—Gracias, señor conde. Es una mera formalidad. ¿Tendrá usted la amabilidad de dejarme su nombre y dirección?
El conde los escribió lenta y cuidadosamente sin titubeos.
—Ha hecho usted bien en obligarme a que los escriba —dijo en tono humorístico—. La ortografía de mi país es un poco difícil para los que no están familiarizados con el idioma.
Entregó la hoja de papel a Poirot y se puso en pie.
—Considero completamente innecesario que mi esposa venga aquí —dijo—. No podría agregar gran cosa a lo dicho por mí.
Se avivó ligeramente la mirada de Poirot.
—Indudable, indudable —dijo—. Pero me agradará cambiar unas palabras con la señora condesa.
—Le aseguro a usted que es completamente innecesario.
Su voz adquirió un tono autoritario. Poirot sonrió amablemente.
—Será una mera formalidad —explicó—. Usted comprenderá que es necesario para mi informe.
—Como usted guste.
El conde cedió de mala gana. Hizo una pequeña reverencia y abandonó el salón.
Poirot echó mano a un pasaporte. Anotó los títulos y nombres del conde.
Acompañado por su esposa
—decían los otros detalles—. Nombre de pila: Elena María. Apellido de soltera: Goldenberg. Edad: veinte años. Un funcionario descuidado había dejado caer una mancha de grasa en el documento.
—Un pasaporte diplomático —dijo monsieur Bouc—. Tenemos que llevar cuidado en no molestarles, amigo mío. Esta gente no puede tener nada que ver con el asesinato.
—Pierda cuidado,
mon vieux
; obraré con el tacto más exquisito. Es una mera formalidad.
Bajó la voz al entrar la condesa Andrenyi en el coche. Parecía tímida y extremadamente encantadora.
—¿Desean ustedes hablarme, caballeros?
—Una mera formalidad, señora condesa —dijo Poirot, levantándose galantemente e indicándole el asiento frente a él—. Es sólo para preguntarle si vio u oyó usted la noche pasada algo que pueda arrojar alguna luz sobre el asunto.
—Nada en absoluto, señor. Estuve dormida.
—¿No oyó usted, por ejemplo, un alboroto en el compartimento inmediato al suyo? La señora norteamericana que lo ocupa tuvo un ataque de nervios y tocó el timbre, llamando insistentemente al encargado.
—No oí nada, señor. Había tomado un somnífero.
—¡Ah! Comprendo. Bien, no necesito detenerla más… Un momento —añadió apresuradamente al ver que ella se ponía en pie—. Estos datos de su nombre, edad y demás, ¿están bien?
—Completamente, señor.
—¿Tendrá usted la amabilidad de firmar esta nota a ese efecto?
La condesa firmó rápidamente, con una graciosa letra: «Elena Andrenyi».
—¿Acompañó usted a su marido a Estados Unidos, madame?
—No, señor —sonrió ella, enrojeciendo ligeramente—. No estábamos casados entonces; llevamos casados solamente un año.
—Muchas gracias, madame. Una pregunta incidental: ¿fuma su marido?
—Sí.
—¿En pipa?
—No. Cigarrillos y cigarros.
—¡Ah! Gracias.
Ella se detuvo y sus ojos le observaron con curiosidad. Ojos adorables, de forma de almendra, con largas pestañas que rozaban la exquisita palidez de sus mejillas. Sus labios, pintados en color escarlata, a la moda extranjera, estaban ligeramente entreabiertos. Tenía una belleza exótica.
—¿Por qué pregunta eso?
—Los detectives hacemos toda clase de preguntas, señora —sonrió Poirot—. ¿Quiere usted decirme, por ejemplo, el color de su bata?
Ella se le quedó mirando. Luego se echó a reír.
—Es de gasa color marfil. ¿Es realmente importante?
—Importantísimo, señora.
—¿De verdad es usted un detective? —preguntó ella con curiosidad.
—A su servicio, señora.
—Yo creía que no teníamos detectives en el tren mientras pasábamos por Yugoslavia hasta… llegar a Italia.
—Yo no soy un detective yugoslavo, madame. Soy un detective internacional.
—¿Pertenece usted a la Sociedad de Naciones?
—Pertenezco al mundo, madame —contestó dramáticamente Poirot—. Trabajo principalmente en Londres. ¿Habla usted inglés? —preguntó en aquel idioma.
—Sí, un poco.
Su acento era encantador.
Poirot se inclinó de nuevo.
—No la detendremos a usted más, madame. Como usted ha visto, no ha sido tan terrible el interrogatorio.
Ella sonrió, inclinó la cabeza y echó a andar.
—
Elle est une jolie femme
—suspiró monsieur Bouc—. Pero no nos ha dicho gran cosa.
—No —convino Poirot—; son dos personas que no han visto ni oído nada.
—¿Llamamos ahora al italiano?
Poirot no contestó por el momento. Estaba observando una mancha de grasa en un pasaporte diplomático húngaro.
P
OIROT salió de su abstracción con un ligero sobresalto. Sus ojos parpadearon un poco al encontrarse con la ávida mirada de monsieur Bouc.
—¡Ah, mi querido amigo! —dijo—. Me he hecho eso que llaman
snob
. Opino que debe atenderse a la primera clase antes que a la segunda. Interroguemos, pues, a continuación al apuesto coronel Arbuthnot.
Como el francés del coronel era bastante limitado, Poirot decidió conducir el interrogatorio en inglés.
Quedaron anotados el nombre, edad, dirección y graduación militar, y Poirot prosiguió:
—¿Regresa usted de la India con lo que llaman licencia… y nosotros llamamos
en permission
?
El coronel Arbuthnot contestó, con verdadero laconismo británico:
—Sí.
—Pero, ¿no está usted obligado a viajar en un barco oficial?
—No. He preferido viajar por tierra por razones completamente particulares.
«Y de las que no tengo que dar cuenta a ningún gaznápiro», pareció añadir el tono de su voz.
—¿Viene usted directamente de la India?
—Me detuve una noche en Ur y durante tres días en Bagdad con un coronel amigo mío —contestó el coronel Arbuthnot, secamente.
—Se detuvo tres días en Bagdad. Tengo entendido que la joven inglesa, miss Debenham, viene también de Bagdad.
—No. La vi por primera vez como compañera de coche en el trayecto de Kirkuk a Nissibin.
Poirot se inclinó hacia delante, y su acento se hizo más persuasivo y extranjerizado de lo necesario.
—Señor, voy a suplicarle una cosa. Usted y miss Debenham son los únicos ingleses que hay en todo el tren. Me interesaría saber la opinión que cada uno de ustedes tienen del otro.
—La pregunta me parece altamente impertinente —dijo el coronel con frialdad.
—No lo crea. Considere que el crimen fue, según todas las probabilidades, cometido por una mujer. Hasta el mismo jefe de tren dijo enseguida: «Es una mujer». ¿Cuál debe ser entonces mi primera tarea? Dar a todas las mujeres que viajan en el coche Estambul-Calais lo que los norteamericanos llaman «un vistazo». Pero juzgar a una inglesa es difícil. Son muy reservados los ingleses. Por eso acudo a usted, señor, en interés de la justicia. ¿Qué clase de persona es miss Debenham? ¿Qué sabe usted de ella?
—Miss Debenham —dijo el coronel con cierto entusiasmo— es una dama.
—¡Ah! —exclamó Poirot, fingiendo gran satisfacción—. ¿Así que usted no cree que esté complicada en el crimen?
—La idea es absurda —replicó Arbuthnot—. El individuo era un perfecto desconocido…, ella no le había visto jamás.
—¿Se lo dijo ella así?
—En efecto. Estuvimos hablando de su aspecto desagradable. Si está complicada una mujer, como usted parece creer (a mi juicio sin fundamento alguno), puedo asegurarle que no será miss Debenham.
—Habla usted del asunto con mucho interés —dijo Poirot con una sonrisa.
El coronel Arbuthnot le lanzó una fría mirada.
—Realmente no sé lo que quiere usted decir.
La mirada pareció acobardar a Poirot. Bajó los ojos y empezó a revolver los papeles que tenía delante.
—Todo esto carece de importancia —dijo—. Seamos prácticos y volvamos a los hechos. Tenemos razones para creer que el crimen se perpetró a la una y cuarto de la pasada noche. Forma parte de la necesaria rutina preguntar a todos los viajeros qué estaban haciendo a aquella hora.
—A la una y cuarto, si mal no recuerdo, yo estaba hablando con el joven norteamericano…, el secretario del hombre muerto.
—¡Ah! ¿Estuvo usted en su compartimento, o él en el de usted?
—Yo estuve en el suyo.
—¿En el del joven que se llama MacQueen?
—Sí.
—¿Era amigo o conocido de usted?
—No. Nunca le había visto antes de este viaje. Entablamos ayer una conversación casual y ambos nos sentimos interesados. A mí, por lo general, no me agradan los norteamericanos…, no estoy acostumbrado a ellos…
Poirot sonrió al recordar la opinión de MacQueen sobre los británicos.
—… pero me fue simpático este joven. Sus ideas sobre la situación de la India son completamente erróneas; esto es lo peor que tienen los norteamericanos… son demasiado sentimentales e idealistas. Bien, como iba diciendo, le interesó mucho lo que yo decía. Tengo casi treinta años de experiencia en el país. Y a mí me interesaba lo que él tenía que decirme sobre la situación financiera de Estados Unidos. Después hablamos de política mundial. Cuando miré el reloj me sorprendió ver que eran las dos menos cuarto.
—¿Fue ésa la hora en que interrumpieron ustedes su conversación?
—Sí.
—¿Qué hizo usted después?
—Me dirigí a la cabina y me acosté.
—¿Estaba ya hecha su cama?
—Sí.
—¿Es el compartimento…, veamos…, número quince…, el penúltimo en el extremo contrario del coche comedor?
—Sí.
—¿Dónde estaba el encargado cuando usted se dirigía a él?
—Sentado al final del pasillo. Por cierto que MacQueen le llamó cuando yo entraba en mi cabina.
—¿Para qué le llamó?
—Supongo que para que le hiciera la cama. La cabina no estaba preparada para pasar la noche.
—Muy bien, coronel Arbuthnot; le ruego ahora que trate de recordar con el mayor cuidado. Durante el tiempo que estuvo usted hablando con míster MacQueen, ¿pasó alguien por el pasillo?
—Supongo que mucha gente, pero no me fijé.
—¡Ah!, pero yo me refiero a…, pongamos durante la última hora y media de su conversación. ¿Bajaron ustedes en Vincovci?
—Sí, pero solamente unos minutos. Había ventisca y el frío era algo espantoso. Deseaba uno volver al coche, aunque opino que es escandalosa la manera que tienen de calentar estos trenes.
Monsieur Bouc suspiró.
—Es muy difícil complacer a todo el mundo —dijo—. Los ingleses lo abren todo, luego llegan otros y lo cierran. Es muy difícil.
Ni Poirot ni el coronel Arbuthnot le prestaron la menor atención.
—Ahora, señor, haga retroceder su imaginación —dijo animosamente Poirot—. Hacía frío fuera. Ustedes habían regresado al tren. Volvieron a sentarse. Se pusieron a fumar. ¿Quizá cigarrillos, quizás una pipa?
Hizo una pausa de una fracción de segundo.
—Yo, una pipa. MacQueen, cigarrillos —aclaró el coronel.
—El tren reanudó la marcha. Usted fumaba su pipa. Hablaron del estado de Europa…, del mundo. Era tarde ya. La mayoría de la gente se había retirado a descansar. Alguien pasó por delante de la puerta…, ¿recuerda?
Arbuthnot frunció el entrecejo en su esfuerzo por recordar.
—Es difícil —murmuró—. Mi atención estaba distraída en aquel momento.
—Pero usted tiene para los detalles las dotes de observación del soldado. Usted observa sin observar, por así decirlo.
El coronel volvió a reflexionar, pero sin mejor resultado.
—No recuerdo —dijo— que nadie pasase por el pasillo, excepto el encargado. Espere un momento…, me parece que también hubo una mujer.
—¿La vio usted? ¿Era vieja…, joven?
—No la vi. No estaba mirando en aquella dirección. Sólo recuerdo un roce y una especie de olor a perfume.
—¿A perfume? ¿Un buen perfume?
—Más bien uno de esos que huelen a cien metros. Pero no olvide usted —añadió el coronel apresuradamente— que esto pudo ser a hora más temprana de la noche. Fue, como usted acaba de decir, una de esas cosas que se observan sin observarlas. Yo me diría a cierta hora de aquella noche: «Mujer…, perfume…, ¡qué aroma más fuerte!». Pero no puedo estar seguro de cuándo fue, sólo puedo decir que… ¡Oh, sí! Tuvo que ser después de Vincovci.
—¿Por qué?
—Porque recuerdo que percibí el aroma cuando estábamos hablando del completo derrumbamiento del Plan Quinquenal de Stalin. Ahora sé que la idea «mujer» me trajo a la imaginación la situación de las mujeres en Rusia. Y sé también que no abordamos el tema de Rusia hasta casi al final de nuestra conversación.
—¿No puede usted concretar más?
—No…, no. Debió de ser dentro de la última media hora.
—¿Fue después de detenerse el tren?
—Sí, estoy casi seguro.
—Bien, dejemos eso. ¿Ha estado alguna vez en Estados Unidos, coronel Arbuthnot?
—Nunca. No quise ir.
—¿Conoció usted en alguna ocasión al coronel Armstrong?
—Armstrong… Armstrong… He conocido dos o tres Armstrong. Había un Tommy Armstrong en el sesenta. ¿Se refiere usted a él? Y Salby Armstrong… que fue muerto en el Somme.
—Me refiero al coronel Armstrong, que se casó con una norteamericana y cuya hija única fue secuestrada y asesinada.
—¡Ah, sí! Recuerdo haber leído eso. Feo asunto. Al coronel no llegué a conocerle, pero he oído hablar de él. Tommy Armstrong. Buen muchacho. Todos le querían. Tenía una carrera muy distinguida. Ganó la Cruz de la Guerra.
—El hombre asesinado anoche era el responsable del asesinato de la hijita del coronel Armstrong.
El rostro de Arbuthnot se ensombreció.
—Entonces, en mi opinión, el miserable merecía lo que le sucedió. Aunque yo hubiera preferido verle ahorcado, o electrocutado como se estila allí.
—¿Es que prefiere usted la ley y el orden a la venganza privada?
—Lo que sé es que no es posible andar apuñalándonos unos a otros como corsos o como la Mafia. Dígase lo que se quiera, el juicio por jurados es un buen sistema.
Poirot le miró unos minutos pensativo.
—Sí —dijo—. Estaba seguro de que ése sería su punto de vista. Bien, coronel Arbuthnot, me parece que no tengo nada más que preguntarle. ¿No recuerda usted nada que le llamase anoche la atención de algún modo… o que, pensándolo bien, le parezca ahora sospechoso?