanilla. Bueno, pues esta mañana este botón estaba sobre la revista. Me gustaría saber cómo llaman ustedes a eso.
—Lo llamamos una prueba, señora —dijo Poirot.
Esta contestación pareció apaciguar a la dama.
—Me pone más nerviosa que una avispa el que no me crean —explicó.
—Nos ha proporcionado usted detalles valiosos e interesantísimos —dijo Poirot—. ¿Puedo hacerle ahora unas cuantas preguntas? ¿Cómo es que desconfiando tanto de míster Ratchett no cerró usted la puerta que pone en comunicación los dos compartimentos?
—La cerré —contestó mistress Hubbard prontamente.
—¿La cerró?
—Bueno, en realidad pregunté a esa señora sueca si estaba cerrada y me contestó que sí.
—¿Cómo no lo vio usted por sí misma?
—Porque estaba en la cama y mi esponjera colgaba del tirador y me ocultaba el pestillo.
—¿Qué hora era cuando hizo usted la pregunta a la señora?
—Déjenme pensar. Debían ser cerca de las diez y media o las once menos cuarto. Vino a ver si yo tenía aspirinas. Le dije dónde podía encontrarlas y ella misma las cogió de mi bolso.
—¿Estaba usted en la cama?
—Sí.
De pronto se echó a reír.
—¡Pobrecilla…, qué azoramiento pasó! Creo que abrió por equivocación la puerta del compartimento contiguo.
—¿La de míster Ratchett?
—Sí. Ya sabe usted lo difícil que es acertar cuando se avanza por el tren y todas las puertas están cerradas. Ella estaba muy disgustada por el incidente. Parece ser que míster Ratchett se echó a reír y hasta le dijo una grosería. ¡Pobre mujer, le echaba fuego la cara! «¡Oh, me he equivocado!», me dijo. «Y había dentro un hombre muy antipático que me recibió diciendo: Es usted demasiado vieja».
El doctor Constantine ahogó una risita y mistress Hubbard le fulminó inmediatamente con la mirada.
El doctor se apresuró a disculparse.
—¿Después de eso oyó usted algún ruido en el compartimento de míster Ratchett? —preguntó Poirot.
—Bueno…, no exactamente.
—¿Qué quiere decir usted con eso, madame?
—Pues que… roncaba.
—¡Ah! ¿Roncaba?
—Terriblemente. La noche anterior casi me impidió dormir.
—¿No lo oyó roncar después del susto que se llevó usted por creer que había un hombre en su compartimento?
—¿Cómo iba a oírlo, monsieur Poirot? Estaba muerto.
—¡Ah, sí!, es verdad —dijo Poirot, confuso—. ¿Recuerda usted el caso Armstrong? Un famoso secuestro…
—¡Ya lo creo que lo recuerdo! ¡Y cómo escapó el criminal! Me gustaría haberle puesto las manos encima.
—No escapó. Está muerto. Murió anoche.
—¿No querrá usted decir que…? —Mistress Hubbard se levantó a medias de su asiento, presa de gran emoción.
—Sí, madame. Ratchett era el criminal.
—¡Qué espanto! Tengo que escribírselo a mi hija. ¿No le dije a usted anoche que aquel hombre tenía cara de malo? Ya ve usted si tenía razón. Mi hija dice siempre: «Cuando a mamá se le mete en la cabeza una cosa, ya se puede apostar hasta el último dólar a que acierta».
—¿Tenía usted amistad con algún miembro de la familia Armstrong, mistress Hubbard?
—No. Ellos se movían en un círculo diferente. Pero siempre he oído decir que mistress Armstrong era una mujer encantadora y que su marido la adoraba.
—Bien, mistress Hubbard: nos ha ayudado usted mucho…, muchísimo. ¿Quiere usted darme su nombre completo?
—¡Oh, con mucho gusto! Carolina Martha Hubbard.
—¿Quiere poner aquí su dirección?
Mistress Hubbard lo hizo así, sin parar de hablar.
—No puedo apartarlo de mi imaginación. Cassetti… en este tren. ¡Qué acertada fue mi corazonada! ¿Verdad, monsieur Poirot?
—Acertadísima, madame. Dígame, ¿tiene usted una bata de seda escarlata?
—¡Dios mío, qué extraña pregunta! No, no la tengo. Traigo dos batas en la maleta, una de franela rosa, muy apropiada para la travesía por mar, y otra que me regaló mi hija…, una especie de quimono de seda púrpura. Pero ¿por qué se interesa usted tanto por mis batas?
—Es que anoche entró en su compartimento o en el de míster Ratchett una persona con un quimono escarlata. No tiene nada de particular, ya que, como usted dijo, es muy fácil confundirse cuando todas las puertas están cerradas.
—Pues nadie entró en el mío vestido de ese modo.
—Entonces debió de ser en el de míster Ratchett.
Mistress Hubbard frunció los labios y dijo con aire de misterio:
—No me sorprendería nada.
Poirot se inclinó hacia delante.
—¿Es que oyó usted la voz de una mujer en el compartimento inmediato?
—No sé cómo lo ha adivinado usted, monsieur Poirot… No es que pueda jurarlo…, pero la oí en realidad.
—Pues cuando le pregunté si había oído algo en la cabina de al lado contestó usted que solamente los ronquidos de míster Ratchett.
—Bien, es cierto. Roncó una parte del tiempo. En cuanto a lo otro… —Mistress Hubbard se ruborizó—. Es un poco violento hablar de lo otro.
—¿Qué hora era cuando oyó usted la voz?
—No lo sé. Acababa de despertarme y oí hablar a una mujer. Pensé entonces: «Buen pillo está hecho ese hombre, no me sorprende», y me volví a dormir. Puede usted estar seguro de que nunca habría mencionado este detalle a tres caballeros extraños de no habérmelo sonsacado usted.
—¿Sucedió eso antes o después del susto que le dio el hombre que entró en su compartimento?
—¡Me hace usted una pregunta parecida a la de antes! ¿Cómo iba a hablar míster Ratchett si ya estaba muerto?
—
Pardon
. Debe usted creerme muy estúpido, madame.
—No, solamente distraído. Pero no acabo de convencerme de que se tratase de ese monstruo de Cassetti. ¿Qué dirá mi hija cuando se entere?
Poirot se las arregló distraídamente para ayudar a la buena señora a volver al bolso los objetos extraídos y la condujo después hacia la puerta.
—Ha dejado usted caer su pañuelo, señora… —le dijo en el umbral.
Mistress Hubbard miró el pequeño trozo de batista que él le mostraba.
—No es mío, monsieur Poirot. Lo tengo aquí —contestó.
—
Pardon
. Creí haber visto en él la inicial H…
—Sí que es curioso, pero ciertamente no es mío. Los míos están marcados C. M. H. y son muy sencillos…, no tan costosos como esas monadas de París. ¿A qué nariz convendrá un trapito como ése?
Ninguno de los tres hombres encontró respuesta a esta pregunta, y mistress Hubbard se alejó triunfalmente.
M
ONSIEUR Bouc no cesaba de darle vueltas al botón dejado por mistress Hubbard.
—Este botón… No puedo comprenderlo. ¿Significará que, después de todo, Pierre Michel está complicado en el asunto? —dijo. Hizo una pausa y continuó, al ver que Poirot no le contestaba—. ¿Qué tiene usted que decir de esto, amigo mío?
—Que este botón sugiere posibilidades —contestó Poirot, pensativo—. Interrogaremos a la señora sueca antes de discutir la declaración que acabamos de escuchar.
Rebuscó en la pila de pasaportes que tenía delante.
—¡Ah! Aquí lo tenemos. Greta Ohlsson, de cuarenta y nueve años.
Monsieur Bouc dio sus instrucciones al camarero del comedor, y éste regresó al momento acompañado de la dama de pelo amarillento y rostro ovejuno. La mujer miró fijamente a Poirot, a través de sus lentes, pero parecía tranquila.
Como resultó que entendía y hablaba el francés, la conversación tuvo lugar en este idioma. Poirot le dirigió primeramente las preguntas cuya respuesta ya conocía: su nombre, edad y dirección. Luego le preguntó su profesión.
Era, contestó, matrona en una escuela misional cerca de Estambul. Tenía título de enfermera.
—Supongo que estará usted enterada de lo que ocurrió aquí anoche, mademoiselle.
—Naturalmente. Es espantoso. Y la señora norteamericana me dice que el asesino estuvo en su compartimento.
—Tengo entendido, mademoiselle, que es usted la última persona que vio al hombre asesinado.
—No lo sé. Quizá sea así. Abrí la puerta de su compartimento por equivocación. Pasé una gran vergüenza.
—¿Le vio usted realmente?
—Sí. Estaba leyendo un libro. Yo me disculpé apresuradamente y me retiré.
—¿Le dijo algo a usted?
Las mejillas de la solterona se tiñeron de vivo rubor.
—Se echó a reír y pronunció unas palabras. Casi no las comprendí.
—¿Y qué hizo usted, mademoiselle? —preguntó Poirot, cambiando rápidamente de asunto.
—Entré a ver a la señora norteamericana, mistress Hubbard. Le pedí unas aspirinas y me las dio.
—¿Le preguntó ella si la puerta de comunicación con el compartimento de míster Ratchett estaba cerrada?
—Sí.
—¿Y lo estaba?
—Sí.
—¿Qué hizo a continuación?
—Regresé a mi compartimento, tomé las aspirinas y me acosté.
—¿A qué hora sucedió todo eso?
—Cuando me metí en la cama eran las once menos cinco, porque miré mi reloj antes de darle cuerda.
—¿Se durmió usted enseguida?
—No muy pronto. Me dolía menos la cabeza, pero estuve despierta algún tiempo.
—¿Se había detenido ya el tren antes de dormirse usted?
—Se detuvo antes de quedarme dormida, pero creo que fue en una estación.
—Debió ser Vincovci. ¿Es éste su compartimento, mademoiselle? —preguntó Poirot, señalándoselo en el plano.
—Sí, ése es.
—¿Tiene usted la litera superior o la inferior?
—La inferior, la número diez.
—¿Tenía usted compañera?
—Sí. Una joven inglesa. Muy amable y muy simpática. Viene viajando desde Bagdad.
—¿Abandonó esa joven la cabina después de salir el tren de Vincovci?
—No, estoy segura de que no.
—¿Cómo puede estarlo si estaba dormida?
—Tengo el sueño muy ligero. Estoy acostumbrada a despertarme al menor ruido. Estoy segura de que si se hubiese bajado de su litera me habría despertado.
—Y usted, ¿abandonó la cabina?
—No la abandoné hasta esta mañana.
—¿Tiene usted un quimono de seda escarlata?
—No, por cierto. Tengo una buena bata de lana de color azul.
—¿Y la otra señorita, miss Debenham? ¿De qué color es su bata?
—De un color malva pálido, como los que venden en Oriente.
Poirot asintió y añadió en tono amistoso:
—¿Por qué hace usted este viaje? ¿Vacaciones?
—Sí, voy a casa, de vacaciones. Pero antes permaneceré en Lausana unos días con una hermana.
—¿Tiene usted la bondad de escribir aquí el nombre y dirección de esa hermana?
—No hay inconveniente.
La solterona cogió el papel y el lápiz que él le dio y escribió el nombre y la dirección requeridos.
—¿Ha estado usted alguna vez en Estados Unidos, mademoiselle?
—No. Una vez estuve a punto de ir. Tenía que acompañar a una señora inválida, pero desistieron del viaje en el último momento. Lo sentí mucho. Son muy buenos los norteamericanos. Dan mucho dinero para fundar escuelas y hospitales. Son muy prácticos.
—¿Recuerda usted haber oído hablar del caso Armstrong?
—No. ¿Qué ocurrió?
Poirot se lo explicó.
Greta Ohlsson se indignó y su moño de cabellos pajizos tembló de emoción.
—¡Parece mentira que haya en el mundo tales monstruos! ¡Pobre madre! ¡Cómo la compadezco desde el fondo de mi corazón!
La amable sueca se retiró con el rostro arrebolado y los ojos empañados por las lágrimas.
Poirot escribía afanosamente en una hoja de papel.
—¿Qué escribe usted ahí, amigo mío? —preguntó monsieur Bouc.
—
Mon cher
, tengo la costumbre de ser muy ordenado. Estoy haciendo una pequeña lista cronológica de los acontecimientos.
Acabó de escribir y pasó el papel a monsieur Bouc. Decía así:
9.15 — Sale el tren de Belgrado.
9.40 — (aproximadamente) El criado deja a Ratchett, preparada ya la bebida sedante.
10.00 — (aproximadamente) Greta Ohlsson ve a Ratchett (la última persona que lo vio vivo). N. B. Estaba despierto, leyendo un libro.
0.10 — El tren sale de Vincovci. (Con retraso).
0.30 — El tren tropieza con una gran tormenta de nieve.
0.37 — Suena el timbre de Ratchett. El encargado acude. Ratchett dice: «No es nada. Me he equivocado».
1.17 — (aproximadamente) Mistress Hubbard cree que hay un hombre en su cabina. Llama al encargado.
Monsieur Bouc hizo un gesto de aprobación.
—Está clarísimo —dijo.
—¿No hay ahí nada que le llame a usted la atención por extraño?
—No, todo me parece perfectamente normal. Es evidente que el crimen se cometió a la una y cuarto. El detalle del reloj nos lo dice, y la declaración de mistress Hubbard lo confirma. Voy a aventurar una opinión sobre la identidad del asesino. A mí no me cabe duda de que es el individuo italiano. Viene de Estados Unidos…, de Chicago…, y recuerde que el cuchillo es arma italiana y que apuñaló a su víctima varias veces.
—Es cierto.
—No hay duda, ésa es la solución del misterio. Él y Ratchett actuaron juntos en el asunto del secuestro. Cassetti es un nombre italiano. En cierto modo, Ratchett traicionó a las dos partes. El italiano le siguió la pista, le escribió cartas amenazadoras y finalmente se vengó de él de un modo brutal. Todo es muy sencillo.
Poirot movió la cabeza pensativo.
—Pues yo estoy convencido de que es la verdad —dijo monsieur Bouc, cada vez más entusiasmado con su hipótesis.