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Authors: Greg Egan

Axiomático (13 page)

BOOK: Axiomático
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Con el tiempo comencé a consentirme una fantasía extravagante y romántica: la pérdida de todo de lo que había dependido —la retirada de los artefactos bioquímicos que habían dado cohesión a mi vida— revelaría un núcleo interno de puro coraje moral y un ingenio desesperado que me haría superar esta hora de necesidad. Habían derribado mi identidad, pero se conservaba una chispa desnuda de humanidad, que pronto se convertiría en una llama abrasadora que no podrían contener las paredes de ninguna prisión. Lo que no me había matado me haría (pronto, muy pronto) más fuerte.

Un momento de introspección cada mañana demostraba que esa transformación mística no se había producido todavía. Hice huelga de hambre, con la esperanza de acelerar mi emergencia victoriosa del crisol de sufrimiento aumentando la intensidad del fuego. No me obligaron a comer, ni siquiera me dieron proteínas intravenosas. Fui demasiado estúpido para deducirlo: el día de realización era inminente.

Una mañana, me entregaron un traje que reconocí por el cuadro. Estaba aterrorizado hasta la náusea, pero me lo puse y fui con los guardias, sin causar problemas. El cuadro estaba ambientado en el exterior. Sería mi única oportunidad de huir.

Había tenido la esperanza de que tuviésemos que viajar, con todas las oportunidades que ese hecho ofrecería, pero el paisaje se había preparado a unos pocos metros del edificio donde me retenían. Parpadeé ante el resplandor de finas nubes grises que cubrían gran parte del cielo (¿Lindhquist las había estado esperando, o había ordenado su presencia?), cansado, asustado, más débil que nunca gracias a no haber comido en tres días. Campos desolados se extendían hasta el horizonte en todas direcciones. No había a dónde correr, nadie a quien pedir ayuda.

Vi a Catherine, ya sentada en el borde de una zona de terreno elevado. Un hombre bajo —bien, más bajo que los guardias, a cuya estatura me había acostumbrado— estaba a su lado, acariciándole el cuello. Agitaba la cola con placer, con los ojos medio cerrados. El hombre vestía un traje blanco suelto, y una máscara blanca, más bien como una careta de esgrima. Cuando me vio aproximarme, alzó los brazos en un gesto de saludo extravagante. Durante un instante una idea extravagante se apoderó de mí: ¡Catherine podía salvarnos! Con su velocidad, su fuerza, sus
garras.

Nos rodeaba una docena de hombres armados, y estaba claro que Catherine era tan dócil como un gatito.

—¡Señor Segel! ¡Tiene usted un aspecto tan sombrío! ¡Alégrese, por favor! ¡Es un día maravilloso!

Dejé de caminar. Los guardias a ambos lados también se detuvieron y no hicieron nada por obligarme a avanzar.

—No lo haré —dije.

El hombre de blanco se mostró indulgente:

—¿Por qué no?

Le miré, temblando. Me sentía como un niño. Desde la infancia no me había enfrentado a alguien de esta forma, sin las drogas del alzado para tranquilizarme, sin un arma a mi alcance, sin la confianza absoluta en mi fuerza y agilidad.

—Cuando hayamos hecho lo que quiere, nos matará a todos. Cuanto más tiempo me niegue, más viviré.

Fue Catherine la primera en responder. Negó con la cabeza, al borde de la risa.

—¡No, Dan! ¡Andreas no nos hará daño! ¡Nos ama a los dos!

El hombre se me acercó. ¿Andreas Lindhquist había fingido su propia muerte? No caminaba como un anciano.

—Señor Segel, por favor, tranquilícese. ¿Haría daño a mis creaciones? ¿Malgastaría todos estos años de duro trabajo, mío y de otros muchos?

Solté, confuso:

—Ha matado gente. Nos ha secuestrado. Ha violado cien leyes —casi le grité a Catherine. "Planeó la muerte de Freda", pero tuve la sensación de que hacerlo hubiese sido peor para mí que para él.

El ordenador que ocultaba su voz se rió sosamente.

—Sí, he violado leyes. Independientemente de lo que le suceda a usted, señor Segel, ya las he violado. ¿Cree que tengo miedo de lo que vaya a hacer cuando le libere? Estará tan impotente para hacerme daño como lo está ahora. No tiene pruebas de mi identidad. Oh, he examinado el registro de sus investigaciones. Sé que sospechaba de mí...

—Sospechaba de su hijo.

—Ah, Un detalle sin importancia. Prefiero que los íntimos me llamen Andreas, pero para mis socios, soy Gustave Lindhquist. Verá, este cuerpo
es
el de mi hijo... si hijo es la palabra adecuada para un clon... pero desde su nacimiento tomé muestras regulares de mí tejido cerebral, e hice que extrajesen de ellos los componentes adecuados y los inyectasen en su cráneo. No es posible
trasplantar
el cerebro, señor Segel, pero con cuidado, gran parte de los recuerdos y la personalidad se pueden imponer sobre un niño pequeño. Cuando murió mi primer cuerpo, hice que congelasen el cerebro, y continué con las inyecciones hasta que se agotó todo el tejido. Que "yo"
sea
o no
sea
Andreas es una cuestión para filósofos y teólogos. Recuerdo claramente sentarme en un aula atestada mirando un televisor en blanco y negro el día en que Neil Armstrong puso el pie en la luna, cincuenta y dos años antes del nacimiento de este cuerpo. Así que llámeme Andreas. Sígale la corriente a un viejo.

Se encogió de hombros.

—Las máscaras, los filtros de voz... me gusta un poco de teatro. Y cuando menos vea u oiga, menos posibilidades tendrá usted de causarme pequeñas irritaciones. Pero por favor, no se tenga en demasiada consideración; usted jamás será una amenaza para mí.

Podría sobornar a todos los miembros de su fuerza policial con la mitad de la cantidad que he ganado desde que hemos empezado a hablar.

»Así que olvide sus fantasías de martirio. Va usted a vivir, y durante el resto de su vida usted será, no sólo mi creación, sino mi instrumento. Usted llevará este momento en su interior, lo llevará al mundo por mí, como una semilla, como un virus extraño y hermoso, infectando y transformando a todos y todo lo que usted toque.

Me agarró por el brazo y llevó hacia Catherine. No me resistí. Alguien me colocó un cayado alado en la mano derecha. Me situaron, me dispusieron, me ajustaron y me acicalaron. Apenas noté la mejilla de Catherine contra la mía, su garra descansando sobre mi estómago. Miré al frente, aturdido, intentando decidir si creer o no que iba a vivir, superado por esta primera posibilidad real de esperanza, pero demasiado aterrado de la decepción como para atreverme a confiar.

No había nadie excepto Lindhquist, sus guardias y ayudantes. No sabía qué había esperado; ¿un público vestido de gala? Se situó a doce metros, mirando una copia del cuadro (o quizá fuese el original) montada en un caballete, lanzando luego instrucciones para que se hicieran cambios microscópicos en nuestra postura y expresión. Los ojos empezaron a anegárseme, de tanto mantener la vista fija; alguien corrió y me los secó, y luego los roció con algo para evitar que volviese a pasar.

Luego, durante varios minutos, Lindhquist permaneció en silencio. Cuando habló al fin, dijo, en voz muy baja:

—Ahora esperamos el movimiento del sol, la posición correcta de las sombras. Un poquito más de paciencia.

No recuerdo con claridad lo que sentí en esos últimos segundos. Estaba tan cansado, tan confuso, sentía tanta incertidumbre. No recuerdo pensar: ¿cómo sabré que ha pasado el momento? ¿Cuando Lindhquist saque un arma y nos incinere, conservando perfectamente el momento? ¿Cuando saque una cámara? ¿
Qué será lo que hará
?

De pronto dijo:

—Gracias —y se volvió para alejarse, solo. Catherine se movió, se estiro, me besó en la mejilla y dijo:

—¿No lo has pasado bien?

Uno de los guardias me agarró por el codo y me di cuenta de que me había tambaleado.

Ni siquiera había sacado una fotografía.
Reí histérico, ahora seguro de que viviría. Y ni siquiera había sacado una foto. No sabía decidir si eso le hacía estar dos veces más loco, o si le redimía totalmente de su locura.

Nunca supe qué fue de Catherine. Quizá se quedó con Lindhquist, protegida del mundo por su fortuna y reclusión, viviendo una vida a todos los efectos idéntica a la que había vivido antes, en el sótano de Freda Macklenburg. Con algunos sirvientes y villas de lujo de más.

A Marión y a mí nos devolverían a casa, inconscientes durante todo el trayecto, para despertarnos en la cama que habíamos abandonado seis meses atrás. Había un montón de polvo por todas partes. Ella me tomó la mano y dijo:

—Bien. Aquí estamos.

No quedamos tendidos en silencio durante horas, y luego salimos a buscar comida.

Al día siguiente fui a la comisaría. Demostré mi identidad con las huellas digitales y el ADN, y ofrecí un relato completo de lo que había sucedido.

No me habían dado por muerto. Mi salario había seguido llegando a la cuenta bancaria, y habían deducido automáticamente los pagos de la hipoteca. El departamento negoció extrajudicialmente los términos de mi compensación, pagándome tres cuartos de millón de dólares, y pasé por el quirófano para restaurar todo lo posible de mi aspecto anterior.

Se precisaron más de dos años de rehabilitación, pero he regresado al servicio activo. Han archivado el caso Macklenburg por falta de pruebas. La investigación sobre el secuestro de los tres, y el paradero actual de Catherine, está a punto de seguir el mismo destino; nadie duda de mi relato de los hechos, pero las pruebas contra Gustave Lindhquist son circunstanciales. Lo acepto. Me alegra. Quiero borrar todo lo que Lindhquist me ha hecho, y la obsesión de traerle ante la justicia es justo lo contrario del estado mental que quiero lograr. No quiero dar a entender que comprendo lo que pretendía lograr dejándome vivir, qué se supone que implica su idea demente de mi supuesto efecto sobre el mundo, pero estoy decidido a ser, en todos los aspectos, la misma persona que era antes de la experiencia, y así malograr sus intenciones.

Marión va bien. Durante un tiempo sufrió de pesadillas recurrentes, pero después de ver a un terapeuta especializado en destraumatizar a rehenes y víctimas de secuestro, ahora está tan relajada y despreocupada como antes.

Ocasionalmente tengo pesadillas. Me despierto de madrugada, estremeciéndome, sudando y gritando, incapaz de recordar de qué horror huía. ¿Andreas Lindhquist inyectando muestras de su tejido cerebral en su hijo? ¿Catherine cerrando dichosamente los ojos, dándome las gracias por salvarla mientras sus garras convierten mi cuerpo en desechos sanguinolentos? ¿Yo, atrapado en
La caricia
; el momento de la realización alargado infinitamente, sin piedad? Quizá; o quizá simplemente sueño con mi último caso, eso parece mucho más probable.

Todo ha regresado a la normalidad.

Hermanas de sangre

Cuando teníamos nueve años, Paula decidió que deberíamos pincharnos los pulgares y dejar que la sangre de una fluyese por las venas de la otra.

Yo me mofé.

—¿Por qué íbamos a molestarnos? Nuestra sangre ya es exactamente la misma. Ya
somos
hermanas de sangre.

Ella ni se inmutó.

—Lo sé. No se trata de eso. Lo importante es el ritual.

Lo hicimos en nuestro dormitorio, a media noche, bajo la luz de una única vela. Ella esterilizó la aguja empleando la llama de la vela, para luego limpiar la ceniza con una toallita y saliva.

Cuando juntamos la diminutas y pegajosas heridas, y recitamos un juramento ridículo sacado de una novela infantil de tercera categoría, Paula apagó la vela. Mientras mis ojos se hacían a la oscuridad, ella añadió un apéndice al juramento:

—Ahora soñaremos los mismos sueños, compartiremos los mismos amantes y moriremos exactamente a la misma hora.

Yo intenté decir con indignación: "¡Eso no es cierto!", pero la oscuridad y el olor de la llama muerta hicieron que la protesta se me quedase atrapada en la garganta, y sus palabras no tuvieron oposición.

Mientras la doctora Packard hablaba, yo doblaba el informe de patología en mitades y cuartos, alineando obsesivamente los bordes. Era demasiado grueso para poder hacerlo bien; desde las micrografías de los linfocitos deformes que proliferaban en mi médula ósea, hasta las copias impresas de las posiciones de la secuencia de ARN del virus que habían disparado la enfermedad, treinta y dos páginas en total.

En contraste, la receta, que todavía descansaba sobre la mesa que tenía delante de mí, parecía ridículamente etérea e insustancial. No producía ninguna impresión. El tradicional garabato polisilábico —indescifrable— no era más que un adorno; el nombre del medicamento estaba cifrado con toda seguridad en el código de barras que había abajo. No era posible recibir por error el medicamento equivocado. La pregunta era, ¿
sería el adecuado para ayudarme
?

—¿Está claro? ¿Señorita Rees? ¿Hay algo que no comprenda?

Luché por centrar mis ideas, usando el pulgar para presionar con fuerza sobre un borde intratable. Me había explicado la situación con franqueza, sin recurrir a la jerga o al eufemismo, pero yo seguía teniendo la sensación de que me faltaba algo crucial. Daba la impresión de que todas sus frases habían comenzado de una de estas dos formas: "El virus..." o "El medicamento...".

—¿Hay algo que
yo
pueda hacer? ¿Personalmente? ¿Para... mejorar las posibilidades?

Vaciló, pero no durante mucho tiempo.

—No, en realidad no. Por lo demás, tiene una salud excelente. Siga así —empezó a ponerse en pie para hacerme salir y yo comencé a tener miedo.

—Pero, debe haber
algo
— agarré el brazo de la silla, como si temiese que me echase por la fuerza. Quizá ella no me hubiese comprendido, quizá no me había expresado con claridad —. ¿Debería... dejar de comer ciertas cosas? ¿Hacer más ejercicio? ¿Dormir más? Es decir, debe haber
algo
que afecte. Y lo haré, lo que sea. Por favor, simplemente
dígamelo...
—mi voz casi se rompió, y aparté la vista avergonzada. No vuelvas a perder los nervios de esta forma.
Nunca
.

—Señorita Rees, lo lamento. Sé cómo debe sentirse. Pero las enfermedades Monte Carlo son así. De hecho, tiene usted una suerte excepcional; el ordenador de la OMS encontró a ochenta mil personas, en todo el mundo, infestadas con una variante similar. No es mercado suficiente para justificar una investigación profunda, pero es lo suficientemente grande para haber persuadido a las farmacéuticas para buscar en sus bases de datos algo que pudiese servir. Mucha gente está sola, infectada con virus que son virtualmente únicos. Imagine la información útil que un profesional de la salud puede dar a esa gente —finalmente alcé la vista; la expresión de su rostro era de comprensión, atenuada por la impaciencia.

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