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Authors: Elspeth Cooper

Tags: #Ciencia ficción, fantástico

Bajo la hiedra (42 page)

BOOK: Bajo la hiedra
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—¡Normas absurdas! —estalló ella—. Normas para niños, para protegerlos de sí mismos. Ni tú ni yo somos unos críos.

Ella le soltó el cuello de la camisa y planchó con la mano las arrugas. Siguió haciéndolo hasta dar con la abertura del jubón. Gair tragó saliva. De pronto tenía la boca seca. Los dedos de ella recorrieron el contorno de la clavícula, trazaron un mapa de los accidentes geográficos de su pecho.

—No estaría bien. —Ella era su maestra.

—Lo que no implica que esté mal.

Más abajo, recorriendo las estribaciones de su musculatura abdominal, que se contrajo ante su tacto. Madre santa. Cuando quiso quitarle el cinto él se lo impidió, pero ella escurrió las manos, resbaladizas como las escamas de un pez.

—Bésame.

Apenas un aliento en su rostro. Gair cerró con fuerza los ojos.

—No puedo.

—¿Por?

—Porque temo que si empiezo a besarte no sea capaz de parar. —Abrió de nuevo los ojos—. Me das miedo, Aysha. Temo las cosas que me haces sentir. No sé qué hacer cuando estoy contigo. Yo…

Fuera lo que fuese que se disponía a decir se le amontonó en la garganta y murió. Ella estaba demasiado cerca. Demasiado cerca. Él se lanzó a por sus labios, los encontró, y de algún modo encajaron con los suyos. Los labios de ella se separaron para dar paso a su lengua. Beso a beso, apremio, hambre. Sus dedos se enredaron en su cabello, su cuerpo en sus brazos. Sí.

—Te quiero. —Las palabras de ella, aplastadas entre besos—. Te quise en el mismo instante en que te vi volar.

Aysha liberó la camisa del cinto. Gair se libró del jubón, se quitó la camisa por la cabeza y volvió a atraerla hacia sí. Su tacto quemaba como fuego, y ardió sacudido por un sinfín de temblores.

El olor que desprendía Aysha impregnaba cada bocanada de aire que aspiraba. Lino e invierno y piel dulce, suave. Cuanto más se llenaba los pulmones con ese aroma, más la anhelaba. Sus dientes blancos le mordisquearon el labio. Ella se sentó en el sofá, deslizando las caderas.

Cuando la atrajo hacia sí, ella dobló las piernas a su alrededor. El sofá protestó bajo el peso de ambos, y los pies de él resbalaron en el suelo de madera. A Aysha se le había trabado la blusa en la espalda; Gair deslizó los dedos por debajo. Ella contuvo el aliento.

—¡Tienes las manos heladas!

—Lo siento, yo…

—No, no pares. Quiero sentirlas en mí.

Se desabotonó con torpeza y la prenda se le deslizó por las mangas. A Gair le vacilaron las manos. Los callos del espadachín rascaron la diáfana prenda interior cuando se la quitó por la cabeza. Los pechos morenos quedaron al descubierto.

—Tócame. —Otro beso, otro mordisco cuyo eco reverberó en la base de la columna—. Tócame, por favor…

Era cálida, firme, suave como la piel de un gato. Se dobló ante el tacto de sus caricias, los labios pegados a los suyos. De nuevo crujió el sofá. Diosa, cuánto la deseaba. La levantó para tenderla a continuación en la gruesa alfombra qilim.

—Que se haga la luz —dijo ella mientras se descalzaba las botas para poder desnudarse del todo—. Quiero verte.

Un pensamiento proyectó un puñado de diminutos brils en el aire, y después le resultó imposible seguir pensando. Sólo existían las sensaciones. Los labios de Aysha, las manos que lo desnudaban. El tacto de dedos fríos en la piel ardiente que lo guiaron hacia ella. No había tiempo que perder, ni motivo para esperar. Ella se movió al compás de él, y su cuerpo se alzó para recibirlo, una y otra vez. Los brazos lo envolvían con fuerza.


Khalan bey
—susurró—.
¡Khalan bey!

Tanith se sirvió otra taza de té de menta de la tetera que descansaba en la repisa y se acomodó en la silla. Menudo dolor de pies. Llevaba desde el desayuno en la enfermería, supervisando a los adeptos que preparaban un lote de ungüento de raíces. Por lo general disfrutaba preparando toda clase de medicamentos para aprovisionar el dispensario, pero no tenía reparos en admitir que detestaba ese ungüento. Las raíces eran duras como hierro, había que cocerlas a fuego lento en vinagre hasta que se ablandaban, luego amasarlas, y la pasta (el resultado apestaba más incluso que el vinagre hirviendo) había que ablandarla también hasta convertirla en base neutra de emoliente.

Cuando estuvieron colocados los cuencos en los estantes de la sala fría, la tarde estaba muy avanzada y aún había que decantar en jarras esa condenada sustancia. Etiquetar las jarras. Guardarlas. Se quitó las chinelas para masajearse los pies doloridos. Pensó que los novicios ya se encargarían del etiquetado al día siguiente, y así obtendrían unos puntos extra. Les sería útil descubrir que no todo en la curación se solucionaba recurriendo al canto.

Era una lástima no poder presenciar cómo el resto de los estudiantes aceptaban la capa. Había sido presa de los nervios en las primeras clases, pero recompensaba mucho verlos aprender nuevas técnicas bajo sus enseñanzas, y la confianza de los alumnos aumentaba al tiempo que lo hacían sus habilidades. Cuando llegó a la casa capitular nunca pensó que con el tiempo se dedicaría a enseñar, pero Saaron no había titubeado al recomendarla al resto del consejo. Sería una pena tener que dejar atrás a sus estudiantes cuando llegase el momento de volver a Astolar.

Abrió el libro por el punto de tela, pero la luz agonizaba con el atardecer. Recurrió al canto para procurarse un bril, y reparó en el eco de otro que tejía cerca. No era ninguno de los demás maestros, pero la pauta le pareció familiar. Esmeralda y ámbar, con blanco piedra lunar y obsidiana, y un rojo de vino tinto, entreverado con oro reluciente y hebras de lustroso color perla. Quienquiera que fuera no había aprendido a escudar sus colores; giraban sobre sí con cierta agitación, chispeando presa de fuertes emociones. Entonces oyó el débil sonido inconfundible que provenía del techo y apartó la conciencia de allí.

Ah. De modo que se debía a eso. Creó rápidamente un bril que suspendió sobre su hombro, y volcó su atención en el libro, intentando ignorar el rubor que le arrebolaba las mejillas. No era asunto suyo lo que hicieran los demás en sus ratos libres, aunque no les importara quién pudiera escucharlos. No era asunto suyo. Veamos,
Ensayo sobre el gobierno
, de Barthalus, capítulo cuatro. Tenía que terminarlo esa noche. La prosa de Barthalus era densa como una nube de polvo, pero su libro seguía siendo el estudio definitivo de la materia. Con suerte le permitiría sortear los bajíos de la corte Blanca, pero sólo si se las apañaba para ir más allá de las primeras tres frases, antes de distraerse por la cadencia apasionada que provenía del techo.

Pero ¿qué hacía? ¡Escuchar a escondidas! Se sonrojó avergonzada y oscureció la ilusión extendida en el techo hasta que todas las constelaciones de Astolar centellearon sobre ella. La noche inundó la estancia con una suave brisa y el dulce canto de los ruiseñores, pero tampoco eso bastó. Sabía quién poseía aquellos colores. Cerró los ojos y el libro se le cayó al suelo desde el regazo, olvidada la taza de té en la mano. Que los espíritus la sostuvieran y la alentaran, sabía quién era él.

Resultaba difícil no prestar atención a los chismorreos de los estudiantes, a pesar de todos sus esfuerzos. Su lascivia la había impresionado casi tanto como descubrir lo bien informados que podían llegar a estar.

Supo entonces que al menos uno de los rumores era cierto.

El tatuaje en la nuca de Aysha tenía el tamaño de un imperial de oro. Era una elaborada media luna con un arco de estrellas entre ambas puntas. Gair apoyó la cabeza en la mano para contemplarla. Únicamente había visto a una mujer tatuada en una ocasión. La Mujer Pintada de la feria, que llevaba grabadas en la piel las vidas de los santos, como el
Libro de Eador
pero de carne y hueso. Ni una pulgada de su piel había quedado sin tatuar, pero no pudo recordar qué aspecto tenía. El tatuaje de Aysha no medía más de una pulgada. Gair no podía apartar la vista de él.

Ella dormía en la curva que le dibujaba el cuerpo. Su respiración era lenta, regular, y tenía una mano doblada como una flor a medio abrir junto al rostro. Cuidando de no despertarla, recuperó la cortina y la tapó hasta el hombro.

—Me estás mirando —murmuró ella con los ojos cerrados.

—No puedo evitarlo. Eres preciosa. —Se agachó para besarla en la media luna—. No sabía que tuvieras un tatuaje.

—Es mi marca de esclavo. Ése es el símbolo del comerciante que me vendió la primera vez.

Gair echó la cabeza hacia atrás.

—¿Y lo conservas?

—Me gustaba el motivo —respondió ella con un encogimiento de hombros.

—Iba a decirte que me gustaba.

Aysha se volvió hacia él, con la curiosidad dibujada en el modo en que arqueaba las cejas.

—¿Y ya no te gusta?

—No.

—¿Porque me señala como una posesión ajena? No he conocido una vida diferente, leahno. Mi madre era una propiedad, y también yo lo fui.

—Es repulsivo.

—No es más que un poco de tinta —repuso ella.

—Me refiero a lo que significa. No me gusta la idea de que pertenezcas a nadie.

—A alguien que no seas tú, querrás decir. —La diversión le centelleaba en la mirada—. ¿Estás celoso?

—Las personas no son objetos que puedan poseerse.

—Lo estás. ¡Estás celoso!

Él la acercó y la besó.

—Quizá un poco.

—Vaya, señor caballero, me siento halagada. —Otro beso, más largo. Aysha le peinó el cabello con las manos cuando le cayó en el rostro—. Tendrías que dejártelo largo. Te sienta bien.

—¿De veras lo crees? —Él se lo echó hacia atrás, pero, rebelde, volvió a caerle sobre la frente—. Temía acercarme al barbero de la casa materna por si me hacían la tonsura cuando no prestara atención.

Ella le colocó unos mechones tras la oreja.

—Me gusta. Acuérdate de traer el peine y la cuchilla, y te lo arreglaré. Si quieres.

—¿Puedes hacerlo?

—Así me ganaba la vida en el zoco. Aprendí a hacer de barbera. Cortaba el pelo antes de que tú te afeitaras más de una vez por semana. Y ya que lo menciono… —Le acarició el hirsuto mentón con la uña—. También podría darte un buen afeitado.

Gair se rascó los pelos de la barbilla.

—¿Qué tiene de malo mi modo de afeitarme?

—Nada en absoluto, pero en el desierto lo hacemos de una manera que da un mejor acabado. Es el aceite de berassa. Si encuentro una tienda aquí donde lo vendan, creo que podría dejarte mejor afeitado de lo que hayas ido nunca.

—Tan modesta como hermosa —sonrió él.

Aysha puso los ojos en blanco.

—Debería advertirte, leahno, de que superé a los nueve años
El caballero del verano y la reina de las nieves
. Si empiezas a componer sonetos te arrepentirás.

—Ese libro no representa con fidelidad la vida de un caballero, ¿sabes?

—Perfecto. Tampoco yo soy la fiel representación de una dama —dijo ella, que lo atrajo hacia sí.

Gair se extravió en su boca. Tendría que estar exhausto después de hacer el amor, pero las manos de ella se deslizaban sobre él y olvidó la fatiga. En un abrir y cerrar de ojos recuperó la erección, dispuesto de nuevo para ella. Aysha arqueó la espalda, acercándole los pechos a la boca. Él cerró los labios primero en torno a uno de los pezones oscuros como piel de cereza, y luego atendió el otro.

—Quédate conmigo —le susurró ella cuando levantó la cabeza—. Pasa aquí la noche.

Sobre ellos, el reloj de la repisa anunció con suavidad la segunda.

—Se hace tarde. —Sabía la diosa que no quería marcharse.

—Tarde no es más que temprano, pero visto desde el otro lado. —Aysha trabó una pierna en las suyas. Los besos le hicieron cosquillas en el cuello, en la garganta—. Me aseguraré de que llegues a tiempo a tus clases.

—¿No preguntarán los demás al ver a un estudiante en el ala de los maestros a primera hora de la mañana?

Ella meneó la cadera para que él la penetrara. Él gimió.

—Deja que pregunten. No es asunto suyo.

25

TODO SE ACABA

M
añana emprendemos la marcha, con las primeras luces del alba. Será duro, cerca de quinientas millas y tres semanas para cubrirlas, pero no tenemos otra opción si nos proponemos levantar el asedio antes de que cunda la hambruna en la ciudad. No podemos permitir que las hechiceras de Gwlach sigan actuando así. Me asombra su ferocidad. No tenía ni idea de que pudiera inducirse a las mujeres a ejecutar actos de semejante violencia. Sé que se puede provocar a una hembra de cualquier especie para que defienda a sus crías, a su pareja, pero nadie provoca a estas mujeres. Sencillamente levantan la mano a la orden de su cabecilla y acto seguido llueve sangre.»

Ansel echó atrás la cabeza y cerró los ojos. A la luz de la solitaria vela, costaba leer la escritura menuda y precisa de Malthus. La luz natural era mejor, pero las jornadas eran muy cortas a finales de año y sus obligaciones oficiales le dejaban muy poco tiempo libre para leer los tres volúmenes que Alquist había encontrado. De modo que no tenía más remedio que recurrir a la luz de las velas, a leer tarde, de noche, cuando su secretario se había retirado a dormir y era menos probable que alguien fuese a molestarlo y descubriera que había sacado sin permiso aquellos documentos del archivo. Sin duda, Vorgis descubriría su ausencia tarde o temprano, pero el custodio parecía más preocupado de que no se tocase nada del archivo que de mantener un registro minucioso de lo que había y lo que no, por lo que confiaba en disfrutar del tiempo necesario.

«Esta noche invité a cenar al primer caballero. Pensé de pronto que sabía muy pocas cosas del hombrecillo vestido con túnica blanca. Conozco al caballero, aquel a quien los hombres llaman Azote de los Caídos, el que cabalga a mi derecha y en cuyo acero he confiado estos últimos diez años, pero no sé nada de él, de cómo es. No sé si se casó o si tuvo una familia, en otra vida, antes de que fuera llamado. No sé si juega al ajedrez, o si es capaz de hacer manualidades con madera o metal. Dentro de unos días tengo que pedirle que muera y todo cuanto sé de él es que su escudo es el primero que se alza en el aire, sobre mi cabeza, cuando las flechas oscurecen el cielo. Si no lo conozco, las palabras de alabanza sabrán a ceniza en mi garganta.»

El vaivén del
Estrella matutina
se hizo más llevadero tras doblar el cuerno de Bregorin y ganar las aguas del mar Occidental. El lento y largo oleaje oceánico había mecido a Masen con la suavidad con que se mece a un bebé en su cuna, gracias a lo cual había podido dormir una noche entera, la primera en semanas.

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