—¿Han oído ustedes? —dijo pausadamente—. El Araña nos declara una guerra sin cuartel.
—¡Nuestros amigos están, quizás, en peligro! —dijo Ham.
Doc afirmó con un gesto.
—Eso creo. Tú permanece aquí, Ham. Toma tus precauciones, guárdate del Araña Gris. Entre tanto voy a ver a nuestros camaradas, no sea que les metan en un lío.
Y abandonó precipitadamente el edificio de la compañía maderera.
Los planes de Doc
El hotel a que había dirigido sus camaradas era el «Antílope»: ni el más grande ni tampoco el más lujoso de Nueva Orleans. Viajantes, corredores, comerciantes del tipo corriente se alojaban en él.
Poco antes de llegar a él, junto a la acera opuesta, detuvo su roadster y se mezcló con los peatones. Sin excepción se volvían éstos a mirarle.
Su aspecto les llamaba la atención todavía más que los carteles anunciadores de un gigante de feria. Además les chocaba el hecho de que fuera sin sombrero.
Frente al «Antílope» estaba detenido un camión de entregas que ostentaba la marca de una panadería muy conocida en la ciudad.
Al volante iba Lefty, el ex detective de la Danielsen y Haas. Junto a él ocupaba un asiento uno de los habitantes de la marisma.
Los ademanes de ambos detonaban su nerviosidad. Los dos levantaban la vista con frecuencia como si esperasen que se produjese algún hecho extraordinario en las habitaciones de los pisos altos.
Los dos descubrieron simultáneamente a Doc Savage.
—¡A ver si le aciertas! —exclamó Lefty y disparó su revólver. El hombre-mono secundó su acción. Sus tiros atronaron la calle, mas esto fue todo.
Doc había visto a la pareja antes de que ésta le apuntaran con sus revólveres respectivos y al sonar el primer tiro se había resguardado tras de una «limousine» parada a poca distancia del camión. Sus cristales hechos pedazos le cayeron en la espalda como lluvia improvisada.
Las balas chocaban con sonido metálico en la caja del coche. Doc corrió velozmente. Su cuerpo, convertido en dorada mancha confusa, pasó ante la vista de los espectadores y se detuvo a cincuenta pasos más debajo de la calle. Allí se instaló tranquilamente en una portería.
No llevaba armas. Juzgaba que no le eran necesarias y realmente jamás necesitaba ninguna para su defensa, por consiguiente aguardó en silencio.
Peatones alborotados como gallinas sorprendidas en su propio corral por una raposa corrían en todas direcciones. A juzgar por el volumen y frecuencia de sus alaridos podía creerse que estaban heridos mortalmente.
Mas, no era así. Sólo un jovencillo había recibido un balazo en la larga boquilla que llevaba entre los labios.
Disparando sin cesar, Lefty y el hombre-mono descargaron sus armas respectivas y no perdieron tiempo en volverlas a cargar.
—¡Vámonos de aquí! —dijo Lefty con voz ahogada.
Las ruedas traseras del camión rozaron de un brinco espasmódico la acera y como un explosivo le impulsaron en sentido contrario.
—¿Abandonas a los compañeros? —preguntó el hombre-mono.
—¿Qué le voy a hacer? —profirió vivamente el cobarde—. Tú y yo hemos cumplido ya nuestra misión.
El vehículo rozó en su marcha un automóvil, patinó hasta la mitad de la calle, dobló la esquina sobre dos ruedas chirriantes y desapareció.
Poco después hubo una espantosa explosión dentro del hotel.
Doc Savage elevó las doradas pupilas. El estruendo provenía de una de las ventanas del segundo piso, que salía, en aquel crítico instante por el aire. A su voladura sucedió una lluvia de ladrillos y madera.
Trozos de metal salieron disparadas por el hueco abierto rebotaron en el otro lado de la calle arrancando de la fachada de las casas aristas de piedra o cal.
Uno de estos trozos cayó a los pies de Doc. ¡Era un casco vulgar de metralla!
Conque ¿se había lanzado una granada en la habitación del piso segundo?
La figura majestuosa de Doc cruzó, veloz, el arroyo y penetró en el hotel.
Allí se apoderó del registro. Sus amigos ocupaban la habitación número 720. Quizás fuera la misma en que acababa de estallar la granada.
Doc corrió a los ascensores, pero se detuvo poco antes de llegar junto a ellos.
Uno de ellos descendía entonces, mas su puerta no se abrió en el acto.
Dentro sonaban terribles rugidos. Algo así como si le hubiera entablado una lucha entre perros y gatos.
Después sonaron repetidos golpes, como si golpearan los costados metálicos de una jaula.
Voces humanas prorrumpieron en alaridos, gimieron, sollozaron, maldijeron, lloraron. Y en medio de tal pandemonium rugía una voz potente como la de una bestia en acción.
Después… sobrevino un silencio repentino.
El ascensor abrió sus puertas.
De él salió un individuo parecido a un salvaje de circo. Poseía una estatua aventajada y una corpulencia de acuerdo con su estatura. Lo menos pesaba ciento sesenta libras.
Todo él estaba cubierto de un vello rojizo y duro como las cerdas de un cochino. Tan cubiertos estaban sus ojos de cartílagos que semejaban estrellas brillando en el fondo de un pozo.
El resto de su fisonomía era increíblemente vulgar.
Entre los brazos, como un botones un rimero de paquetes, llevaba cinco cuerpos, cinco hombres desmayados, al parecer.
—¡Monk! —la potente voz de Doc Savage llenó los ámbitos del hall con su timbre gozoso.
Porque el singular individuo era, en efecto, el teniente coronel Andrés Blodgett Mayfair, uno de sus ayudantes. «Monk» se le llamaba y realmente parecía ser el único apelativo que le cuadraba, mas a pesar de su aspecto simiesco era un gran químico.
—¡Hola Doc! —replicó con una sonrisa que le abrió la boca de oreja a oreja—. Me dedico a la caza de ratas, como ves.
—¿Conque has escapado a la explosión?
—Sí… gracias a tu advertencia. Leímos el mensaje que nos dejaste sobre la puerta de la casa Danielsen y nos inscribimos en el registro del hotel. Según éste ocupamos una habitación que no es, en realidad, la nuestra, pues pedimos que se nos diera una que no figurase en los libros. Así nos lo ordenaste.
Monk tenía una voz extraordinariamente suave para su corpulencia.
—Después —continuó diciendo— vigilamos, vimos rondar el hotel a estos ratas y en cuanto sonó la explosión cargamos contra ellos.
Doc penetró en el ascensor. Monk le siguió con la docilidad de un perro fiel llevando aún a sus víctimas entre los brazos.
El encargado yacía de bruces en el piso de la jaula. Se le examinó, mas no presentaba señal alguna de violencia. Se había desmayado, sencillamente de terror, durante la terrorífica lucha entablada por Monk.
—¿Dónde están los demás? —le preguntó Doc, aludiendo a sus camaradas.
—Arriba —cloqueó Monk—, ajustándole la cuenta al resto de la pandilla. No te preocupes. Llevaban las de ganar cuando perseguí a estos cinco y les acorralé en el ascensor.
—¿En qué piso se halla vuestra habitación?
—En el quinto.
—Vamos a ella.
Doc detuvo el ascensor en el piso indicado y salió al corredor. Detrás de él, pisándole materialmente los talones, iba Monk arrastrando los pies.
Cuando le parecía que iba a volver en sí uno de sus cautivos se detenía y le golpeaba la cabeza contra la pared sin esfuerzo aparente.
Gemidos y gritos ahogados sonaban tras una puerta, en la parte baja del corredor.
Monk y Doc Savage se aproximaron a ella, mas antes de que tocaran el pomo, se desprendió y salió volando entre una nube de astillas, uno de sus paños. Tras él surgieron unos nudillos rojizos, duros como el acero.
—¡Sólo Renny es capaz de hacer eso! —cloqueó Monk—. Un día se equivocará y golpeará un bloque de hierro.
El puño pertenecía al coronel John Renwick. Se le conocía y celebraba en el mundo entero por sus éxitos en la ingeniería civil y por su habilidad en hacer saltar con el puño los paños de la puerta más sólida.
Pero sólo acostumbraba hacer esto cuando estaba contento. Era, pues, evidente que en aquellos momentos gozaba de un humor excelente.
La huella de su dedo pulgar había servido para firmar el papel que dejaron los amigos de Doc en la oficina de la compañía maderera para notificarle que habían llegado a la ciudad.
Por el agujero abierto en la puerta divisaron las facciones de Renny. Su vista hubiera sorprendido a cualquiera que, como es de suponer, esperara verle sonreír.
Mas, por lo contrario, su expresión era solemne, severa, como si Renny acabara de asistir a un funeral.
Otra característica suya era la de que cuanto más se le presentaba una ocasión de estar contento, más larga ponía la cara.
Dentro de la habitación sonó una nueva explosión de gritos y gemidos y Monk penetró en ella con Doc Savage.
—¡Bondad divina! —exclamó sonriendo—. ¿Qué le haces a ese pobre diablo, Long Tom?
Long Tom —en la lista de su regimiento el mayor Tomás T. Roberts— era el más débil de los hombres de Doc a juzgar por las apariencias.
Delgado, no muy alto, tenía el cabello y ojos claros y la tez amarillenta, como si hubiera pasado la vida encerrado en una celda.
Tenía las orejas grandes, pálidas y tan diáfanas, que colocado como estaba en aquel instante entre Doc y la luz podía decirse que su jefe veía a través de ellas.
Cuando penetró Doc en la habitación estaba sentado sobre un alicaído habitante de la marisma y se ocupaba en atarle a las muñecas los extremos de un alambre eléctrico que había arrancado a una lámpara portátil.
—Este mono no sabe lo que es una corriente eléctrica —murmuró con desdeñoso acento—. Voy a aplicársela a ver si de ese modo le convenzo de que debe decirme dónde está el Araña Gris o dónde podremos encontrarle.
Era natural que Long Tom pensara en la electricidad. Su reputación como investigador en este campo no tenía rival y los grandes peritos electricistas le llamaban con frecuencia a su consulta.
Un prolongado gemido de agonía atrajo la atención general hacia la ventana.
—¡Otro experimento! —comentó Monk con sorna.
Junto a ella estaba el último miembro del grupo compuesto por los cinco amigos de Savage sentado, también, sobre un hombre-mono.
Era alto y excesivamente flaco con cara de hambre. Su cabello ralo caneaba en las sienes; más que un aventurero parecía un hombre de ciencia estudioso.
Este era Johnny o Guillermo Harper Littlejohn, arqueólogo y geólogo.
Posiblemente sabía más respecto a la estructura del Globo y las costumbres de la humanidad en las edades antigua y moderna que el noventa y nueve por ciento de los expertos en tal materia.
Con una mano sostenía Johnny sus lentes a la luz del sol, uno de los cuales, el izquierdo, era realmente una potentísima lente de aumento.
No le necesitaba, porque había perdido el uso del ojo izquierdo en la guerra del catorce, pero una lente es siempre útil y por ello la llevaba.
Un hilo de humo se elevaba de la chaqueta del hombre que le servía de asiento.
—¡Habla! —le ordenó Johnny—, o te aplicaré la lente entre los ojos. ¡Verás cómo arden en menos tiempo de lo que se cuenta!
El cautivo le significó su desprecio con una mirada de odio.
Momentos después prorrumpía en alaridos la víctima de Long Tom al sentirse sacudido por la corriente eléctrica. Aunque inofensiva, era sumamente molesta, pero el hombre no despegó los labios.
—Lamento tener que desilusionaros —rió Doc—, pero creo que no sacaréis nada bueno de esos hombres. Tendréis el mismo éxito que si trataseis de hacer hablar a un indio apache.
—Sí, estamos de acuerdo —replicó Johnny—. Estos habitantes de la marisma son seres muy particulares. Como descendientes de criminales refugiados en los pantanos no tienen más que una ley: la de no contar nada al extraño cueste lo que cueste su silencio.
—Precisamente —aprobó Doc—. ¿Se escapó alguno de ellos?
Johnny contó los cautivos que llevaba Monk en los brazos.
—Cinco… siete, con estos dos que hay aquí —dijo—. No, no creo se haya escapado ninguno.
—Por lo menos, no hemos visto, más —puntualizó Renny.
—Bueno, pues, vamos a llevarles al hotel donde duermen sus compañeros —ordenó Savage— y después, camaradas, os leeré el programa de las fiestas y os diré el papel que representaréis en ellas.
Partieron llevándose a los prisioneros.
Un momento después de haber desaparecido Doc y sus amigos salió un hombre de una habitación contigua y bajó por el pasillo.
—¡Lo dicho, he estado de suerte! —murmuró.
Era Bugs, la otra mitad de la digna pareja de ex detectives. Al comienzo de la lucha entablada cuyo resultado había sido la derrota de los hombres-mono, su buena estrella le había puesto delante de un cuarto vacío.
Nadie le había visto entrar y en él había permanecido oculto sin preocuparse de lo que pudiera acaecer a sus compañeros.
Descendió varios tramos la escalera, llegó al hall y allí se abrió paso a empujones. Una agitación indescriptible reinaba en él en aquellos momentos.
Guardias, bomberos, peatones, lo invadían sin haber sido llamados.
Huéspedes y botones corrían, despavoridos, de un lado para otro, aumentando la confusión general. Bugs salió a la calle.
Vio a Doc y sus amigos y se ocultó prontamente tras una bomba de incendios. Desde allí presenció cómo instalaban a sus cautivos en taxicabs.
Bugs tenía una imaginación viva y despierta. Le repugnaba la idea de seguir a Doc, a quien tenía más miedo que al mismo demonio, pues éste no le parecía real sino tema de los sermones de los predicadores; en cambio el gigante de bronce… ¡era real y muy real, sí, señor!
Mas si yendo detrás de Doc y de sus hombres descubría su nueva morada sabía que dispondría de algo conque congraciarse con el Araña Gris. Así decidiose a hacerlo.
Alquiló un taxi y ordenó al chofer que siguiera al par de taxicabs tomados por el hombre de bronce y sus camaradas.
La cabalgata se detuvo ante el hotel donde guardaba Doc Savage sus cautivos dormidos por un narcótico mientras llegaba el momento de poder trasladarlos al establecimiento benéfico de Nueva York donde se les curaría de sus tendencias criminales.
—¡Hum! —gruñó Bugs, contemplando cómo se les introducía en el hotel—. ¡Qué contrariedad! Yo creía que se les iba a entregar a la poli. En fin: diré al Araña Gris dónde se hallan y que venga a por ellos si gusta.