Así habló Zaratustra (19 page)

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Authors: Friedrich Nietzsche

BOOK: Así habló Zaratustra
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¿Es que mi experiencia vital es de ayer? Hace ya mucho tiempo que viví las razones de mis opiniones.

¿No tendría yo que ser un tonel de memoria si quisiera te­ner conmigo también mis razones?

Ya me resulta demasiado incluso el retener mis opiniones; y más de un pájaro se escapa volando.

A veces encuentro también en mi palomar un animal que ha venido volando y que me es extraño, y que tiembla cuando pongo mi mano sobre él.

Sin embargo, ¿qué te dijo en otro tiempo Zaratustra? ¿Qué los poetas mienten demasiado? - Mas también Zaratustra es un poeta.

¿Crees, pues, que dijo entonces la verdad? ¿Por qué lo crees?».
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El discípulo respondió: «Yo creo en Zaratustra». Mas Zara­tusara movió la cabeza y sonrió.

La fe no me hace bienaventurado,
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dijo, y mucho menos, la fe en mí.

Pero en el supuesto de que alguien dijera con toda seriedad que los poetas mienten demasiado: tiene razón, nosotros mentimos demasiado.

Nosotros sabemos también demasiado poco y aprende­mos mal: por ello tenemos que mentir.

¿Y quién de entre nosotros los poetas no ha adulterado su propio vino? Más de una venenosa mixtura ha sido fabricada en nuestras bodegas, y más de una cosa indescriptible se ha hecho en ellas.
{227}

Y como nosotros sabemos poco, nos gustan mucho los po­bres de espíritu, ¡especialmente si son mujercillas jóvenes! Hasta codiciamos las cosas que las viejecillas se cuentan por las noches. A eso lo llamamos lo eterno-femenino
{228}

que hay en nosotros.

Y como si hubiese un especial acceso secreto al saber, que queda obstruido para quienes aprenden algo: así nosotros creemos en el pueblo y en su «sabiduría».

Y todos los poetas creen esto: que quien, tendido en la hierba o en repechos solitarios, aguza los oídos, ése llega a saber algo de las cosas que se encuentran entre el cielo y la tierra.

Y si a ellos llegan delicados movimientos, los poetas opinan siempre que la naturaleza misma se ha enamorado de ellos: Y que se desliza en sus oídos para decirles cosas secretas y enamoradas lisonjas: ¡de ello se glorían y se envanecen ante todos los mortales!

¡Ay, existen demasiadas cosas entre el cielo y la tierra con las cuales sólo los poetas se han permitido soñar!
{229}

Y, sobre todo, por encima del cielo: ¡pues todos los dioses son un símbolo de poetas, un amaño de poetas!.
{230}

En verdad, siempre somos arrastrados hacia lo alto
{231}

- es de­cir, hacia el reino de las nubes: sobre éstas plantamos nuestros multicolores peleles y los llamamos dioses y superhombres:

¡Pues son justamente bastante ligeros para tales sillas! -to­dos esos dioses y superhombres.

¡Ay, qué cansado estoy de todo lo insuficiente, que debe ser de todos modos acontecimiento!
{232}
¡Ay, qué cansado estoy de los poetas!

Cuando Zaratustra dijo esto, su discípulo se enojó con él, pero calló. También Zaratustra calló; y sus ojos se habían vuelto hacia dentro, como si mirasen hacia remotas lejanías. Finalmente suspiró y tomó aliento.

Yo soy de hoy y de antes,
{233}
dijo luego; pero hay algo dentro de mí que es de mañana y de pasado mañana y del futuro.

Me he cansado de los poetas, de los viejos y de los nuevos: superficiales me parecen todos, y mares poco profundos.

No han pensado con suficiente profundidad: por ello su sentimiento no se sumergió hasta llegar a las razones pro­fundas.

Un poco de voluptuosidad y un poco de aburrimiento: eso ha sido la mejor incluso de sus reflexiones.

Un soplo y un deslizarse de fantasmas me parecen a mí to­dos sus arpegios; ¡qué han sabido ellos hasta ahora del ardor de los sonidos!

No son tampoco para mí bastante limpios: todos ellos en­sucian sus aguas para hacerlas parecer profundas.

Con gusto representan el papel de conciliadores: ¡mas para mí no pasan de ser mediadores y enredadores, y mitad de esto y mitad de aquello, y gente sucia!

Ay, yo lancé ciertamente mi red en sus mares y quise pescar buenos peces; pero siempre saqué la cabeza de un viejo dios.

El mar proporcionó así una piedra al hambriento.
{234}
Y ellos mismos proceden sin duda del mar.

Es cierto que en ellos se encuentran perlas: pero tanto más se parecen ellos mismos a crustáceos duros. Y en vez de alma he encontrado a menudo en ellos légamo salado.

También del mar han aprendido su vanidad: ¿no es el mar el pavo real de los pavos reales?.
{235}

Incluso ante el más feo de todos los búfalos despliega él su cola, y jamás se cansa de su abanico de encaje hecho de plata y seda.

Ceñudo contempla esto el búfalo, pues su alma prefiere la arena, y más todavía la maleza, y más que ninguna otra cosa, la ciénaga.

¡Qué le importan a él la belleza y el mar y los adornos del pavo real! Ésta es la parábola que yo dedico a los poetas.

¡En verdad, su espíritu es el pavo real de los pavos reales y un mar de vanidad!

Espectadores quiere el espíritu del poeta: ¡aunque sean bú­falos!

Mas yo me he cansado de ese espíritu: y veo venir el día en que también él se cansará de sí mismo.

Transformados he visto ya a los poetas, y con la mirada di­rigida contra ellos mismos.

Penitentes del espíritu
{236}
he visto venir: han surgido de los poetas.

Así habló Zaratustra.

* * *

De grandes acontecimientos
{237}

Hay una isla en el mar -no lejos de las islas afortunadas de Zaratustra- en la cual humea constantemente una monta­ña de fuego; de aquella isla dice el pueblo, y especialmente las viejecillas del pueblo, que está colocada como un peñasco de­lante de la puerta del submundo: y que a través de la montaña misma de fuego desciende el estrecho sendero que conduce hasta esa puerta del submundo.
{238}

Por el tiempo en que Zaratustra habitaba en las islas afor­tunadas ocurrió que un barco echó el ancla junto a la isla en que se encuentra la montaña humeante; y su tripulación bajó a tierra para cazar conejos. Hacia la hora del mediodía, cuan­do el capitán y su gente estuvieron reunidos de nuevo, vieron de pronto que por el aire venía hacia ellos un hombre, y que una voz decía con claridad: «¡Ya es tiempo! ¡Ya ha llegado la hora!» Y cuando más cerca de ellos estuvo la figura - pasó vo­lando a su lado igual que una sombra, en dirección a la mon­taña de fuego - reconocieron, con gran consternación, que era Zaratustra; pues todos ellos lo habían visto ya, excepto el capitán, y lo amaban a la manera como el pueblo ama, es decir: con un sentimiento en que amor y temor están mezclados a partes iguales.

«¡Mirad!, dijo el viejo timonel, ¡ahí va Zaratustra al infier­no!»
{239}

Por los mismos días en que estos marineros habían desem­barcado en la isla de fuego se difundió el rumor de que Zara­tustra había desaparecido; y cuando se preguntaba a sus ami­gos, éstos contaban que se había embarcado de noche sin de­cir adónde iba.
{240}

Se produjo así cierta intranquilidad; al cabo de tres días se añadió a ella el relato de los marineros - y entonces todo el pueblo se puso a decir que el diablo se había llevado a Zara­tustra. Sus discípulos se reían ciertamente de tales habladu­rías; y uno de ellos llegó a decir: «Yo creo más bien que es Za­ratustra el que se ha llevado al diablo». Pero en el fondo de su alma todos ellos estaban llenos de preocupación y de anhelo: por ello grande fue su alegría cuando al quinto día Zaratustra apareció entre ellos.
{241}

Y éste es el relato de la conversación de Zaratustra con el pe­rro de fuego.
{242}

La tierra, dijo él, tiene una piel; y esa piel tiene enfermeda­des. Una de ellas se llama, por ejemplo: «hombre».

Y otra de esas enfermedades se llama «perro de fuego»: acerca de éste los hombres han dicho y han dejado que les di­gan muchas mentiras.

Para sondear ese misterio atravesé el mar: y he visto desnu­da la verdad, ¡creedme!, desnuda de pies a cabeza.

En cuanto al perro de fuego, ahora sé de qué se trata; y asimismo sé qué son todos esos demonios de las erupciones y conmociones, de los que no sólo las viejecillas sienten miedo.

¡Sal de ahí, perro de fuego, sal de tu profundidad!, exclamé, ¡y confiesa lo profunda que es tu profundidad! ¿De dónde sa­cas lo que expulsas por la nariz?

¡Tú bebes en abundancia del mar: eso es lo que tu salada elocuencia delata! ¡Verdaderamente, para ser un perro de la profundidad, tomas tu alimento en demasía de la superficie!

A lo sumo te considero el ventrílocuo de la tierra: y siempre que he oído hablar a los demonios de las erupciones y las con­mociones los encontré idénticos a ti: salados, embusteros y poco profundos.
{243}

¡Vosotros entendéis de aullar y de oscurecer todo con ceni­za! Sois los mejores bocazas que existen y habéis aprendido hasta la saciedad el arte de hacer hervir el fango.

Donde vosotros estáis, allí tiene que haber siempre fango en las cercanías, y muchas cosas porosas, cavernosas, compri­midas: quieren salir a la libertad.

«Libertad» es lo que más os gusta aullar: pero yo he dejado de creer en «grandes acontecimientos» tan pronto como se presentan rodeados de muchos aullidos y mucho humo.

¡Y créeme, amigo ruido infernal! Los acontecimientos más grandes - no son nuestras horas más estruendosas, sino las más silenciosas.

No en torno a los inventores de un ruido nuevo: en torno a los inventores de nuevos valores gira el mundo; de modo inaudible gira.
{244}

¡Y confiésalo! Pocas eran las cosas que habían ocurrido cuando tu ruido y tu humo se retiraban. ¡Qué importa que una ciudad se convierta en una momia y que una estatua yaz­ca en el fango!.
{245}

Y ésta es la palabra que digo todavía a los derribadores de estatuas. Sin duda la tontería más grande es arrojar sal al mar y estatuas al fango.

En el fango de vuestro desprecio yacía la estatua: ¡pero su ley es precisamente que el desprecio haga renacer en ella vida y viviente belleza!

Con rasgos divinos se yergue ahora, y con la seducción propia de los que sufren; y ¡en verdad!, ¡incluso os dará las gracias por haberla derribado, derribadores!

Éste es el consejo que doy a los reyes y a las Iglesias y a todo lo que es débil por edad y por virtud - ¡dejaos derribar! ¡Para que vosotros volváis a la vida, y para que vuelva a vosotros - la vir­tud!

Así hablé yo ante el perro de fuego: entonces él me inte­rrumpió gruñendo y preguntó: «¿Iglesia? ¿Qué es eso?»

¿Iglesia?, respondí yo, eso es una especie de Estado, y, cier­tamente, la especie más embustera de todas. ¡Mas cállate, pe­rro hipócrita! ¡Tú conoces perfectamente sin duda tu especie!

Lo mismo que tú, es el Estado un perro hipócrita; lo mismo que a ti, gústale a él hablar con humo y aullidos, para hacer creer, como tú, que habla desde el vientre de las cosas.

Pues él, el Estado, quiere ser a toda costa el animal más im­portante en la tierra; y también esto se lo cree a él la gente. –

Cuando hube dicho esto, el perro de fuego hizo gestos como si se hubiera vuelto loco de envidia. «¿Cómo?, gritó, ¿el animal más importante en la tierra? ¿Y también esto se lo cree a él la gente?» Y tanto fue el vapor y tantas las horribles voces que de su garganta salieron que yo pensé que iba a asfixiarse de rabia y de envidia.

Por fin se calmó, y su jadeo fue disminuyendo; pero tan pronto como estuvo callado, dije yo riendo:

«Te enojas, perro de fuego: ¡así, pues, tengo razón en lo que he dicho sobre ti!

Y para seguir teniéndola, oye algo de otro perro de fuego: éste habla verdaderamente desde el corazón de la tierra.

Oro sale de su boca al respirar, y lluvia de oro: así lo quiere su corazón. ¡Qué le importan a él la ceniza y el humo y el léga­mo caliente!

La risa sale revoloteando de él como una nube multicolor; ¡desdeña el gargareo y los escupitajos y el retortijón de tus en­trañas!

Pero el oro y la risa - los toma del corazón de la tierra: pues, para que lo sepas, el corazón de la tierra es de oro.»

Cuando el perro de fuego oyó esto, no soportó el seguir es­cuchándome. Avergonzado escondió el rabo entre las pier­nas, dijo ¡guau!, ¡guau! con voz abatida y se sumergió, arras­trándose, en su caverna.

Esto es lo que Zaratustra contó. Mas sus discípulos apenas le escuchaban: tan grande era su deseo de contarle la historia de los marineros, los conejos y el hombre volador.

«¡Qué debo pensar de todo esto!, dijo Zaratustra. ¿Soy yo acaso un fantasma?

Habrá sido mi sombra. ¿Habéis oído ya algo del caminante y su sombra?
{246}

Una cosa es segura: tengo que atarla corta, pues de lo contrario perjudicará mi reputación.»

Y de nuevo movió Zaratustra la cabeza y se maravilló: «¡Qué debo pensar de todo esto!», volvió a decir.

«Por qué gritó el fantasma: ¡Ya es tiempo! ¡Ya ha llegado la hora!

¿De qué ha llegado la hora?»

Así habló Zaratustra.

* * *

El adivino

Y vi venir
{247}
una gran tristeza sobre los hombres. Los mejo­res se cansaron de sus obras.

Una doctrina se difundió, y junto a ella corría una fe: “¡Todo está vacío, todo es idéntico, todo fue!
{248}

Y desde todos los cerros el eco repetía: “¡Todo está vacío, todo es idéntico, todo fue!”

Sin duda nosotros hemos cosechado: mas ¿por qué se nos han podrido todos los frutos y se nos han ennegrecido? ¿Qué cayó de la malvada luna la última noche?

Inútil ha sido todo el trabajo, en veneno se ha transforma­do nuestro vino, el mal de ojo ha quemado nuestros campos y nuestros corazones, poniéndolos amarillos.

Todos nosotros nos hemos vuelto áridos; y si cae fuego so­bre nosotros, nos reduciremos a polvo, como la ceniza: aún más, nosotros hemos cansado hasta al mismo fuego.

Todos los pozos se nos han secado, también el mar se ha re­tirado. ¡Todos los suelos quieren abrirse, mas la profundidad no quiere tragarnos!

«Ay, dónde queda todavía un mar en que poder ahogarse”: así resuena nuestro lamento - alejándose sobre ciénagas planas.

En verdad, estamos demasiado cansados incluso para mo­rir; ahora continuamos estando en vela y sobrevivimos - ¡en cámaras sepulcrales!»

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