—¿Ah, sí? —y esperó a que prosiguiese.
—Quizá conozca usted el nombre.
—Parece que me suena… Sólo que siempre creí que era el de un modisto.
Hércules Poirot le miró con disgusto.
—¡Es increíble! —murmuró.
—¿Qué es increíble?
—Nada. Sigamos con nuestro asunto. Necesito que me diga usted todo lo que sepa del muerto. ¿Estaba usted emparentado con él?
—No. Soy… era… su secretario.
—¿Cuánto tiempo hace que ocupa usted ese puesto?
—Poco más de un año.
—Tenga la bondad de darme todos los detalles que pueda.
—Conocí a míster Ratchett hará poco más de un año, estando en Persia.
Poirot le interrumpió.
—¿Qué hacía usted allí?
—Había venido de Nueva York para gestionar una concesión de petróleo. Supongo que no le interesará a usted el asunto. Mis amigos y yo fracasamos y quedamos en situación apurada. Míster Ratchett paraba en el mismo hotel. Acababa de despedir a su secretario. Me ofreció su puesto y lo acepté. Mi situación económica era muy crítica y recibí con alegría un trabajo bien remunerado y hecho a mi medida, como si dijéramos.
—¿Y después?
—No hemos cesado de viajar. Míster Ratchett quería ver mundo. Pero le molestaba no conocer idiomas. Yo actuaba más como intérprete que como secretario. Era una vida muy agradable.
—Ahora continúe usted dándome detalles de su jefe.
El joven se encogió de hombros y apareció en su rostro una expresión de perplejidad.
—Poco puedo decir.
—¿Cuál era su nombre completo?
—Samuel Edward Ratchett.
—¿Ciudadano norteamericano?
—Sí.
—¿De qué parte de los Estados Unidos?
—No lo sé.
—Bien, dígame lo que sepa.
—La verdad es, míster Poirot, que no sé nada. Míster Ratchett nunca me hablaba de sí mismo ni de su vida en los Estados Unidos.
—¿A qué atribuyó usted esa reserva?
—No sé. Me imaginé que quizás estuviese avergonzado de sus comienzos. A mucha gente le sucede lo mismo.
—¿Considera esa explicación satisfactoria?
—Francamente, no.
—¿Tenía parientes?
—Nunca los mencionó.
Poirot insistió sobre aquel asunto.
—Tuvo usted que extrañarse de tanta reserva, míster MacQueen.
—Me extrañó, en efecto. En primer lugar, no creo que Ratchett fuese su verdadero nombre. Tengo la impresión de que abandonó definitivamente su país para escapar de algo o de alguien. Y creo que lo logró… hasta hace pocas semanas.
—¿Por qué lo dice?
—Porque empezó a recibir anónimos… anónimos amenazadores.
—¿Los vio usted?
—Sí. Era mi misión atender su correspondencia. La primera carta llegó hace unos quince días.
—¿Fueron destruidas esas cartas?
—No, tengo todavía un par de ellas en mis carpetas. Otra la rompió Ratchett en un momento de rabia. ¿Quiere que se las traiga?
—Si es usted tan amable…
MacQueen abandonó el compartimento. Regresó a los pocos minutos y puso ante Poirot dos hojas de papel algo sucio y arrugado. La primera carta decía lo siguiente:
Creíste que podrías escapar de nuestra venganza, ¿verdad? En tu vida lo lograrás. Hemos salido en tu busca, Ratchett, ¡y te cogeremos!
No tenía firma.
Sin hacer otro comentario que alzar ligeramente las cejas, Poirot cogió la segunda carta.
Vamos a llevarte a dar un paseo, Ratchett. No tardaremos. Prepárate para el acto final.
—El estilo es monótono —comentó Poirot, dejando la carta—. Mucho más que la escritura.
MacQueen se le quedó mirando.
—Usted no lo notaría —dijo Poirot amablemente—. Requiere el ojo de alguien acostumbrado a tales cosas. Esta carta no fue escrita por una sola persona, míster MacQueen. La escribieron dos o más… y cada una puso una letra cada vez. Además, son caracteres de imprenta. Eso hace mucho más difícil la tarea de identificar la escritura.
Hizo una pausa y añadió:
—¿Sabía usted que míster Ratchett me había pedido ayuda ayer?
—¿A usted?
El tono de asombro de MacQueen dijo a Poirot, sin dejar lugar a duda, que el joven no lo sabía.
—Sí. Estaba alarmado. Dígame, ¿cómo reaccionó cuando recibió la primera carta?
MacQueen titubeó.
—Es difícil decirlo. Se echó a reír con aquella risa tan suya. Pero me dio la impresión de que debajo de aquella tranquilidad se ocultaba un gran temor.
Poirot hizo una pregunta inesperada.
—míster MacQueen, ¿quiere usted decirme, pero honradamente, qué es lo que sentía usted por su jefe? ¿Le apreciaba usted?
Héctor MacQueen se tomó unos breves momentos para contestar.
—No sé —dijo al fin—. No le apreciaba.
—¿Por qué?
—No lo puedo decir exactamente. Era siempre muy amable en su trato.
Hizo una pausa y añadió:
—Le diré a usted la verdad, míster Poirot. Me era francamente antipático. Era, estoy seguro, un hombre peligroso y cruel. Debo confesar, sin embargo, que no tengo razones en las que apoyar mi opinión.
—Muchas gracias, míster MacQueen. Una pregunta más… ¿Cuándo vio usted por última vez a míster Ratchett, señor MacQueen?
—La pasada noche a eso de… —reflexionó un minuto—. A eso de las diez. Entré en su compartimento a pedirle unos datos.
—¿Sobre qué?
—Sobre mosaicos y cerámica antigua que compró en Persia. Lo que le entregaron no era lo que había comprado. Con ese motivo hemos sostenido una enojosa correspondencia con los vendedores.
—¿Y fue ésa la última vez que fue visto vivo míster Ratchett?
—Supongo que sí.
—¿Sabe usted cuándo recibió míster Ratchett el último anónimo amenazador?
—La mañana del día que salimos de Constantinopla.
—Una pregunta más, míster MacQueen. ¿Estaba usted en buenas relaciones con su jefe?
—Ratchett y yo nos llevábamos perfectamente bien —contestó el joven sin titubear.
—¿Tiene usted la bondad de darme su nombre completo y dirección en Estados Unidos?
MacQueen dio su nombre —Héctor Willard MacQueen— y una dirección de Nueva York.
Poirot se recostó contra el almohadillado del asiento.
—Nada más por ahora, míster MacQueen —dijo—. Le quedaría muy agradecido si reservase la noticia de la muerte de míster Ratchett por algún tiempo.
—Su criado, Masterman, tendrá que saberla.
—Probablemente la sabe ya —repuso Poirot—. Si es así, trate de que cierre la boca.
—No me será difícil. Es muy reservado, como buen inglés, y tiene una pobre opinión de los norteamericanos y ninguna en absoluto sobre los de cualquier otra nacionalidad.
—Muchas gracias, míster MacQueen.
El norteamericano abandonó el lugar.
—¿Bien? —preguntó monsieur Bouc—. ¿Cree usted lo que le ha dicho ese joven?
—Parece sincero y honrado. No fingió el menor afecto por su patrón, como probablemente habría hecho de haber estado complicado en el asunto. Es cierto que míster Ratchett no le dijo que había tratado de contratar mis servicios y que fracasó, pero no creo que ésta sea realmente una circunstancia sospechosa. Me figuro que míster Ratchett era un caballero reservado en sus asuntos.
—Así, pues, descarta usted una persona, por lo menos, como inocente del crimen —dijo monsieur Bouc jovialmente.
Poirot le lanzó una mirada de reproche.
—Yo sospecho de todo el mundo hasta el último minuto —contestó—. No obstante, debo confesarle que no concibo a este sereno y reflexivo MacQueen perdiendo la cabeza y apuñalando a la víctima doce o catorce veces. No está de acuerdo con su psicología.
—Es cierto —dijo, pensativo, monsieur Bouc—. Es el acto de un hombre casi enloquecido por un odio frenético. Sugiere más el temperamento latino. O, como dijo nuestro jefe de tren, la mano de una mujer.
S
EGUIDO por el doctor Constantine, Poirot se dirigió al coche inmediato y al compartimento del hombre que había sido asesinado. El empleado le abrió la puerta con su llave.
Entraron los dos hombres, y Poirot miró interrogativamente a su compañero.
—¿Han tocado algo en el compartimento?
—No hemos tocado nada y no moví el cuerpo al examinarlo.
Lo primero que le llamó la atención fue el frío intensísimo que reinaba en el reducido compartimento. El cristal de la ventanilla estaba bajado y levantada la cortina.
—¡Brrr! —se estremeció Poirot.
El otro sonrió comprensivamente.
—No quise cerrarla —dijo.
Poirot examinó cuidadosamente la ventanilla.
—Tenía usted razón —dijo—. Nadie abandonó el carruaje por aquí. Posiblemente, la ventanilla abierta estaba destinada a sugerir tal hecho, pero si es así, la nieve ha burlado el propósito del asesino.
Examinó cuidadosamente el marco de la ventana y, sacando una cajita del bolsillo, sopló un poco de polvo sobre ella.
—No hay huellas dactilares —dictaminó—. Pero aunque las hubiese, nos dirían muy poco. Serían de míster Ratchett o de su criado o del encargado. Los criminales no cometen torpezas de esta clase en estos tiempos. Podemos, pues, cerrar la ventana. Aquí hace un frío inaguantable.
Acompañó la acción a la palabra y luego desvió su atención por primera vez a la inmóvil figura tendida en la litera.
Ratchett yacía boca arriba. La chaqueta de su pijama salpicada de manchas negruzcas, había sido desabotonada y echada hacia atrás.
—Comprenderá usted que lo tuve que hacer para ver la naturaleza de las heridas —explicó el doctor.
Poirot asintió. Se inclinó sobre el cadáver. Finalmente, se incorporó con un ligero gesto de disgusto.
—No es nada agradable —dijo—. El asesino se ensañó de un modo repugnante. ¿Cuántas heridas contó usted?
—Doce. Una o dos pueden calificarse de erosiones nada más. Y tres de ellas son mortales de necesidad.
Algo en la manera de hablar del doctor llamó la atención de Poirot. Le miró fijamente. El griego contemplaba perplejo el cadáver.
—¿Qué encuentra usted de extraño?
—Lo ha adivinado usted —contestó el otro.
—¿De qué se trata?
—Vea usted estas heridas —dijo el doctor, señalándolas—. Son profundas; cada corte tuvo que interesar vasos sanguíneos y, sin embargo, los bordes no se abren. No han sangrado como cabía esperar.
—¿Y eso indica…?
—Que el hombre estaba ya muerto…, llevaba algún tiempo muerto cuando se las causaron. Pero esto es seguramente absurdo.
—Así parece —dijo Poirot pensativo—. A menos que nuestro asesino se figurase que no había ejecutado debidamente su tarea y volviese para terminarla. ¡Pero es manifiestamente absurdo! ¿Algo más?
—Solamente una cosa.
—¿Qué?
—Vea usted esta herida… bajo el brazo derecho… cerca del hombro. Tome usted este lápiz. ¿Podría usted descargar este golpe?
Poirot imitó el movimiento con la mano.
—Ya veo —repuso—. Con la mano derecha es excesivamente difícil…, casi imposible. Tendría uno que descargar el golpe del revés, como si dijéramos. En cambio, empleando la mano izquierda…
—Exactamente, monsieur Poirot. Es casi seguro que ese golpe fue causado con la mano izquierda.
—¿De manera que nuestro asesino es zurdo? Sería demasiado sencillo, ¿no le parece, doctor?
—Como usted diga, monsieur Poirot. Algunas de esas heridas han sido causadas, con toda evidencia, por una mano normal.
—Dos personas. Volvemos a la hipótesis de las dos personas —murmuró el detective—. ¿Estaba encendida la luz? —preguntó bruscamente.
—Es difícil saberlo. El encargado la apaga todas las mañanas a eso de las diez.
—Los conmutadores nos lo aclararán —dijo Poirot.
Examinó la llave de la luz del techo y la perilla de la cabecera. La primera estaba abierta; la segunda, cerrada.
—Eh bien! —exclamó, pensativo—. Tenemos aquí una hipótesis del primero y segundo asesinos, como diría el gran Shakespeare. El primer asesino apuñaló a su víctima y abandonó la cabina, apagando la luz; el segundo asesino entró a oscuras, no vio que lo que se proponía ejecutar estaba ya hecho y apuñaló, por lo menos dos veces, el cuerpo del muerto.
Que pensez vous de ça?
—¡Magnífico! —dijo el doctor con entusiasmo.
Los ojos del otro parpadearon.
—¿Lo cree usted así? Lo celebro. A mí me sonaba un poco a tontería.
—¿Qué otra explicación puede haber?
—Eso es precisamente lo que me pregunto. ¿Tenemos aquí una coincidencia o qué? ¿Hay algunas otras incongruencias que sugieran la intervención de dos personas?
—Creo que sí. Algunas de estas heridas, como ya he dicho, indican debilidad…, falta de fuerza o de decisión. Pero hay otras, como ésta… y ésta —señaló de nuevo— que indican fuerza y energía. Han penetrado hasta el hueso.
—¿Fueron hechas, en opinión suya, por un hombre?
—Es casi seguro.
—¿No pudieron ser hechas por una mujer?
—Una mujer joven y atlética podría haberlas hecho, especialmente si se sentía presa de una gran emoción; pero eso es, en mi opinión, altamente improbable.
Poirot guardó silencio un momento.
—¿Comprende usted mi punto de vista? —preguntó el otro con ansiedad.
—Perfectamente —contestó Poirot—. ¡El asunto empieza a aclararse algo! El asesino fue un hombre de gran fuerza; también pudo ser débil, pudo ser igualmente una mujer, o una persona zurda, o una ambidextra…, o una… ¡Ah!
C’est rigolo tout ça!
Poirot hablaba con repentino nerviosismo.
—Y la víctima, ¿qué papel desempeñó en todo esto? ¿Qué hizo? ¿Gritó? ¿Luchó? ¿Se defendió?
Poirot introdujo la mano bajo la almohada y sacó la pistola automática que Ratchett le había enseñado el día anterior.
—Completamente cargada, como usted ve —observó.
Siguieron registrando. La ropa de calle de Ratchett colgaba de las perchas de una pared. En la pequeña mesa formada por la taza del lavabo había varios objetos; una dentadura postiza en un vaso de agua; otro vaso vacío; una botella de agua mineral; un frasco grande y un cenicero que contenía la punta de un cigarro y unos fragmentos de papel quemado, dos cerillas usadas…
El doctor cogió el vaso vacío y lo olfateó.
—Aquí está la explicación de la inactividad de la víctima —dijo.
—¿Narcotizado?
—Sí.
Poirot recogió las dos cerillas y las examinó cuidadosamente.