Aventuras de tres rusos y tres ingleses en el África austral (17 page)

BOOK: Aventuras de tres rusos y tres ingleses en el África austral
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Al cabo de un tiempo se hallaban a distancia suficiente como para poder ver la cumbre del Scorzef. Las llamas habían traspasado el maletín y habían alcanzado algunos de los objetos abandonados en la huida, a juzgar por la intensa llamarada que se divisaba en la cumbre.

CAPITULO XXII

La embarcación llegó a la orilla septentrional del lago al amanecer. Anclaron el
Queen and Tzar
en una pequeña ensenada y el bushman, Sir John y un marinero realizaron una batida por los alrededores. La región estaba desierta y no faltaba la caza para aquellos hombres hambrientos.

Los cazadores regresaron con un hermoso animal y sus compañeros pudieron, al fin, gozar de carne fresca, que no les había de faltar desde entonces.

El 5 de marzo quedó organizado el campamento en las orillas del Ngami, ya que aquél era el punto convenido para reunirse con el resto de los expedicionarios. La espera la dedicaron aquellos valientes a descansar, pues las fatigas de los últimos días habían mermado sus fuerzas alarmantemente.

Tres días después, unas detonaciones advirtieron la llegada del destacamento mandado por el foreloper Emery, Zorn, los dos marinos y el indígena regresaron completamente sanos, después de haber cumplido la misión encomendada.

Sus compañeros les recibieron con evidentes muestras de alegría, y unos y otros hicieron un recuento de lo acontecido ante las exclamaciones generales de sorpresa, felicidad y admiración.

Al final del relato, el coronel dijo:

—Señores, ya puede decirse que nuestro trabajo está totalmente terminado. Hemos medido un arco del meridiano de más de ocho grados, a través de sesenta y tres triángulos, y en cuanto los resultados de nuestras operaciones hayan sido calculados, conoceremos cuál es el valor del grado y, por consiguiente, del metro en esta parte del esferoide terrestre.

—¡Hurra! —exclamaron todos.

—Ahora —añadió Everest— sólo nos queda ganar el océano índico, siguiendo el curso del Zambeze.

—Por supuesto, coronel —dijo Strux—, pero creo que nuestras operaciones deben someterse a una comprobación matemática. Propongo, pues, continuar por el Este la red trigonométrica hasta que encontremos un emplazamiento propicio para medir directamente una nueva base. La concordancia que existirá entre la longitud de esa base y los datos obtenidos hasta el momento, nos dará con certeza el grado de exactitud de nuestras mediciones.

El coronel se manifestó de acuerdo con esta proposición y se convino que se constituiría hasta el Este una serie de triángulos auxiliares hasta el momento en que uno de los lados pudiese ser medido directamente por medio de las reglas de platino.

Mientras tanto, la embarcación de vapor descendería por los afluentes del Zambeze hasta llegar más abajo de las cataratas Victoria, lugar donde esperaría la llegada de los astrónomos.

Dispuesto todo de este modo, el pequeño grupo, a excepción de los cuatro marineros que embarcaron en el
Queen and Tzar
, inició la marcha bajo la dirección de Mokoum.

Las estaciones podían ser medidas con relativa facilidad si no se presentaba ningún inconveniente.

El viaje se llevó a cabo con rapidez. Los triángulos accesorios, de extensión media, hallaban puntos de apoyo fáciles en aquel país ondulado.

Los viajeros pudieron refugiarse casi siempre en los bosques que cubrían el territorio, y así pasaban la noche.

Por otro lado, la temperatura se mantenía a un grado soportable y, bajo la influencia de la humedad, conservada por los arroyos y lagos, algunos vapores se elevaban al aire y mitigaban los rayos solares.

La caza suministraba todo lo necesario a la pequeña caravana que, acostumbrada a pasar privaciones, se sentía feliz de poder comer cada día cuanto quisiera.

Las relaciones entre el coronel Everest y Matthew Strux eran muy pacíficas y cordiales. Las rivalidades personales habían sido borradas por completo y, a pesar de no existir una gran intimidad entre ambos sabios, parecían haber recuperado la confianza mutua.

CAPITULO XXIII

Hasta finales de marzo no ocurrió ningún incidente digno de mención. El coronel y sus compañeros recorrían una región relativamente conocida y no debían tardar en encontrar las aldeas del Zambeze que habían sido visitadas y descritas por el doctor Livingstone.

La triangulación iba rápida y los trabajos prosperaron sin que los científicos tuvieran tiempo de advertir el paso de los días.

El primero de abril, los expedicionarios tuvieron que atravesar unos terrenos pantanosos que retrasaron un poco su marcha. El grupo daba pruebas de excelentes disposiciones y en él reinaba la mayor armonía.

Zorn y William Emery se felicitaban al ver aquella unión existente entre sus jefes, quienes parecían haber olvidado no sólo sus antiguas diferencias de criterios, sino también que una grave disensión internacional les separaba.

—Espero, querido William —dijo Zorn a su amigo—, que, cuando regresemos a Europa, encontraremos que reina ya la paz entre nuestros dos países. Así podremos ser allí tan amigos como podemos serlo en África.

—¿Volverá usted a El Cabo? Supongo que el observatorio no requerirá sus servicios inmediatamente y podrá disponer de unas merecidas vacaciones.

—Yo también lo espero, y creo que será lo más probable.

—En ese caso, permítame invitarle a visitar nuestro observatorio de Kiew.

—Acepto su invitación con mucho gusto, y yo también desearía que viniera alguna vez a El Cabo.

—Iré encantado.

—Aunque, a decir verdad —añadió Emery—, no sé para qué estamos haciendo tantos planes. No sabemos si la guerra ha terminado.

—Confiemos en las estrellas.

Al cabo de un tiempo, los expedicionarios llegaron por fin a un lugar situado cerca de las cataratas del Zambeze. Los astrónomos contemplaron la extensa planicie que se abría a su paso, considerando que era aquél un terreno excelente para la medición directa de una base.

En sus lindes se elevaba un poblado, compuesto tan sólo de unas cuantas chozas. Sus inofensivos habitantes acogieron con agrado a los recién llegados y les ofrecieron su hospitalidad.

Los expedicionarios se instalaron, pues, en aquella improvisada estación y dieron comienzo a los trabajos de medición.

Una sola cosa les preocupaba: la comprobación de las operaciones realizadas hasta el momento, que iban a lograr mediante la medición directa de esta nueva base. Una nueva base que representaba el último lado de su triángulo.

Se colocaron sobre el terreno los caballetes y las reglas de platino y se tomaron las mismas precauciones minuciosas que se habían establecido cuando la medición de la primera base.

Aquel trabajo empezó el 10 de abril y finalizó el 15 de mayo.

A mediados, pues, del mes de mayo, los científicos habían concluido las operaciones. Nicholas Palander y William Emery anotaron los cálculos en el registro y un grito de alegría salió de las gargantas de todos los presentes.

Los indígenas contemplaban con extrañeza a aquellos raros extranjeros que brincaban como niños ante unos palitos de madera cuyo significado y objetivo no alcanzaban a comprender.

Cuando las longitudes obtenidas fueron reducidas a arcos relacionados con el nivel medio del mar, de acuerdo con la temperatura establecida según los cálculos previstos, Palander y Emery presentaron a sus colegas los datos definitivos.

La nueva base tenía una medida de cinco mil setenta y cinco toesas con veinticinco centésimas. Esta misma base, deducida de la primitiva y, a su vez, de la red trigonométrica, medía cinco mil setenta y cinco toesas con once centésimas, La diferencia era, por tanto, de catorce centésimas.

Solamente catorce centésimas de toesa, es decir, algo menos de veintisiete centímetros, era el error medio calculado. Y todo esto a pesar de que las dos bases se encontraban separadas por una distancia de más de novecientos sesenta y cinco kilómetros.

En la medición del meridiano de Francia, entre Dunkerque y Perpiñán, la diferencia entre la base primera y la última había sido de veintinueve centímetros.

La comisión científica tenía motivos para estar satisfecha del resultado de sus investigaciones, sobre todo si tenemos en cuenta que los trabajos se habían realizado en circunstancias muy difíciles, en pleno desierto africano.

La alegría de los astrónomos era inenarrable. Daban gritos de felicidad y brincaban de júbilo, observados directamente por los indígenas de la aldea y por Mokoum, que se sentía casi tan feliz como aquellos sabios un tanto alocados. Al fin y al cabo, el bushman había contribuido en gran medida, incluso sin proponérselo directamente, al éxito de la expedición.

Faltaba aún por calcular el valor de un grado de meridiano en aquella porción del esferoide terrestre.

Tras las reducciones efectuadas por Nicholas Palander la cifra obtenida era de cincuenta y siete mil treinta y siete toesas, es decir, sólo una toesa de diferencia con respecto a la cifra alcanzada por Lacaille en el cabo de Buena Esperanza.

A un siglo de distancia, el astrónomo francés y la comisión anglo–rusa habían coincidido con esta aproximación.

En cuanto al valor del metro, era preciso esperar, pues se imponía reducirlo a partir del resultado de las operaciones que habrían de llevarse a cabo en el hemisferio boreal.

Las operaciones geodésicas estaban, pues, terminadas por completo. Los astrónomos habían puesto punto y final a su tarea. Ya sólo les quedaba llegar a la boca del Zambeze, siguiendo en sentido inverso el itinerario que debía recorrer Livingstone en su viaje de 1858 a 1864.

Los expedicionarios se despidieron de los indígenas que tan cordialmente les habían brindado su hospitalidad e iniciaron el camino de regreso.

El 25 de mayo, después de una marcha muy penosa a través de un país cortado por infinidad de ríos, llegaron los saltos de agua conocidos como las cataratas Victoria.

El nombre que los indígenas dan a estas cataratas es el de humo retumbante, y resulta una denominación muy justificada. Aquellas capas de agua tenían kilómetro y medio de ancho y se precipitaban desde una altura dos veces superior a la de las famosas cataratas del Niágara.

Los saltos de agua de Victoria estaban coronados por un triple arco iris y ofrecían al viajero un espectáculo inolvidable, tanto por su belleza como por su colorido y majestuosidad.

A través de la profunda hendidura del basalto, el enorme torrente producía un tableteo continuo, semejante al de veinte truenos que estallasen a la vez.

Más abajo de la catarata, en una zona donde la tranquilidad reinaba en la superficie del río, la embarcación de vapor esperaba pacientemente a los expedicionarios.

Un afluente del Zambeze había conducido al
Queen and Tzar
hasta el sitio elegido para que los europeos se reunieran. Cuando los marinos que aguardaban en la embarcación divisaron a lo lejos a los expedicionarios de a pie, uno y otro grupo estallaron en gritos de alegría. Habían logrado su objetivo.

Tras el descanso obligado, el
Queen and Tzar
se dispuso a avivar de nuevo sus máquinas, esta vez con todo el mundo a bordo. Todo el mundo menos dos hombres buenos cuyo recuerdo iba a perdurar ya para siempre en los europeos.

El bushman y el foreloper se quedaron en la orilla.

Mokoum era algo más que un guía. Se había convertido en un amigo entrañable de los ingleses que ahora se disponían a abandonar el continente africano.

Sir John propuso al bushman que le acompañara en su viaje a Inglaterra, pero Mokoum no quiso aceptar.

—No puedo, señor —le dijo con una expresión de infinita tristeza—. He de permanecer aquí.

—¿Por qué no vienes conmigo? —insistió el aristócrata—. Con tus habilidades para la caza, en poco tiempo te convertirías en la envidia de todos los aficionados de mi país.

Mokoum sonrió.

—Si no quieres quedarte a vivir para siempre en Londres —añadir Sir John—, ven al menos una temporada. Te hospedarás en mi casa y te prometo que nada ha de faltarte.

—Muchas gracias, señor, pero le repito que no puedo irme.

El bushman, en efecto, tenía compromisos ulteriores. Debía acompañar a David Livingstone en la expedición que el audaz doctor iba a emprender próximamente por el Zambeze. Le había dado su palabra, y Mokoum no era hombre capaz de dar su palabra en vano.

El cazador se quedó, pues, generosamente recompensado por los blancos, quienes le regalaron asimismo algunas armas de gran valor práctico y sentimental para el guía.

La embarcación se alejó al fin de la orilla, tomó la corriente en medio del río e inició el camino de regreso a casa.

El último ademán de Sir John fue un gesto de afectuosa despedida dirigido a su amigo Mokoum.

Los negros miraban con supersticiosa admiración aquel barco humeante que avanzaba por las aguas del Zambeze impelido por un mecanismo invisible, y no estorbaron su marcha en absoluto.

El 15 de junio, el coronel y sus compañeros llegaron a Quilmaine, una de las principales ciudades situadas en la más importante boca del río.

Lo primero que hicieron los europeos tras haber saltado a tierra, fue pedir al cónsul inglés noticias de la guerra.

La guerra no había terminado aún. Sebastopol resistía a los ejércitos anglo–franceses y parecía que el fin de las hostilidades no se vislumbraba con tanta facilidad como habían imaginado, llevados por su deseo, William Emery y Michael Zorn.

La noticia de que la guerra entre rusos, por un lado, y franceses e ingleses, por otro, no había terminado todavía, sumió a los expedicionarios en una gran tristeza imposible de narrar en toda su magnitud.

La sombra de la decepción se dejaba ver sobre la felicidad por el trabajo realizado.

Los viajeros dieron las gracias al cónsul por las informaciones facilitadas y, sin hacer más comentarios, se dispusieron a partir.

Un buque mercante austríaco, el Novara, estaba a punto de zarpar para Suez. Los miembros de la comisión científica anglo–rusa decidieron tomar pasaje en él.

El 18 de junio, justo en el momento de embarcar, el coronel Everest reunió a sus colegas y les dijo:

—Señores, en todos estos meses que hemos vivido juntos en el África austral, hemos pasado muchas dificultades y padecido situaciones de verdadero peligro. Pero también hemos cumplido una misión que favorecerá los trabajos de los investigadores que están cubriendo estos campos de la Ciencia.

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