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Authors: Friedrich Nietzsche

Así habló Zaratustra (24 page)

BOOK: Así habló Zaratustra
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Tratan de morderme porque les digo: para gentes pequeñas son necesarias virtudes pequeñas ¡y porque me resulta duro que sean necesarias gentes pequeñas!

Todavía me parezco aquí al gallo caído en corral ajeno, al que picotean incluso las gallinas; sin embargo, no por ello me enfado yo con estas gallinas.

Soy cortés con ellas, como con toda molestia pequeña; ser espinoso con lo pequeño paréceme una sabiduría de erizos.

Todos ellos hablan de mí cuando por las noches están senta­dos en torno al fuego hablan de mí, mas nadie piensa ¡en mí!

Éste es el nuevo silencio que he aprendido: su ruido a mi al­rededor extiende un manto sobre mis pensamientos.

Meten ruido entre ellos: «¿Qué quiere de nosotros esa nube sombría? ¡Cuidemos de que no nos traiga una peste!»

Y hace poco una mujer atrajo a sí violentamente a su hijo, que quería venir a mí: «¡Llevaos los niños!», gritó; «esos ojos chamuscan las almas infantiles».
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Tosen cuando yo hablo: creen que toser es un argumento contra vientos poderosos ¡no adivinan nada del rugir de mi felicidad!

«Todavía no tenemos tiempo para Zaratustra» esto es lo que objetan; pero ¿qué importa un tiempo que «no tiene tiempo» para Zaratustra?

Y hasta cuando me alaban: ¿cómo podría yo adormecerme sobre su alabanza? Un cinturón de espinas es para mí su ala­banza: me araña todavía después de haberlo apartado de mí.

Y también he aprendido esto entre ellos: el que alaba se imagina que restituye algo, ¡pero en verdad quiere recibir más regalos!

¡Preguntad a mi pie si le agrada la forma de alabar y de atraer de ellos! En verdad, a ese ritmo y a ese tictac no le gus­ta a mi pie ni bailar ni estar quieto.

Hacia la virtud pequeña quisieran atraerme y elogiármela; hacia el tictac de la felicidad pequeña quisieran persuadir a mi pie.

Camino a través de este pueblo y mantengo abiertos los ojos: se han vuelto más pequeños y se vuelven cada vez más pe­queños, y esto se debe a su doctrina acerca de la felicidad y la virtud.

En efecto, también en la virtud son modestos pues quie­ren comodidad. Pero con la comodidad no se aviene más que la virtud modesta.

Sin duda ellos aprenden también, a su manera, a caminar y a marchar hacia adelante: a esto lo llamo yo su renquear. Con ello se convierten en obstáculos para todo el que tiene prisa.

Y algunos de ellos marchan hacia adelante y, al hacerlo, mi­ran hacia atrás, con la nuca rígida,
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: a éstos me gusta atrope­llarlos.

Pies y ojos no deben mentirse ni desmentirse mutuamente. Pero hay demasiada mentira entre las gentes pequeñas. Algunos de ellos quieren, pero la mayor parte únicamente son queridos.
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Algunos de ellos son auténticos, pero la ma­yoría son malos comediantes.

Hay entre ellos comediantes sin saberlo y comediantes sin quererlo, los auténticos son siempre raros, y en especial los comediantes auténticos.

Hay aquí pocos varones: por ello se masculinizan sus mu­jeres. Pues sólo quien es bastante varón redimirá en la mu­jer a la mujer.

Y la hipocresía que peor me pareció entre ellos fue ésta: que también los que mandan fingen hipócritamente tener las virtudes de quienes sirven.

«Yo sirvo, tú sirves, nosotros servimos», así reza aquí también la hipocresía de los que dominan, ¡y ay cuando el primer señor es tan sólo el primer servidor!
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Ay, también en sus hipocresías se extravió volando la cu­riosidad de mis ojos; y bien adiviné yo toda su felicidad de moscas y su zumbar en torno a soleados cristales de venta­nas.

Cuanta bondad veo, esa misma debilidad veo. Cuanta jus­ticia y compasión veo, esa misma debilidad veo.

Redondos, justos y bondadosos son unos con otros, así como son redondos, justos y bondadosos los granitos de are­na con los granitos de arena.

Abrazar modestamente una pequeña felicidad ¡a esto lo llaman ellos «resignación»! Y, al hacerlo, ya bizquean con modestia hacia una pequeña felicidad nueva.

En el fondo lo que más quieren es simplemente una cosa: que nadie les haga daño. Así son deferentes con todo el mun­do y le hacen bien.

Pero esto es cobardía: aunque se llame «virtud».

Y cuando alguna vez estas pequeñas gentes hablan con as­pereza: yo escucho allí tan sólo su ronquera, cualquier co­rriente de aire, en efecto, los pone roncos.

Son listos, sus virtudes tienen dedos listos. Pero les fal­tan los puños, sus dedos no saben esconderse detrás de pu­ños.

Virtud es para ellos lo que vuelve modesto y manso: con ello han convertido al lobo en perro, y al hombre mismo en el mejor animal doméstico del hombre.

«Nosotros ponemos nuestra silla en el medio esto me dice su sonrisa complacida y a igual distancia de los gladiadores moribundos que de las cerdas satisfechas.»

Pero esto es mediocridad: aunque se llame moderación.

3

Yo camino a través de este pueblo y dejo caer algunas pala­bras: mas ellos no saben ni tomar ni conservar.

Se extrañan de que yo no haya venido a
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censurar placeres ni vicios; ¡y en verdad, tampoco he venido a poner en guardia contra los carteristas!

Se extrañan de que no esté dispuesto a hacer aún más avi­sada y aguda su listeza: ¡como si ellos no tuvieran ya suficien­te número de listos, cuya voz rechina a mis oídos igual que los pizarrines!

Y cuando yo clamo: «Maldecid a todos los demonios cobar­des que hay en vosotros, a los que les gustaría gimotear y jun­tar las manos y adorar»,
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entonces ellos claman: «Zaratustra es ateo».
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Y en especial claman así sus maestros de resignación; mas precisamente a éstos me gusta gritarles al oído: ¡Sí! ¡Yo soy Zaratustra el ateo!

¡Estos maestros de resignación! En todas partes en donde hay algo pequeño y enfermo y tiñoso se deslizan ellos, igual que piojos; y sólo mi asco me impide aplastarlos.

¡Bien! Éste es mi sermón para sus oídos: yo soy Zaratustra el ateo, el que dice «¿quién es más ateo que yo, para disfrutar de su enseñanza?».
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Yo soy Zaratustra el ateo: ¿dónde encuentro a mis iguales? Y mis iguales son todos aquellos que se dan a sí mismos su propia voluntad y apartan de sí toda resignación.
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Yo soy Zaratustra el ateo: yo me cuezo en mi puchero cual­quier azar. Y sólo cuando está allí completamente cocido, le doy la bienvenida, como alimento mío.

Y en verdad, más de un azar llegó hasta mí con aire seño­rial: pero más señorialmente aún le habló mi voluntad, y entonces se puso de rodillas implorando

implorando para encontrar en mí un asilo y un corazón, y diciendo halagadoramente: «¡Mira, oh Zaratustra, cómo sólo el amigo viene al amigo!»

Sin embargo, ¡para qué hablar si nadie tiene mis oídos! Y por eso quiero clamar a todos los vientos:

¡Vosotros os volvéis cada vez más pequeños, gentes peque­ñas! ¡Vosotros os hacéis migajas, oh cómodos! ¡Vosotros vais a la ruina

a causa de vuestras muchas pequeñas virtudes, a causa de vuestras muchas pequeñas omisiones, a causa de vuestras muchas pequeñas resignaciones!

Demasiado indulgente, demasiado condescendiente: ¡así es vuestro terreno! ¡Mas para volverse grande, un árbol ha de echar duras raíces en torno a rocas duras!

También lo que vosotros omitís teje en el tejido de todo el futuro humano; también vuestra nada es una telaraña y una araña que vive de sangre del futuro.

Y cuando vosotros tomáis algo, eso es como un hurto, vo­sotros pequeños virtuosos; mas incluso entre bribones dice el honor: «Se debe hurtar tan sólo cuando no se puede robar».

«Se da» ésta es también una doctrina de la resignación. Pero yo os digo a vosotros los cómodos: ¡se toma, y se tomará cada vez más de vosotros!

¡Ay, ojalá alejaseis de vosotros todo querer a medias y os volvieseis decididos tanto para la pereza como para la acción!

Ay, ojalá entendieseis mi palabra: «¡Haced siempre lo que queráis, pero sed primero de aquellos que pueden querer!» «¡Amad siempre a vuestros prójimos igual que a vosotros, pero sed primero de aquellos que a sí mismos se aman,
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que aman con el gran amor, que aman con el gran despre­cio!» Así habla Zaratustra el ateo.

¡Mas para qué hablar si nadie tiene mis oídos! Aquí es toda­vía una hora demasiado temprana para mí.

Mi propio precursor soy yo en medio de este pueblo, mi propio canto del gallo a través de oscuras callejuelas.

¡Pero la hora de ellos llega! ¡Y llega también la mía! De hora en hora se vuelven más pequeños, más pobres, más estériles, ¡pobre vegetación!, ¡pobre terreno!

Y pronto estarán ante mí como hierba seca y como rastro­jo, y, en verdad, cansados de sí mismos ¡y, aún más que de agua, sedientos de fuego!

¡Oh hora bendita del rayo! ¡Oh misterio antes del mediodía! En fuegos que se propagan voy a convertirlos todavía algu­na vez, y en mensajeros con lenguas de fuego,
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ellos deben anunciar alguna vez con lenguas de fuego: ¡Llega, está próximo el gran mediodía!.
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Así habló Zaratustra.

* * *

En el monte de los olivos
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El invierno, mal huésped, se ha asentado en mi casa; azu­ladas se han puesto mis manos del apretón de manos de su amistad.

Yo honro a este mal huésped, pero me gusta dejarlo solo. Me gusta alejarme de él; ¡y si uno corre bien, consigue esca­parse de él!

Con pies calientes y pensamientos calientes corro yo hacia donde el viento está tranquilo, hacia el rincón soleado de mi monte de los olivos.

Allí me río de mi severo huésped, y hasta le estoy agradeci­do porque me expulsa de casa las moscas y hace callar muchos pequeños ruidos.

Él no soporta, en efecto, que se ponga a cantar un solo mosquito, y mucho menos dos; incluso a la calleja la deja tan solitaria que la luna tiene miedo de penetrar en ella por la no­che.

Es un huésped duro, pero yo lo honro, y no rezo, como los delicados, al panzudo ídolo del fuego.

¡Es preferible dar un poco diente con diente que adorar ídolos! así lo quiere mi modo de ser. Y soy especialmente hostil a todos los ardorosos, humeantes y enmohecidos ídolos del fuego.

A quien yo amo, lo amo mejor en el invierno que en el ve­rano; y ahora me burlo de mis enemigos, y lo hago más cor­dialmente desde que el invierno se ha asentado en mi casa.

Cordialmente en verdad, incluso cuando me arrastro a la cama: allí continúa riendo y gallardeando mi encogida feli­cidad; incluso mis sueños embusteros se ríen.

¿Yo uno que se arrastra? Jamás me he arrastrado en mi vida ante los poderosos; y si alguna vez mentí, mentí por amor. Por ello estoy contento incluso en la cama de invierno.

Una cama sencilla me calienta más que una cama rica, pues estoy celoso de mi pobreza. Y en invierno es cuando ella más fiel me es.

Con una maldad comienzo cada día, con un baño frío me burlo del invierno: eso hace gruñir a mi severo amigo de casa. También me gusta hacerle cosquillas con una velita de cera: para que permita por fin que el cielo salga de un crepúsculo ceniciento.

Especialmente maligno soy, ciertamente, por la mañana: a una hora temprana, cuando el cubo rechina en el pozo y los caballos relinchan por las grises callejas:

aguardo impaciente a que acabe de levantarse el cielo lumi­noso, el cielo invernal de barbas de nieve, el anciano de blan­ca cabeza,

¡el cielo invernal, callado, que a menudo guarda en secre­to incluso su sol!

¿Acaso de él he aprendido yo el prolongado y luminoso ca­llar? ¿O lo ha aprendido él de mí? ¿O acaso cada uno de noso­tros lo ha inventado por sí solo?

El origen de todas las cosas buenas es de mil formas dife­rentes, todas las cosas buenas y petulantes saltan de placer a la existencia: ¡cómo iban a hacerlo tan sólo una sola vez!

Una cosa buena y petulante es también el largo silencio y el mirar, lo mismo que el cielo invernal, desde un rostro lumino­so de ojos redondos:

como él, guardar en secreto el propio sol y la propia indó­mita voluntad solar: ¡en verdad, ese arte y esa invernal petu­lancia los he aprendido bien!

Mi maldad y mi arte más queridos están en que mi silencio haya aprendido a no delatarse por el callar.

Haciendo ruido con palabras y con dados consigo yo enga­ñar a mis solemnes guardianes: a todos esos severos espías deben escabullírseles mi voluntad y mi finalidad.

Para que nadie hunda su mirada en mi fondo y en mi volun­tad última, para ello me he inventado el prolongado y lumi­noso callar.

Así he encontrado a más de una persona inteligente: se cu­bría el rostro con velos y enturbiaba su agua para que nadie pudiera verla a través de aquéllos y hacia abajo de ésta.

Pero cabalmente a él acudían hombres desconfiados y cas­canueces aún más inteligentes: ¡cabalmente a él le pescaban su pez más escondido!

Pero los luminosos, los bravos, los transparentes ésos son para mí los más inteligentes de todos los que callan: su fondo es tan profundo que ni siquiera el agua más clara lo traiciona.

¡Tú silencioso cielo invernal de barbas de nieve, tú cabeza blanca de redondos ojos por encima de mí! ¡Oh tú símbolo ce­leste de mi alma y de su petulancia!

¿Y no tengo que esconderme, como alguien que ha tragado oro, para que no me abran con un cuchillo el alma?

¿No tengo que llevar zancos, para que no vean mis largas piernas, todos esos envidiosos y apenados que me rodean?

Esas almas sahumadas, caldeadas, consumidas, verdinosas, amargadas ¡cómo podría su envidia soportar mi felicidad!

Por ello les enseño tan sólo el hielo y el invierno sobre mis cumbres ¡y no que mi montaña se ciñe también en torno a sí todos los cinturones del sol!

Ellos oyen silbar tan sólo mis tempestades invernales: y no que yo navego también por mares cálidos, como lo hacen los anhelosos, graves, ardientes vientos del sur.

Ellos continúan sintiendo lástima de mis reveses y de mis azares: pero mi palabra dice: «¡Dejad venir a mí el azar: es inocente, como un niño pequeño!».
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¡Cómo podrían ellos soportar mi felicidad si yo no coloca­ra en torno a ella reveses, y miserias invernales, y gorras de oso blanco, y velos de cielo nevoso!

¡si yo no tuviera lástima aun de su compasión: de la com­pasión de esos envidiosos y apenados!

¡si yo mismo no suspirase y temblase de frío ante ellos, y no me dejase envolver pacientemente en su misericordia! Ésta es la sabia petulancia y la sabia benevolencia de mi alma, el no ocultar su invierno ni sus tempestades de frío; tampoco oculta sus sabañones.

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