Authors: Greg Egan
—Dado que esta mujer desgraciadamente tiene exactamente el aspecto de la esfinge de Khnopff, me pregunto si han tenido en cuenta la posibilidad de que estén implicado algunos defensores del lindhquistismo —enrojeció un poco —. Quizá sea una tontería, pero me pareció que debía mencionarlo.
Así que consulté la
Britannica
online y dije:
—Lindhquistismo.
Andreas Lindhquist, 1961—2030, fue un artista performance suizo, con la clara ventaja financiera de ser heredero de un importante imperio farmacéutico. Hasta 2011 se dedicó a una amplia gama de actividades de naturaleza bioartística, pasando de generar sonidos e imágenes procesando por ordenador las señales fisiológicas (ECG, EEEG, conductividad de la piel, niveles hormonales comprobados continuamente por sondas immunoeléctricas), a someterse él mismo a operaciones quirúrgicas en una tienda transparente y estéril en medio de un auditorio repleto, en una ocasión para intercambiar gratuitamente las corneas de un ojo al otro, y una segunda vez para volver a colocarlas como estaban (hizo pública una versión más ambiciosa, en la que afirmaba que le sacarían todos los órganos del torso y los volverían a colocar mirando al otro lado, pero le resultó imposible encontrar un equipo de cirujanos que lo considerasen anatómicamente plausible).
En 2011 desarrolló una obsesión nueva. Proyectaba diapositivas de pinturas clásicas en las que habían retirado las figuras, y hacía que modelos vestidos y maquillados de la forma apropiada posasen frente a la pantalla, ocupando los huecos.
¿Por qué? En sus propias palabras (o quizá una traducción):
A los grandes artistas se les concede entrever un mundo separado, inmutable y trascendental. ¿Existe ese mundo?¿Podemos viajar hasta él? ¡No! ¡Debemos forzar su existencia a nuestro alrededor! Debemos tomar esas visiones fragmentarias y convertirlas en sólidas y tangibles, hacer que vivan, respiren y caminen entre nosotros, debemos importar arte a la realidad, y al hacerlo, transformar nuestro mundo en el mundo de la visión artística.
Me pregunté qué hubiese opinado ARIA de esas palabras.
Durante los siguientes diez años, abandonó las diapositivas proyectadas. Empezó a contratar diseñadores de decorados para el cine y expertos en paisajismo para recrear en tres dimensiones los fondos de los cuadros que escogía. Descartó el uso de maquillaje para alterar la apariencia de los modelos, y, cuando le resultó imposible encontrar dobles perfectos, sólo empleaba a aquellos que, tras un pago suficiente, estaban dispuestos a pasar por la cirugía estética.
Su interés por la biología no había desaparecido por completo; en 2021, en su sesenta cumpleaños, hizo que le implantasen dos tubos en el cráneo, lo que le permitía medir, y alterar, constantemente el contenido neuroquímico exacto del fluido ventricular de su cerebro. Después de eso, sus requerimientos se volvieron más estrictos. Prohibió las técnicas "tramposas" de los decorados de cine: una casa, una iglesia, un lago o una montaña entrevista en la esquina de un cuadro en proceso de ser "realizada", debían estar
allí
, en toda su escala y completo en todo detalle. Se creaban casas, iglesias y pequeños lagos; las montañas tenía que buscarlas, aunque trasplantó o destruyó miles de hectáreas de vegetación para alterar su color o textura. A sus modelos les exigía que pasasen meses antes y después de la "realización", "viviendo sus papeles" escrupulosamente, siguiendo las reglas complejas y los escenarios que Lindhquist ideaba, basándose en su interpretación de la "personalidad" de un cuadro. Ese aspecto se le fue haciendo cada vez más importante.
La realización precisa de la apariencia —lo llamo la superficie, por tridimensional que sea— no es más que un comienzo rudimentario. En la red de relaciones entre los sujetos, y entre los sujetos y su entorno, es donde se encuentra el desafío para las generaciones que me sigan.
Al principio, me resultó asombroso no haber oído hablar jamás de semejante pirado; su extravagancia total debió ganarle cierta fama. Pero en el mundo hay millones de excéntricos, y miles de ellos son muy ricos, y yo sólo tenía cinco años cuando Lindhquist murió de un ataque al corazón en 2030, dejándole su fortuna a un hijo de nueve años.
En cuanto a sus discípulos, la
Britannica
detallaba medida docena dispersa por Europa del este, donde aparentemente había disfrutado de mayor respeto. Todos parecían haber abandonado por completo su excesos, ofreciendo volúmenes de teorías estéticas defendiendo el uso de contrachapado pintado y artistas de mimo con máscaras estilizadas. De hecho, la mayoría se limitaba a eso, a ofrecer los volúmenes, y ni siquiera se molestaban con el contrachapado y los mimos. Tampoco podía imaginar que ninguno de ellos dispusiese del dinero o de las ganas de pagar una investigación embriológica a miles de kilómetros de distancia.
Por razones impenetrables de la ley de derechos de autor, las obras visuales rara vez están presentes en las bases de datos públicas, así que durante el almuerzo salí y compré un libro sobre pintores simbolistas que incluía una lámina en color de
La caricia.
Realicé una docena de copias (ilegales), ampliaciones en varios tamaños, furiosamente, en cada una la expresión de la esfinge (como la había llamado Aldrich) me resultaba sutilmente diferente. La boca y los ojos (uno totalmente cerrado, el otro abierto infinitesimalmente) no se podía decir que representasen una sonrisa definitiva, pero la sombra de las mejillas la sugería, en ciertas ampliaciones, vistas desde ciertos ángulos. El rostro del joven también cambiaba, de vagamente inquieto a ligeramente aburrido, de decidido a disoluto, de noble a afeminado. Los rasgos de los dos parecían habitar los bordes complicados e inciertos entre regiones de humores diferentes, y el más mínimo cambio en las condiciones de visión era suficiente para forzar una reinterpretación completa. Si ésa había sido la intención de Khnopff, era el logro de un maestro, pero también me resultaba extremadamente frustrante. El breve comentario del libro tampoco me ayudaba, alabando "la composición perfectamente equilibrada y la deliciosa ambigüedad temática", y sugería que la cabeza del leopardo había sido "perversamente modelada según la hermana del artista, con cuya belleza se sentía constantemente obsesionado".
Al no estar seguro por el momento sobre cómo —en caso de que debiera hacerlo— proseguir con esta línea de investigación, me quedé sentado frente a mi mesa durante varios minutos, preguntándome (pero sin sentir deseos de comprobarlo) si cada una de las manchas del leopardo del cuadro estaba fielmente reproducido
in vivo.
Quería hacer algo tangible, poner algo en marcha, antes de dejar
La caricia
a un lado y regresar a una línea de investigación más rutinaria.
Así que realicé una ampliación más de la pintura, en esta ocasión empleando las capacidades gráficas de la máquina para rodear la cabeza y los hombros del hombre con un fondo oscuro uniforme. La llevé a comunicaciones y se la entregué a Steve Birbeck (el hombre que sabía había filtrado el registro del casco a la prensa).
Le dije:
—Da una alerta sobre este tipo. Se le busca para interrogarlo en relación con el asesinato de Macklenburg.
No encontré nada más de interés en los papeles de ARIA, así que retomé el punto donde me quedé la noche antes, telefoneando a las empresas que hacían uso de los servicios de Freda Macklenburg.
El trabajo que había realizado no tenía una conexión específica con la embriología. Parecía que habían reclamado su consejo y su ayuda para una gran variedad de problemas desconectados en una docena de campos, cultivo de tejidos, el uso de retrovirus como vectores de terapia génica, electroquímica de membranas celulares, purificación de proteínas, y otras artes donde el vocabulario no me decía nada.
—¿Y la doctora Macklenburg resolvió el problema?
—Completamente. Conocía la forma perfecta de saltarnos el bloqueo que nos había retenido durante meses.
—¿Cómo supieron de ella?
—Hay un registro de consultores, dividido por especialidades.
Efectivamente lo había. Ella aparecía en cincuenta y nueve lugares. O conocía los detalles específicos de todas esas áreas, mejor que mucha gente que trabajaba en esos problemas a tiempo completo, o tenía acceso a expertos de talla mundial que podían poner en su boca las palabras adecuadas.
¿La forma en que su patrocinador le pagaba el trabajo? ¿Pagándole no en dinero, sino en conocimientos que luego podía vender como suyos? ¿Quién tendría a tantos científicos biológicos a su disposición?
¿El imperio Lindhquist?
(Después de todo, no había conseguido alejarme de
La caricia
).
Sus facturas telefónicas no detallaban llamadas a larga distancia, pero eso no significaba nada; la rama local de Lindhquist poseería su propia red internacional privada.
Busqué a Gustave, el hijo de Lindhquist, en el
Quién es quién.
La entrada no era muy precisa. Nació de una madre de alquiler. La donante de óvulo había sido anónima. Educado por tutores. Seguía soltero a los veintinueve años. Solitario. Aparentemente totalmente concentrado en sus asuntos financieros. No se decía nada de pretensiones artísticas, pero nadie se lo cuenta todo al
Quién es quién.
Llegó el informe forense preliminar, sin contener nada útil. No había rastro de lucha, nada de moratones, ni piel o sangre bajo las uñas de Macklenburg. Aparentemente la había pillado totalmente por sorpresa. La herida de la garganta la había producido una hoja delgada, recta, de un solo golpe.
Había cinco genotipos, aparte de los de Macklenburg y la quimera, en los pelos y escamas de piel encontrados en la casa. Era imposible dar una fecha precisa, pero todos mostraban un amplio espectro en los momentos de depósito, lo que significaba que pertenecían a visitantes regulares, amigos, no extraños. Los cinco habían estado en la cocina en algún momento. Sólo Macklenburg y la quimera aparecían en el sótano en cantidades que no se podían explicar por deriva o transporte, mientras que la quimera no había abandonado en muchas ocasiones su habitación especial. Un hombre habitual había estado en la mayor parte del resto de la casa, incluyendo el dormitorio, pero no la cama, o al menos, no desde el último cambio de sábanas. Todo esto era muy poco probable que tuviese alguna relación con el asesinato; los mejores asesinos o no dejan restos biológicos, o plantan material que pertenece a otros.
El informe de los interrogadores llegó poco después, y servía todavía menos. El pariente más cercano de Macklenburg era un primo con el que no se había mantenido en contacto, y que sabía sobre la mujer muerta aún menos que yo. Sus vecinos habían respetado en exceso su intimidad como para saber, o importarles, quiénes habían sido sus amigos, y ninguno admitía haber visto nada extraño el día del asesinato.
Me senté y miré fijamente a
La caricia.
Algún lunático con mucho dinero —quizá relacionado con Lindhquist, quizá no— le había encargado a Freda Macklenburg que crease a la quimera igualando a la esfinge del cuadro. ¿Pero quién querría fingir un robo, asesinar a Macklenburg y poner en peligro la vida de la quimera sin hacer ningún esfuerzo por matarla?
Sonó el teléfono. Era Muriel. La quimera había despertado.
Los dos agentes en el pasillo habían tenido un turno ajetreado; un psicópata con un cuchillo, dos fotógrafos disfrazados de médicos, un fanático religioso con un equipo de exorcismo comprado por correo. Las noticias no habían dado el nombre del hospital, pero sólo había una docena de candidatos plausibles, y era imposible hacer jurar guardar secreto a todos los empleados o inmunizarlos contra los efectos de los sobornos. En un día o dos, la localización de la quimera sería de dominio público. Si la cosa no se calmaba, tendría que considerar la idea de encontrarle una sala en la enfermería de una prisión, o en un hospital militar.
—Salvaste mi vida.
La voz de la quimera era profunda, apagada y tranquila, y me miró directamente al hablar. Había esperado que fuese terriblemente tímida, entre extraños por quizá primera vez en su vida. Estaba retorcida en un lado de la cama, sin una sábana por encima pero con la cabeza descansando sobre una almohada blanca y limpia. El olor era perceptible, pero no desagradable. La cola, tan gruesa como mi muñeca y más larga que mi brazo, colgaba sobre el borde de la cama, agitándose incesantemente.
—La doctora Beatty te salvó la vida —Muriel estaba al pie de la cama, mirando regularmente a la hoja de papel en blanco del bloc—. Me gustaría hacerte algunas preguntas —la quimera no dijo nada, pero siguió mirándome—. ¿Puedes decirme cómo te llamas, por favor?
—Catherine.
—¿Tienes algún otro nombre? ¿Un apellido?
—No.
—¿Qué edad tienes, Catherine? —alzado o no, no podía evitar sentir algo de vértigo, una sensación de necedad surrealista al hacerle preguntas rutinarias a una esfinge sacada de un cuadro al óleo del siglo diecinueve.
—Diecisiete años.
—¿Sabes que Freda Macklenburg está muerta?
—Sí —más apagada, pero todavía tranquila.
—¿Cuál era tu relación con ella?
Frunció el celo ligeramente, luego me dio una respuesta que parecía practicada pero sincera, como si llevase tiempo esperando a que se lo preguntasen:
—Lo era todo. Era mi madre, mi profesora, mi amiga —la pena y la pérdida pasaron por su cara, un parpadeo, un estremecimiento.
—Dime lo que oíste el día en que desapareció la electricidad.
—Alguien vino a visitar a Freda. Oí un coche, y el timbre. Era un hombre. No podía oír lo que hablaban, pero podía oír las voces.
—¿Era una voz que hubieses oído antes?
—No me lo pareció.
—¿Cómo sonaban? ¿Gritaban? ¿Discutían?
—No. Sonaban amistosos. Luego se callaron y se hizo el silencio. Poco después se fue la luz. Luego oí que paraba un camión y un montón de ruido... pasos, cosas que se movían. Pero no más voces. Durante como media hora hubo dos o tres personas moviéndose por toda la casa. Luego el coche y el camión se fueron. Yo esperé a que Freda bajase y me contase que había pasado.
Llevaba bastante tiempo pensando cómo plantear la siguiente pregunta, pero a final dejé de intentar que sonase amable.
—¿Algunas vez te contó Freda por qué eras diferente al resto de las personas?
—Sí —nada de dolor, o vergüenza. En su lugar, su rostro relucía de orgullo, y durante un momento se pareció tanto al cuadro que volví a sentir el vértigo —. Ella me hizo así. Me hizo especial. Me hizo hermosa.