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Authors: Friedrich Nietzsche

Así habló Zaratustra (20 page)

BOOK: Así habló Zaratustra
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Así oyó Zaratustra hablar a un adivino,
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y su vaticinio le lle­gó al corazón y se lo transformó. Triste y cansado iba de un si­tio para otro; y acabó pareciéndose a aquellos de quienes el adivino había hablado.

En verdad, dijo a sus discípulos, de aquí a poco
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llegará ese largo crepúsculo. ¡Ay, cómo salvaré mi luz llevándola al otro lado!

¡Que no se me apague en medio de esta tristeza! ¡Debe ser luz para mundos remotos e incluso para noches remotísimas!

Contristado de este modo en su corazón iba Zaratustra de un lado para otro; y durante tres días no tomó bebida ni co­mida, estuvo intranquilo y perdió el habla. Por fin ocurrió que cayó en un profundo sueño. Mas sus discípulos estaban sentados a su alrededor, en largas velas nocturnas, y aguarda­ban preocupados a ver si se despertaba y recobraba el habla y se curaba de su tribulación.

Y éste es el discurso que Zaratustra pronunció al despertar; su voz llegaba a sus discípulos como desde una remota lejanía. ¡Oídme el sueño que he soñado, amigos, y ayudadme a adi­vinar su sentido!

Un enigma continúa siendo para mí este sueño; su sentido está oculto dentro de él, aprisionado allí, y aún no vuela por encima de él con alas libres.

Yo había renunciado a toda vida, así soñaba. En un vigilan­te nocturno y en un guardián de tumbas me había convertido yo allá arriba en el solitario castillo montañoso de la muerte.

Allá arriba guardaba yo sus ataúdes: llenas estaban las ló­bregas bóvedas de tales trofeos de victoria. Desde ataúdes de cristal me miraba la vida vencida.

Yo respiraba el olor de eternidades reducidas a polvo: sofo­cada y llena de polvo yacía mi alma por el suelo. ¡Y quién ha­bría podido airear allí su alma!

Una claridad de medianoche me rodeaba constantemente, la soledad se había acurrucado junto a ella; y, como tercera cosa, un mortal silencio lleno de resuellos, el peor de mis amigos.

Yo llevaba llaves, las más herrumbrosas de las llaves; y entendía de abrir con ellas la más chirriante de todas las puertas.

Semejante a irritado graznido de cornejas corría el soni­do por los largos corredores cuando las hojas de la puerta se abrían: hostilmente chillaba aquel pájaro, no le gustaba ser despertado.

Pero más espantoso era todavía y más oprimía el corazón cuando de nuevo se hacía el silencio y alrededor enmudecía todo y yo estaba sentado solo en medio de aquel pérfido callar.

Así se me iba y se me escapaba el tiempo, si es que tiempo había todavía: ¡qué sé yo de ello! Pero finalmente ocurrió algo que me despertó.

Por tres veces resonaron en la puerta golpes como truenos, y por tres veces las bóvedas repitieron el eco aullando: yo marché entonces hacia la puerta.

¡Alpa!, exclamé, ¿quién trae su ceniza a la montaña? ¡Alpa! ¡Alpa! ¿Quién trae su ceniza a la montaña?

Y metí la llave y empujé la puerta y forcejeé. Pero no se abrió ni lo ancho de un dedo:

Entonces un viento rugiente abrió con violencia sus hojas: y entre agudos silbidos y chirridos arrojó hacia mí un negro ataúd:

Y en medio del rugir, silbar y chirriar, el ataúd se hizo pe­dazos y escupió miles de carcajadas diferentes.

Y desde mil grotescas figuras de niños, ángeles, lechuzas, necios y mariposas grandes como niños algo se rió y se burló de mí y rugió contra mí.

Un espanto horroroso se apoderó de mí: me arrojó al sue­lo. Y yo grité de horror como jamás había gritado.

Pero mi propio grito me despertó: y volví en mí.

Así contó Zaratustra su sueño,
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y luego calló: pues aún no sabía la interpretación de su sueño. Pero el discípulo al que él más amaba
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se levantó con presteza, tomó la mano de Zara­tustra y dijo:

«¡Tu vida misma nos da la interpretación de ese sueño, Za­ratustra!

¿No eres tú mismo el viento de chirriantes silbidos que arranca las puertas de los castillos de la muerte?

¿No eres tú mismo el ataúd lleno de maldades multicolores y de grotescas figuras angelicales de la vida?

En verdad, semejante a mil infantiles carcajadas diferentes penetra Zaratustra en todas las cámaras mortuorias, riéndo­se de esos guardianes nocturnos y vigilantes de tumbas, y de todos los que hacen ruido con sombrías llaves.

Tú los espantarás y derribarás con tus carcajadas; su des­mayarse y su volver en sí demostrarán tu poder sobre ellos.

Y aunque vengan el largo crepúsculo y la fatiga mortal, en nuestro cielo tú no te hundirás en el ocaso, ¡tú, abogado de la vida!

Nuevas estrellas nos has hecho ver, y nuevas magnificencias nocturnas; en verdad, la risa misma la has extendido como una tienda multicolor sobre nosotros.

Desde ahora brotarán siempre risas infantiles de los ataú­des; desde ahora un viento fuerte vencerá siempre a toda fati­ga mortal: ¡de esto eres tú mismo para nosotros garante y adi­vino!

En verdad, con ellos mismos has soñado, con tus enemigos: ¡éste fue tu sueño más dificil!

¡Mas así como te despertaste de entre ellos y volviste en ti, así también ellos deben despertar de sí mismos - ¡y volver a ti!»
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Así dijo aquel discípulo; y todos los demás se arrimaron entonces a Zaratustra y le tomaron de las manos y querían persuadirle a que abandonase el lecho y la tristeza y retorna­se a ellos. Mas Zaratustra permaneció sentado en su lecho, rí­gido y con una mirada extraña. Como alguien que retorna a casa desde un remoto país extranjero, así miraba él a sus dis­cípulos y examinaba sus rostros; y aún no los reconocía. Mas cuando ellos lo levantaron y lo pusieron en pie, he aquí que de repente sus ojos cambiaron; comprendió todo lo que había ocurrido, se acarició la barba y dijo con fuerte voz:

¡Bien! Eso llegará en su momento; ahora procurad, discí­pulos míos, que comamos una buena comida, ¡y pronto! ¡Así pienso hacer penitencia por mis malos sueños!

- Mas el adivino debe comer y beber a mi lado; ¡y en ver­dad, quiero mostrarle todavía un mar en que puede ahogar­se!»
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Así habló Zaratustra. Luego estuvo mirando largo tiempo al rostro del discípulo que había hecho de intérprete del sueño, y mientras miraba movía la cabeza.

* * *

De la redención

Un día en que Zaratustra estaba atravesando el gran puente lo rodearon los lisiados y los mendigos,
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y un joroba­do le habló así:

«¡Mira, Zaratustra! También el pueblo aprende de ti y co­mienza a creer en tu doctrina: mas para que acabe de creerte del todo se necesita aún una cosa - ¡tienes que convencernos primero a nosotros los lisiados! ¡Aquí tienes ahora una her­mosa colección, y, en verdad, una ocasión que se puede aga­rrar por más de un pelo! Puedes curar a ciegos y hacer correr a paralíticos; y a quien lleva demasiado sobre su espalda podrías sin duda también quitarle un poco: ¡éste, piensoyo, se­ría el modo idóneo de hacer creer a los lisiados en Zaratus­tra!»

Mas Zaratustra replicó así al que había hablado: «Si al joro­bado se le quita su joroba, se le quita su espíritu - así enseña el pueblo. Y si al ciego se le dan sus ojos, verá demasiadas co­sas malas en la tierra: de modo que maldecirá a quien lo curó. Y el que haga correr al paralítico le causa el mayor de todos los perjuicios: pues apenas pueda correr, sus vicios, desbocados, lo arrastran consigo - así enseña el pueblo a propósito de los lisiados. ¿Y por qué no iba Zaratustra a aprender también del pueblo, si el pueblo aprende de Zaratustra?

Mas, desde que estoy entre hombres, para mí lo de menos es ver: “A éste le falta un ojo, y a aquél una oreja, y a aquel tercero la pierna, y otros hay que han perdido la lengua o la nariz o la ca­beza”.

Yo veo y he visto cosas peores, y hay algunas tan horribles que no quisiera hablar de todas, y de otras ni aun callar qui­siera, a saber: seres humanos a quienes les falta todo, excepto una cosa de la que tienen demasiado - seres humanos que no son más que un gran ojo, o un gran hocico, o un gran estóma­go, o alguna otra cosa grande, lisiados al revés los llamo yo.

Y cuando yo venía de mi soledad y por vez primera atrave­saba este puente: no quería dar crédito a mis ojos, miraba y miraba una y otra vez y acabé por decir: “¡Esto es una oreja!, ¡una sola oreja, tan grande como un hombre!”. Miré mejor: y, realmente, debajo de la oreja se movía aún algo que era peque­ño y mísero y débil hasta el punto de dar lástima. Y verdade­ramente la monstruosa oreja se asentaba sobre una pequeña varilla delgada - ¡y la varilla era un hombre! Quien mirase con una lente podría haber reconocido aún un pequeño ros­tro envidioso; y también que en la varilla se balanceaba una hinchada almita. Y el pueblo me decía que la gran oreja era no sólo un hombre, sino un gran hombre, un genio. Mas yo ja­más he creído al pueblo cuando ha hablado de grandes hom­bres - y mantuve mi creencia de que era un lisiado al revés, que tenía muy poco de todo, y demasiado de una cosa.»

Cuando Zaratustra hubo dicho esto al jorobado y a aque­llos de quienes éste era portavoz y abogado volvióse con pro­fundo mal humor hacia sus discípulos y dijo:

«¡En verdad, amigos míos, yo camino entre los hombres como entre fragmentos y miembros de hombres!

Para mis ojos lo más terrible es encontrar al hombre destroza­do y esparcido como sobre un campo de batalla y de matanza.

Y si mis ojos huyen desde el ahora hacia el pasado: siempre encuentran lo mismo: fragmentos y miembros y espantosos azares - ¡pero no hombres!

El ahora y el pasado en la tierra - ¡ay!, amigos míos - son para mí lo más insoportable; y no sabría vivir si no fuera yo además un vidente de lo que tiene que venir.

Un vidente, un volente, un creador, un futuro también, y un puente hacia el futuro - y, ay, incluso, por así decirlo, un lisia­do junto a ese puente: todo eso es Zaratustra.

Y también vosotros os habéis preguntado con frecuencia: “¿Quién es para nosotros Zaratustra? ¿Cómo lo llamare­mos?” Y lo mismo que yo, vosotros os habéis dado pregun­tas por respuesta.

¿Es uno que hace promesas? ¿O uno que las cumple? ¿Un conquistador? ¿O un heredero? ¿Un otoño? ¿O la reja de un arado? ¿Un médico? ¿O un convaleciente?

¿Es un poeta? ¿O un hombre veraz? ¿Un libertador? ¿O un domeñador? ¿Un bueno? ¿O un malvado?
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Yo camino entre los hombres como entre los fragmentos del futuro: de aquel futuro que yo contemplo.

Y todos mis pensamientos y deseos
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tienden a pensar y reunir en unidad lo que es fragmento y enigma y espantoso azar.

¡Y cómo soportaría yo ser hombre si el hombre no fuese también poeta y adivinador de enigmas y el redentor del azar! Redimir a los que han pasado, y transformar todo “Fue” en un “Así lo quise” - ¡sólo eso sería para mí redención!.
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Voluntad - así se llama el libertador y el portador de ale­gría: ¡esto es lo que yo os he enseñado, amigos mios! Y ahora aprended también esto: la voluntad misma es todavía un pri­sionero.

El querer hace libres: pero ¿cómo se llama aquello que mantiene todavía encadenado al libertador?

“Fue”: así se llama el rechinar de dientes y la más solita­ria tribulación de la voluntad. Impotente contra lo que está hecho - es la voluntad un malvado espectador para todo lo pasado.

La voluntad no puede querer hacia atrás; el que no pueda quebrantar el tiempo ni la voracidad del tiempo - ésa es la más solitaria tribulación de la voluntad.

El querer hace libres: ¿qué imagina el querer mismo para li­berarse de su tribulación y burlarse de su prisión?

¡Ay, todo prisionero se convierte en un necio! Neciamente se redime también a sí misma la voluntad prisionera.

Que el tiempo no camine hacia atrás es su secreta rabia. “Lo que fue, fue” - así se llama la piedra que ella no puede re­mover.

Y así ella remueve piedras, por rabia y por mal humor, y se venga en aquello que no siente, igual que ella, rabia y mal hu­mor.

Así la voluntad, el libertador, se ha convertido en un cau­sante de dolor: y en todo lo que puede sufrir véngase de no po­der ella querer hacia atrás.

Esto, sí, esto solo es la venganza misma: la aversión de la vo­luntad contra el tiempo y su “Fue”.

En verdad, una gran necedad habita en nuestra voluntad; ¡y el que esa necedad aprendiese a tener espíritu se ha converti­do en maldición para todo lo humano!

El espíritu de la venganza: amigos míos, sobre esto es sobre lo que mejor han reflexionado los hombres hasta ahora; y donde había sufrimiento, allí debía haber siempre castigo.

“Castigo” se llama a sí misma, en efecto, la venganza: con una palabra embustera se finge hipócritamente una buena conciencia.

Y como en el volente hay el sufrimiento de no poder querer hacia atrás, por ello el querer mismo y toda vida debían - ¡ser castigo!

Y ahora se ha acumulado nube tras nube sobre el espíritu: hasta que por fin la demencia predicó: “¡Todo perece, por ello todo es digno de perecer!
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“Y la justicia misma consiste en aquella ley del tiempo se­gún la cual tiene éste que devorar a sus propios hijos”:
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así predicó la demencia.

“Las cosas están reguladas éticamente sobre la base del de­recho y el castigo. Oh, ¿dónde está la redención del río de las cosas y del castigo llamado ‘Existencia’?” Así predicó la de­mencia.

“¿Puede haber redención si existe un derecho eterno? ¡Ay, irremovible es la piedra `Fue': eternos tienen que ser también todos los castigos!” Así predicó la demencia.

“Ninguna acción puede ser aniquilada: ¡cómo podría ser anulada por el castigo! Lo eterno en el castigo llamado ‘Exis­tencia’ consiste en esto, ¡en que también la existencia tiene que volver a ser eternamente acción y culpa!

A no ser que la voluntad se redima al fin a sí misma y el que­rer se convierta en no-querer, ¡pero vosotros conocéis, hermanos míos, esta canción de fábula de la demencia!

Yo os aparté de todas esas canciones de fábula cuando os enseñé: “La voluntad es un creador”.
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Todo ‘Fue’ es un fragmento, un enigma, un espantoso azar - hasta que la voluntad creadora añada: “¡pero yo lo quise así!”

-Hasta que la voluntad creadora añada: “¡Pero yo lo quiero así! ¡Yo lo querré así!”

¿Ha hablado ya ella de ese modo? ¿Y cuándo lo hará? ¿Se ha desuncido ya la voluntad del yugo de su propia tontería?

¿Se ha convertido ya la voluntad para sí misma en un liber­tador y en un portador de alegría? ¿Ha olvidado el espíritu de venganza y todo rechinar de dientes?

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