Doc había imitado el bárbaro lenguaje de los hombres-mono para saber dónde tenían éstos secuestrados a sus amigos. El lugar estaba por lo visto entre las grandes piras de madera.
Doc hizo entonces una cosa sorprendente: oprimió el espeque del cañoncito sujeto al cinto del guarda y el arma vomitó por la boca fuego, humo, y pequeñas balas de cupro-níquel.
En el estrecho espacio dejado por las piras de madera sonaron sus detonaciones como el estallido del trueno.
Doc soltó el espeque.
—¡Ya lo tengo! —gritó imitando el acento peculiar a los hombres de la marisma.
De un salto se encaramó sobre la pira y se colgó de una de sus tablas que sobresalía poco más de un par de centímetros.
A sus pies se abrió, hacia fuera, el costado aparentemente unido de la pira.
Se dio cuenta de ello por el sonido, pues el cobertizo estaba oscuro como boca de lobo.
—¿Quién es él? ¿A quién has atrapado? —interrogó una voz. La persona que hablaba debía asomar la cabeza por la puerta, debajo mismo de él.
Pero valía la pena de comprobarlo.
Una de las grandes manos de Doc palpó en el vacío, tocó una cabeza, la asió por los cabellos…
La víctima exhaló un quejido apagado. Su cabeza chocó con la piedra y perdiendo el sentido, colgó inerte de la mano de su enemigo.
Éste le dejó caer y se escurrió por la puerta abierta en el interior de la pira.
Un estrecho rayo de luz le salió al encuentro y dio de lleno en su rostro. Doc ladeó el cuerpo prontamente. Sonó un disparo, luego una maldición. El hombre que sostenía la luz no había dado en el blanco.
Dentro de la pira había una pieza muy vasta al parecer. Sus paredes habían sido edificadas como las de una nevera: instalando entre el tablaje interior y exterior una cámara de aire.
No cabía duda de que ella amortiguaba los sonidos.
En su interior sonó un alarido de esos que hielan la sangre en las venas. Se agitó un cuerpo. Se oyó una detonación. Luego nada. Silencio.
¡El hombre de la linterna había sentido la mano poderosa de Doc Savage y yacía sin sentido en el suelo!
El interior de la pira de tablas semejaba por lo silencioso al de una antigua tumba egipcia. Pero en el fondo de aquel oscuro abismo se oía el rápido y acompasado tic tac de un reloj.
Un reloj de pulsera femenino, sin duda.
—¡Doc! —llamó muy quedo la voz de Ham—. A nuestro cuidado pusieron los de la banda cuatro hombres, solamente.
—¡La costa está libre de enemigos, entonces! —rió Doc. Encendió un fósforo.
¡Eric el Gordo, Edna y Ham! Los tres estaban sanos y salvos, aunque tendidos en el suelo. Tenían algo rojos los brazos a causa de las ligaduras que les oprimían, pero tales bagatelas se olvidan pronto.
—Ya me estaba contando entre los difuntos —murmuró Eric—. Esos salvajes pensaban enviarnos a su escondrijo principal, aquel al que llaman, si mal no recuerdo, el Castillo del Mocasín. Una vez en él, Araña Gris habría tratado de obligarnos a firmar un papel declarando que estamos decididos a tomarnos unos días, quizás meses de descanso, y después… nos hubieran asesinado, según colijo.
—¡El Castillo del Mocasín! —repitió secamente Doc—. Lo mejor será que probemos a convencer a nuestros prisioneros para que nos digan dónde está. ¡Quizás atrapemos dentro de él el Araña Gris!
—Me molesta tener que decepcionarte, Doc —dijo Ham—, pero no estás de suerte.
—¿Eh?
—Ninguno de esos salvajes sabe dónde se halla el castillo. De su conversación deduzco que es una especie de lugar sagrado, un templo dedicado al culto de vudú, que sólo visitan los altos muck-amuks. Así les llaman en su bárbaro idioma.
—¿Por qué estás tan seguro, Ham?
—Porque sorprendí una conversación entablada por ellos no hace mucho —repuso el brigadier—. Como no creían que pudiéramos escapar, me parece que no tenían por qué engañarnos.
—Entonces tendremos que proceder conforme a mi plan primero —dijo Doc con firmeza.
Partió para cerrar el interruptor de la mortífera corriente y trasladar junto a la cerca su Roadster.
Marchaba a buen paso. Sentía vivos deseos de llegar cuanto antes a Nueva Orleans con los cuatro nuevos prisioneros.
Sumados estos a los dos narcotizados que se hospedaban en el hotel serían seis los que llevaría al sorprendente Reformatorio del Estado de Nueva York.
Es decir: eso creía él. En realidad, serían muchos más los que descansarían en la habitación del hotel antes de que quedara solucionado el affaire de los aserraderos, pues apenas había comenzado, en aquellos momentos, la lucha entablada con el Araña Gris.
Muerte al final del sendero
El amanecer de un espléndido se enseñoreaba de Nueva Orleans. La multitud acudía, afanosa, al trabajo. Canal Street hallábase convertido en un hervidero.
Los ferry-boats, transportaban por cargas los pasajeros de una a otra ribera del Missisippi.
Era la hora de comenzar los negocios.
Doc había llevado a sus amigos y prisioneros a la ciudad. Dejando a estos últimos en las habitaciones del hotel con los otros dos capturados de antemano, tornó a ocupar su asiento junto al volante y continuó su camino.
Recorrió la avenida de San Carlos, al llegar a Tulia ascendió por ella, se detuvo ante el edificio de la Danielsen y Kaas y allí se apearon todos del Roadster.
En dicho edificio, de una gran belleza, deslumbrante de blancura, con ornamentos ejecutados sobre piedra negra, conforme al gusto moderno, más que un simple rascacielos de diez pisos semejaba la concepción material de un artista que soñara con futuras viviendas.
De él salía y entraba una nube de empleados.
—¡Diantre! ¿Y eres tú el general en jefe de toda esa fuerza? —insinuó Ham.
—Jamás ha habido en la casa tantos empleados como ahora —replicó, con orgullo, Eric el Gordo—. Bien es verdad que soy el único patrono que no se ha aprovechado de las circunstancias para reducir los salarios.
Al entrar en las oficinas les salió al encuentro un escribiente.
—He aquí una nota para Doc Savage —dijo—. La han echado durante la noche, por debajo de la puerta, según dice el vigilante.
Doc tomó y abrió el sobre. Dentro había un pliego de papel blanco y liso.
En él aparecía la huella de un pulgar. Era colosal, casi tan amplia como la vía de un ferrocarril de juguete.
Doc tuvo una sonrisa leve. Reconocía la impresión, su mismo tamaño la delataba. Dudaba de que otro hombre pudiera dejar una huella tan grande como aquella sobre el papel.
Pertenecía al coronel John Renwick (o Renny, como se le llamaba familiarmente), famoso ingeniero conocido en el mundo entero por su hábito de derribar, a puñetazos, los entrepaños de las puertas más macizas.
El singular mensaje significaba que Renny, Monk, Long Tom y Johnny, sus cuatro amigos y auxiliares habían derribado a Nueva Orleans durante la noche. Tal vez viajaron en un aeroplano poco veloz.
El Gordo Eric pasó delante para mostrarles el camino y les condujo a su despacho particular.
En marcado contraste con el resto del señorial edificio, no estaba su sanctum mejor amueblado y decorado que el de cualquier capataz del aserradero.
La alfombra estaba agujereada, de modo que para no meter un tacón y caer al suelo, había que andar sobre ella levantando mucho los pies.
La mesa de trabajo era viejísima y raída, además, aparecía desgastada en los bordes, como si se hubiera dejado arder descuidadamente sobre ellos un cigarro.
—Así estaba hace treinta años cuando me instalé en él —explicó Eric a sus amigos—, y así continuará. Yo no sé trabajar en una pieza adornada como perro de feria.
Inmediata a ella venía otra, totalmente distinta. Ricas alfombras orientales cubrían suelo; la mesa escritorio era una maravilla de primor y de riqueza, que había costado el equivalente al sueldo anual de un empleado de la Compañía; un bar completo, con su nevera, coctelera y demás adminículos, ocupaba uno de sus ángulos.
Diseminadas por las paredes se veían fotografías de mujeres… coristas probablemente.
—Pertenece a mi socio, Horacio Haas —explicó Danielsen, agregando, como si se diera cuenta, de pronto, del aspecto poco serio de la pieza—: No es un hombre de negocios de primer orden, pero debo mis primeros pasos en la vida a su apoyo material… y no lo olvido.
En aquel preciso momento le interrumpió una voz chillona y desagradable al oído.
—Con permiso, mister Danielsen.
Eric volvió la cabeza.
—¡Hola, Silas! Es Bunnywell, uno de mis tenedores de libros —explicó a los presentes.
El individuo en cuestión tenía el tipo característico de la especie… por lo menos tal como nos lo presentan en las películas.
Su estatura era buena, pero se encorvaba ligeramente, como si hubiera pasado años y más años sentado en el taburete profesional.
El rostro era pequeño y magro; una barriga algo voluminosa contrastaba con la delgadez exagerada del resto del cuerpo; el cabello, blanco como la nieve, hacia su cabeza semejante a una bola de algodón.
Vestía de azul; por cierto que su traje había sacado lustre en las partes que rozaban la mesa y la silla. Sus ojos estaban resguardados por unas gafas semejantes a las que Edna supuso, en un principio, que debía llevar Doc.
Cristales gruesos y ordinarios las caracterizaban.
—Desearía decirles dos palabras, mister Danielsen.
—Diga, diga.
Bunnywell entrelazó con un gesto nervioso ambas manos. Parecía reacio.
—Es que —balbuceó— se trata de un caso particular. Si pudiera hablarle a solas…
—Pues dígalo sin reparo. Para estos amigos no tengo secretos.
—Preferiría que me oyera en privado.
—¡Vamos, vamos, Bunnywell! —tronó el presidente de la Compañía maderera—. Repito que hable.
—Se trata del señor Haas —explicó el tenedor con su chillona voz—. Hace algún tiempo ya le presté quinientos dólares, cantidad que se comprometió a devolverme en el plazo de diez días. Pero no lo ha hecho. Cada vez que le hablo de este asunto se echa a reír y no me responde. Desearía… que le hablara usted, mister Danielsen. Quinientos dólares no es una suma crecida… par usted, pongo por caso; mas si lo es para mí, que he trabajado sin duelo para ahorrarla.
Eric carraspeó con brío. Había fruncido el ceño. El proceder de su socio le disgustaba visiblemente; sin embargo, no hizo ningún comentario.
Del bolsillo interior de su americana extrajo una abultada cartera, y de ésta varios billetes, que entregó a Bunnywell.
—He aquí sus quinientos dólares —dijo—. ¡Mister Haas me reembolsará de esta pérdida!
El viejo tenedor se emocionó hasta el punto de verter lágrimas.
—¡Oh, gracias, gracias, mister Danielsen! —exclamó en un transporte de alegría.
—Olvide este pequeño acto de justicia —observó Eric, con voz atronadora—. En mi casa todos son igualmente responsables de sus actos y me agrada que mis empleados formulen cualquier queja que puedan tener en contra uno de sus jefes don la misma libertad que lo harían si se tratara de un compañero de oficina o de un subordinado.
Silas salió del despacho estrujando contra su pecho los billetes. Al andar no producía el más ligero ruido.
—¡Ese Horacio!… Voy a tener que darle una tunda —rezongó Eric—. Es cosa que he de hacer, por lo menos, una vez al año.
—Aquí le tienes, papá —dijo Edna, interrumpiéndole.
Y, en efecto, el socio penetró en el despacho. Llevaba un chaleco amarillo claro, tan llamativo, que atrajo sobre sí todas las miradas. Después, éstas se posaron en el enorme diamante que fulguraba en uno de sus dedos.
Tan notables como estos aditamentos eran sus pantalones, su corbata flamante y los zapatos charolados con exceso.
Lo menos llamativo del conjunto era, realmente, su persona y, por ello, ocupaba un segundo lugar. Su aspecto era poco distinguido.
No había nada de extraordinario en el semblante rubicundo, la pequeña barbilla, los ojos acuosos o la exagerada gordura de Horacio Haas. Quizás lo más saliente de su persona fuera su cabello, muy oscuro, casi negro.
Entró excitadísimo, blandiendo un papel.
—Gordo Eric: mira lo que traigo aquí —dijo a voz en cuello—. ¡Una carta! ¿Adivinas de quién es? ¿No? Pues, de Topper Beed.
Eric se la arrebató de la mano, pasó la vista por ella y se la entregó a Doc Savage.
—Lea esto —ordenó.
Las doradas pupilas de Doc, tradujeron:
«Si desean apoderarse del Araña Gris, les diré dónde se halla actualmente—. Topper Beed.»
—¡Pronto! ¡Deme usted sus señas! —pidió Savage.
Haas dio la dirección exacta, agregando, para mayor claridad:
—Suyos son el almacén de instrumentos para aserrar madera, nuevos y de segunda mano, y el taller de reparaciones que hay al otro lado del Canal Street.
Reparó entonces en el hombre de bronce. Sus débiles mandíbulas se abrieron lentamente. Sus ojos giraron en las órbitas acuosas. Le aterraba la figura metálica y gigantesca que tenía delante.
—¿Conque éste es el mismo Doc Savage de que me hablabas?— observó, dirigiéndose a Eric el Gordo.
El aludido se aproximó, en silencio, a la puerta.
—¡Voy a
interviuvar
a Topper Beed! —anunció, con acento sombrío.
El taller de reparaciones de Topper Beed estaba situado muy cerca de la antigua Barriada de los Franceses.
Junto a él, en un sitio fácilmente accesible, veíase un gran montón de hierros viejos, algunos en buen estado todavía, puesto allí en espera, sin duda de ser transportado a uno de los muelles de Missisippi.
Ni en torno ni en el interior del viejo edificio, construido con planchas metálicas, que cobijaba el taller, se descubrían signos de vida.
Su puerta estaba asegurada con una pesada cadena, cerrada con un candado.
Los dedos musculosos de Doc Savage manipularon en él por medio de un instrumento de acero, muy semejante a un ganchillo de hacer crochet.
Era éste parecido a un hangar, no era muy grande. En uno de sus ángulos distinguió Doc un taladro o barrena para metales, de gran tamaño y, en el otro, una enorme fragua y un yunque.
Los lubricantes y las escorias del metal formaban una pasta pegajosa, que se adhería a los pies.
El agua derramada pocas horas antes espejeaba sobre el suelo grasiento.
Cerca del agua había una vasija o recipiente de madera, antigua barrica aserrada por la mitad, llena de líquido hasta el borde.