Asesinos en acción (5 page)

Read Asesinos en acción Online

Authors: Kenneth Robeson

Tags: #Aventuras, Pulp

BOOK: Asesinos en acción
12.4Mb size Format: txt, pdf, ePub

Atravesó el trimotor la nube de humo… salió de ella. Transcurrió un minuto… dos…

La nube de gas quedaba detrás de ellos, a cinco millas de distancia.

Nada sucedió.

Doc obligó a dar media vuelta a su aparato y lo lanzó en pos del monoplano enemigo.

—¡Eh! —exclamó Eric, incapaz de contener por más tiempo la respiración—. Ese gas… ¿cree usted que…?

—Tranquilícese —explicole Doc—. La cabina es impenetrable al aire. ¿No ha reparado que durante el vuelo no le costaba trabajo respirar, a pesar de que volamos con frecuencia a una altura de veinte mil pies sobre la superficie de la Tierra? Pues ello se debe a las condiciones especiales de la cabina… provista de una cantidad renovada, a cada instante, de oxígeno, que se halla contenido en un tanque ad hoc.

El monoplano enemigo luchaba frenético por alcanzar una altura superior siempre a la del trimotor a la manera de un aparato de combate.

Mas, en vano. Era como un pobre buharro perseguido por un despiadado halcón. Al cabo consiguió colocarse a su lado el veloz trimotor y Doc se dio cuenta de que el piloto contrario llevaba puestos unos auriculares.

Su voz poderosa resonó en el transmisor del aparato de radio:

—Vivo. ¡Aterrice!

La excitación del piloto le demostró que había captado igual longitud de onda y por consiguiente que había localizado el trimotor.

Mas, en lugar de aterrizar viró rápidamente. Resguardada por la hélice una ametralladora invisible vomitó rojas llamaradas sobre la nave de Doc.

Mas, apenas iniciado cesó en seco el tableteo, pues con hábil maniobra Doc habíase apartado de la línea de ataque.

Después, el borde delantero de alas de su aparato apareció delineado con algo semejante a rojizas bombillas eléctricas.

¡En ellas se habían instalado nada menos que diez ametralladoras Browning! Una vibración espantosa recorrió el aparato de extremo a extremo.

Incapaz de volar con igual velocidad y dotado únicamente de una sola arma defensiva, el monoplano quedaba desarmado, indefenso, ante aquel ultramoderno señor de los espacios.

Su piloto viose obligado por lo tanto a reconocer la supremacía del trimotor.

Desde este se le oyó chillar y taparse los oídos al caer las balas en torno suyo con estruendo, silbidos y desgarros del material.

Entonces cesó la lluvia de fuego.

El piloto alzó la cabeza y echó en torno una mirada de temor. Una voz perentoria que vibraba en sus oídos le hizo pegar un brinco.

—¡Aterrice! —repetía.

Y tan imperiosa era, a pesar de estar desfigurada por los diafragmas metálicos de los auriculares, que el malvado piloto hincó hacia abajo el pico de su aparato como si su vida dependiera de un rápido aterrizaje.

Tan nervioso estaba, que lo destrozó al aterrizar con tal precipitación.

Al choque se le desprendió el tren de aterrizaje, se le dobló la hélice y se le ladearon las alas. Por milagro no pereció en la colisión. Saltó a tierra y miró hacia arriba.

El trimotor planeaba sobre su cabeza como gigantesco murciélago.

Entonces corrió en línea recta. El bosque comenzaba a unos metros de aquel lugar.

Pero antes de que consiguiente alcanzarlo, se le adelantó un gigante de bronce. Unos brazos resistentes como el acero se ciñeron a su cuerpo con tal fuerza, que le cortaron la respiración y creyó que había soñado su última hora. Por fortuna no fue así. Se le transportó junto al trimotor. Trató de luchar. Las manos de acero aumentaron su presión de tal modo, que le arrancaron un grito lacerante.

Cesó de debatirse en cuanto se le pinchó en el brazo con una aguja hipodérmica. ¡Era la segunda persona que se sometía aquel día a la acción del suero inventado por Doc Savage!

—¡Ahora, entra en el aeroplano! —se le ordenó.

El piloto obedeció. Carecía ya de voluntad.

Doc Savage penetró tras él en el trimotor y el aparato despegó en un segundo.

Poco después describía amplios círculos sobre un aeródromo de Nueva Orleans. En el reverso de las alas se descorrieron ocultos obturadores descubriendo las lentes de unos faros. Estos se iluminaron, y aterrizó la nave.

Eric el Gordo consultó la hora en su reloj.

—¡Cáspita! —esta era su expresión favorita—. ¡Si no son más que las doce!… —exclamó.

De pronto abrió desmesuradamente los ojos. Acababa de llegar a sus oídos la trepidación suave e ininterrumpida de un motor.

¡Toma! ¡Tenía delante una elegante «limousine» pintada de negro!… Su conductor abrió la portezuela.

—Aquí tienen el coche, señores —dijo.

—Lo pedí desde el aeroplano por radioteléfono —explicó Doc Savage al asombrado millonario.

—Doc hace bien las cosas —sonrió Ham, balanceando el indispensable estoque.

Eric el Gordo era un hombre activo; el trabajo se multiplicaba en sus manos.

De otro modo no hubiera llegado a multimillonario. Pero, le aturdía la rapidez con que Doc lo hacía todo.

Ir en su compañía era como situarse en el centro de un torbellino.

¡Cuántas cosas les habían sucedido en menos de veinticuatro horas! En un solo día se había atentado, dos veces, contra sus vidas y se había capturado a dos hombres.

Después se había franqueado, de un salto, como quien dice la inmensa distancia que separa Nueva York de Nueva Orleans. ¡Era prodigioso!

La «limousine» les condujo a la residencia señorial de los Danielsen, situada en un barrio elegante.

Doc se encargó de llevar adentro a los dos prisioneros.

—¡Sentaos!

Ambos tomaron asiento dócilmente. Impresionaba ver cómo le obedecían aquellos demonios, pasivos como autómatas en aquellos momentos.

—Ahora voy a salir, pero vuelvo en seguida —dijo a sus amigos.

Deseaba escribir con aquella tinta visible solamente a la luz de los rayos ultravioleta, un mensaje que situaría sobre la puerta de las oficinas de la compañía maderera, pues sabía que antes de que finalizara la noche llegarían a Nueva Orleans sus otros cuatro hombres: Monk, Renny, Long Tom y Johnny.

Cuando había que ir deprisa sabían portarse tan bien como el primero.

Pero, guardó silencio respecto a sus intenciones por una razón muy sencilla: aunque incapaces de pensar los dos prisioneros recordarían todo lo que les había sucedido al salir de su estado singular de inercia y por ello no quería que se enteraran de la forma en que redactaba sus mensajes.

Partió en la «limousine» provocando la extrañeza de su chofer con su hábito de ir en pie sobre el estribo en lugar de tomar asiento dentro del coche.

Hacía esto siempre que corría algún peligro, pues entonces le agradaba ver cuanto sucedía en torno suyo.

Eric el Gordo le vio marchar desde la puerta.

—¡Es un hombre notable! —observó cuando hubo desaparecido—. ¡A su lado me siento tan seguro, que se me figura que no tengo ya nada que temer del Araña Gris!

Mas, apenas habían salido de sus labios tales palabras cuando pegó un respingo. Sus ojos expresaron aturdimiento y se llevó ambas manos al pecho.

Luego cayó con sordo golpe al suelo. Su cuerpo quedó inerte.

La hermosa Edna exhaló un chillido. De un salto se colocó junto a su padre. Entonces tuvo un sobresalto. Pareció azorarse y sufrió un colapso.

Ham había sacado de la vaina el famoso estoque y se puso en guardia, más ¿contra quién?, Allí no había nadie.

Entonces trató de escapar. Corrió como un loco hacia la puerta. De súbito se le contrajo el semblante. Fue cosa de una fracción de segundo.

Luego cayó inmóvil junto a los Danielsen.

Eric el Gordo había concebido engañosas esperanzas. ¡En su propia mansión hería a los tres la mano implacable del Araña Gris!

Capítulo IV

Dos hombres muertos

Un silencio siniestro invadió la habitación en que yacían, exánimes, los tres seres. Al otro lado de la puerta sonaba un reloj de madera, con acompasado tic-tac. Diríase que marcaba los pasos de la muerte.

En las apartadas regiones de la cocina zumbaba el motor de un refrigerador eléctrico…

Del Missisippi llegaba, en alas del viento, el mugido persistente de la sirena de un paquebote. De la ventana abierta de una casa vecina surgían las alegres notas de un bailable, radiado, y confundidos con él chocar de copas y gozosas carcajadas.

Una voz dijo dentro de la habitación:

—¡La costa ha quedado libre!

Y dos seres de extraño aspecto salieron del interior de un armario.

Eran de corta estatura. Su piel tenía un color poco usual, amarillo terroso.

Sus facciones eran rudas y desdibujadas semejando dos grandes cuadrúmanos, pelados, a quienes se hubiera arrancado el rabo.

Vestían sencillamente. Unos dungarees cortos les azotaban las piernas a la altura de la rodilla; sucias camisas harapientas les cubrían el pecho.

Los dos iban descalzos. Los dos llevaban en la mano unos tubos delgados.

Se inclinaron sobre los cuerpos de los inconscientes Ham, Edna y Danielsen y sus dedos ágiles arrancaron a cada uno de ellos una flecha diminuta que guardaron en saquitos de cuero.

Eran aquellas flechas disparadas hábilmente por medio de una cerbatana a través de la cerradura de la puerta del armario, las que habían producido el desastre de que habían sido víctimas nuestros tres amigos.

Luego se aproximaron a la puerta y lanzaron al viento una nota parecida al silbido de una serpiente.

Varios hombres se aproximaron corriendo, al oír la señal. Se parecían como hermanos a los que estaban dentro del cuarto.

Era como si se reunieran en asamblea grandes monos de largos pelos y rabos enrollados.

Eric el Gordo hizo un leve movimiento: ¡revivía!

Los hombres-mono le sujetaron apresuradamente por medio de ligaduras y lo mismo hicieron con Edna y Ham.

Hablaban un inglés pintoresco por regla general, mas en ocasiones se valían para cambiar impresiones de una lengua extraña, irreconocible mezcla de francés, español, inglés y africano de la manigua.

Por su raza parecían tan políglotas como por su idioma.

De hallarse allí un perito en la materia hubiera reconocido en ellos a los espécimen de una raza poco conocida, constituida por cierta clase de seres que habitan en el corazón de las marismas americanas del Sur. En su mayoría son descendientes de criminales que se refugiaron en aquellas regiones inhospitalarias para escapar al castigo y se pasaron en ellas la vida.

Por su origen no pueden ser más que unos seres degenerados.

Como clase son rechazados por los seres superiores que cohabitan con ellos la marisma.

Era entre este pueblo vicioso e ignorante donde se practicaba el rito siniestro y sanguinario, en ocasiones, del vuduismo. En la extensión desierta de la marisma sucedían continuamente hechos espantosos, se decía.

Pero jamás volvieron de las laberínticas ciénagas de la región los ejecutores de la justicia enviados allí para averiguar la verdad con pruebas palpables, evidentes, de que lo que se murmuraba fuera otra cosa que un cuento debido a la imaginación de un poeta que hubiera pasado de noche junto al cementerio.

Con todo, se sabía que existía el vuduismo.

El jefe de los hombres-mono se aproximó al piloto del aeroplano y su acompañante el del pelo planchado.

—¿Qué os sucede? —preguntó en su tosca lengua.

Los dos hombres explicaron en una jerigonza desprovista de sentido.

Sus palabras no expresaban una idea coherente.

—¡Sacré! ¡Responded! —exclamó el jefe.

Les abofeteó en las mejillas y los dos oscilaron en sus asientos, pero no retrocedieron. Tampoco trataron de defenderse. Los ojillos del jefe comenzaron a desorbitarse.

—¿Qué quiere decir esto? —balbuceó.

—Les habrán hecho mal de ojo… —insinuó un hombre-mono.

Todos rodearon, entonces, a los dos desdichados. Un sudor semejante a la parafina brotaba de sus frentes mientras descansando, ora sobre un pie, ora sobre otro, contemplaban al piloto y su compañero como si estos fueran dos aparecidos.

—¿Qué vas a hacer con ellos? —inquirió otro hombre-mono.

El jefe reflexionó. Una sonrisa feroz dilató sus labios. Su cerebro primitivo acababa de concebir una idea que le complació en extremo.

—¡Mataré a los dos! —dijo—. Es un medio excelente para deshacer el sortilegio de que los ha hecho víctimas.

—¿Le agradará esto al Araña Gris? —preguntó, caviloso, un tercer hombre-mono.

—Seguro —gruñó el jefe—. Ni uno ni otro han desempeñado satisfactoriamente la tarea que les ha sido encomendada… y sabéis lo que esto significa.

—¿La muerte?

—Esto es.

—En tal caso saquémosles de aquí…

—¡Non, non! —repuso el jefe con una mueca burlona—. Sería un trabajo excesivo. ¡Yo les despacharé!

Introdujo la mano en el espacio comprendido entre el pecho y la camisa que lo cubría y sacó una navaja.

Bastaron dos golpes. El piloto y su compinche cayeron, exánimes, al suelo.

Un chillido penetrante entreabrió los labios de la hermosa Edna. Salía de su desmayo para darse cuenta, una vez repuesta del todo, del crimen horrendo que se cometía ante sus ojos.

El jefe de los hombres-mono la golpeó brutalmente. Tornó a perder el sentido.

Al ver abatirse sobre ella aquel puño despiadado se apoderó de Eric el Gordo una exaltación violeta.

La rabia le enloqueció y le prestó la energía irresistible de un maníaco.

Era un hombre vigoroso, producto de la antigua escuela de los negociantes de madera, la profesión que exigía de ellos una inteligencia despierta, prontitud de acción y la fuerza necesaria para tumbar a cualquier aserrador que trabajase a sus órdenes.

Hizo un esfuerzo y saltaron las ligaduras de sus muñecas; un segundo le bastó para desatarse los pies y se enderezó de un salto.

El jefe de los hombres-mono echó la mano hacia atrás por encima del hombro y tiró el cuchillo.

Eric paró el golpe de la misma manera que hubiera recibido sus antepasados las flechas disparadas por el enemigo durante un combate: asiendo una silla y escudándose con ella.

El arma fue a clavarse en la parte posterior del asiento. El millonario la arrancó y corrió a cortar las ligaduras de Ham. No le dieron tiempo. El enemigo en masa se interpuso entre los dos.

Entonces blandió el pesado asiento. Los bretones no hubieran rechazado con mayor denuedo a las victoriosas hordas de los vikingos.

Other books

The Garden Intrigue by Lauren Willig
Hidden Treasure by Melody Anne
La caza del meteoro by Julio Verne
Aunt Maria by Diana Wynne Jones
Drifting into Darkness by La Rocca, J.M.
My Year of Meats by Ruth L. Ozeki
SoundsofLove by Marilyn Kelly
Lula Does the Hula by Samantha Mackintosh
Dating the Guy Next Door by Amanda Ashby