Read Bajo la hiedra Online

Authors: Elspeth Cooper

Tags: #Ciencia ficción, fantástico

Bajo la hiedra (22 page)

BOOK: Bajo la hiedra
3.52Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

La sonrisa que le dirigió Ansel fue realmente peligrosa.

—Entonces habrá que andarse con muchísimo ojo.

Ansel secó con cuidado su firma, puso la última carta sobre la pila que empujó hacia el extremo del escritorio, donde su secretario se haría cargo de ella por la mañana. El pesado trabajo administrativo parecía llevarle cada vez más tiempo. Edictos, correspondencia, o iniciar los procesos acordados en las sesiones del rede y en los interminables subcomités. Ciertos días daba la impresión de que la orden se sostenía gracias al papel y la tinta, en lugar de hacerlo en la fe.

Ah, la fe. Hubo un tiempo en que eso fue lo único que necesitaba un caballero, eso y el brazo fuerte. Ansel se recostó en la silla torciendo el gesto, y miró el tapiz que colgaba de la pared opuesta. Llevaba veinticinco años colgado sobre el escritorio, un recordatorio constante de su labor como preceptor. Había perdido la viveza de colores, cubiertos de un polvo que no había forma de sacar, aunque aún era posible leer la historia que narraban los tres paneles. En el de la izquierda, el primer caballero era ungido por la propia diosa, ante quien se postraba para obtener su bendición. En el de la derecha, un Endirion mucho mayor se hallaba en lo alto de una colina que miraba a Dremen, con el yelmo de diamante en la cadera, y la otra mano en el puño de la espada, mientras observaba la construcción de la casa materna abajo, en el valle. En el panel central, Endirion trababa combate al borde de un abismo con una figura sombría.

La mayor parte de las ilustraciones de la Caída mostraban triunfal a Endirion, con la espada llameante, iluminado por el rayo que representaba la gracia de la diosa, mientras el ángel se alejaba furtivo, cuando no se precipitaba al abismo. Ese tapiz mostraba el punto álgido de la batalla. La oscuridad formaba un torbellino en torno al ángel como si de humo se tratara, y Endirion apretaba los dientes en su empeño por defenderse. Cuando la espada del caballero chocaba con la hoja de ébano del ángel, chispas negras y plateadas llovían sobre la tierra.

En ese momento, el duelo pudo haberse decantado hacia uno u otro contendiente, pues la salvación y la condenación convivían en un equilibrio tan delicado que bastaría el peso de una pluma para alterarlo. Endirion mostraba una expresión decidida, aunque una arruga en la frente daba fe de su miedo. Los ojos del ángel se llenaban de luz, invadidos por un hambre temible, presionaba más en el ataque, pero el modo en que se inclinaba sugería que el peso lo cargaba sobre el pie posterior, a un golpe de dar el primer paso hacia la derrota.

Había días en que Ansel contemplaba el tapiz y pensaba que Endirion saldría derrotado, y que toda la historia se desplegaría ante sus ojos. En otros, cuando brillaba el sol y la oscuridad no se mostraba tan densa ni tan cerca, sabía que Yelmo de Diamante triunfaría. Aquella noche la batalla no podía estar más reñida.

«Proyectas una larga sombra, mi señor. Cuando por fin nos reunamos, ruego que el modo en que he administrado la orden no te haya decepcionado mucho.»

Por la mañana, tragaría todo el sirope de amapola que ese insensato de Hengfors le recetara, y tomaría el camino largo desde sus dependencias hasta la biblioteca albergada tras el salón del rede. Tenía una cita con los archiveros de la que ni siquiera Danilar tenía noticia. Era una lástima que no pudiera hacerse acompañar del capellán; su fortaleza sería útil para tener algo en que apoyarse cuando el sirope de amapola fallase, tal como sucedía siempre. Pero cogería el bastón, que por fortuna era tan funcional como ceremonial, y llevaría la túnica más blanca con el roble dorado en la cadena que le colgaba sobre el corazón. Necesitaría de toda la fuerza que pudiese conjurar, respaldada por todos los símbolos de su cargo, para acobardar al archivero mayor. La gruesa capa de pieles y las zapatillas echarían por tierra un poco el efecto, pero a ese respecto no había nada que hacer. Antes se condenaría que permitir que los fríos pasillos de la casa materna le hicieran estremecerse y temblar cuando pidiera la llave de los libros que permanecían ocultos incluso a ojos del mismísimo lector de Dremen.

13

ARMAS

G
oran tomó la botella del estante y sopló el polvo de la etiqueta. Era un licor de Tylan que había cumplido ya treinta años, última botella de una caja que había heredado de su padre. Abrió la primera al ser nombrado para la túnica escarlata, y había reservado la última para una ocasión especial. Esa noche debía serlo.

Subió la escalera de la bodega vela en mano y cerró la puerta al salir. Nunca se es lo bastante cuidadoso con tanto vino de buena cosecha durmiendo bajo los pies. Devolvió la llave al interior del bolsillo de la túnica de estar por casa, y recorrió la silenciosa morada hasta el despacho. Sobre el escritorio descansaba un paquete grande y cuadrado, envuelto en tela encerada, con un cordel atado a su alrededor. Intentó no mirarlo mientras lo preparaba todo.

Llevaba horas reprimiendo las ganas que tenía de abrirlo. Eso le había hecho desearlo más, si cabe, pero era importante que antes estuviese todo listo. Apagó las lámparas hasta que las paredes forradas con paneles de roble se cubrieron de sombras, y luego puso la vela junto a las demás que formaban una hilera en el escritorio. Había descubierto que la luz de las velas era mejor para esto, y que las de cera blanca despedían la llama más limpia. Ya había corrido las cortinas y el fuego del hogar estaba encendido; el despacho era un cálido nido de gruesa lana y madera encerada, los cojines favoritos en la silla, y el personal de servicio durmiendo para que nadie lo molestara. Perfecto.

De la bandeja de plata que había junto al fuego tomó una copa de cristal que abrillantó con cuidado con una servilleta. Luego abrió el brandy y se sirvió con generosidad. El licor del color de la miel hizo un delicioso sonido, sólido, acaramelado, y relució en la copa como la representación líquida del buen humor. Goran tarareó una melodía alegre, se sentó en la silla y se acercó el paquete.

Ahora. Corta el cordel y apártalo. Desenvuelve la tela encerada, y… ¡Ah, maravilloso! Debajo hay terciopelo rojo oscuro. Los dedos gordezuelos se abrían y cerraban debido al nerviosismo; apartó el tejido y el tesoro quedó al descubierto.

Un libro, pero no un libro cualquiera. Era un libro en cuya búsqueda Goran había empleado casi una década. El año anterior, su agente le había informado de que finalmente había logrado localizar un ejemplar en Sardauk que podría estar a la venta. Después de diez meses de delicadas negociaciones, el librero de Marsalis había aceptado un precio que empañaba los ojos de Goran de lágrimas, pero tenía que hacerse con él, no había otra opción, de modo que lo pagó. Quinientos imperiales. Y estaba convencido de que valía su precio.

Con el pulso acelerado, colocó el libro recto sobre la envoltura de terciopelo y se infundió fuerzas con otro trago de brandy. El libro carecía de título, y estaba encuadernado a mano con la mejor piel marfileña de becerro. Quienes sabían lo que era no necesitaban ver algo tan vulgar como una inscripción en el lomo, y quienes lo ignoraban no necesitaban saberlo. A Goran le bastó sólo con mirarlo para que el sudor le perlara la frente. Con sumo cuidado abrió
El jardín de Kendor
y supo de inmediato que hubiera pagado mil imperiales por él y le habría seguido pareciendo una ganga.

Cada gruesa página de pergamino iba acompañada por una de una textura más fina cuyo cometido era proteger la ilustración. Pasó la primera y el asombro lo dejó boquiabierto. El motivo era exquisito. Cada trazo un prodigio de fluidez, de exactitud anatómica; la pluma del artista había captado toda la elegancia natural del desnudo, el estremecimiento, la energía vibrante de la vida suspendida en la quietud. Arrebatador, sencillamente arrebatador. Goran acercó la mano, atreviéndose apenas a rozar la mejilla de la hermosura que protagonizaba la página que tenía delante. No era más que un dibujo de línea, pero creyó sentir el tacto de la piel, el latido rápido de las venas que ocultaba. Sintió los primeros indicios de agitación bajo la túnica de estar por casa y cerró los ojos, saboreándola. «Sí», pensó al separar las rodillas para proporcionarse algo de espacio. Otro sorbo de brandy. No había prisa. Tenía tiempo de sobra para saborear el festín que lo esperaba en la mesa.

Paseó la mirada de nuevo por la ilustración, desde el arco del cuello hasta los pezones. «Con calma, tranquilamente, tómate tu tiempo», se dijo. La erección iba en aumento, le estorbaba la túnica, ¡y no había hecho más que mirar la primera lámina! Había un total de veinte, veinte cuerpos perfectos, un prodigio de hermosura del que disfrutar. Contar las costillas hasta el vientre terso, la ingle rasurada. Le latió con mayor fuerza el corazón, sintió un leve mareo. «Ah, menudo tesoro…»

Otro sorbo de brandy para calentarse el estómago, antes de introducirse la mano bajo la túnica. No quería esperar más, no podía esperar más. El fruto estaba maduro, listo para la recolección. Tenía el rostro cubierto por una película de sudor, flexionó los dedos alrededor del miembro y empezó a acariciarse.

Alguien llamó a golpes a la puerta. Goran cerró los ojos y murmuró una breve plegaria para que se marchara quienquiera que fuese. Pero volvió a abrirlos y dejó quieta la mano. ¿Quién sería a esa hora de la noche, ahí afuera, en su finca de la campiña? De nuevo sonaron los golpes, y maldita fuera el ama de llaves, que seguro que estaba tumbada bajo el edredón del dormitorio situado en la parte trasera de la casa. Tendría que salir personalmente a ver qué pasaba. Maldición, maldición. ¡Maldición!

Cubrió con sumo cuidado la lámina y cerró el libro. Se secó el rostro con un pañuelo, abrió la puerta del despacho y anadeó en dirección al vestíbulo. La recia puerta de entrada tembló ante los golpes renovados, que sonaban con mayor insistencia que nunca.

—¿Sí? ¿Quién es? —preguntó Goran de malos modos.

—Tenemos que hablar, Anciano —respondió una voz que temía oír de nuevo.

Goran se ajustó la túnica con prisas, descorrió los cerrojos y abrió la puerta de par en par. El viento helado le acarició los tobillos y la erección se marchitó. Al otro lado de la puerta vio a un hombre de complexión menuda y rostro zorruno, que vestía ropa de viaje y permanecía inclinado en la pared. Tenía en el abrigo un agujero grande como una mano.

—Creí haberte dicho que no quería verte por aquí, Pieter.

El hombre se apartó de la pared y se irguió. Parecía cansado, y en su mirada vio mayor pereza y distracción de lo habitual.

—Traigo información. ¿Puedo entrar?

A regañadientes, Goran se hizo a un lado.

—¿Por qué no me has enviado un mensaje? ¿Por qué has venido sin avisar? Podría verte alguien.

Una sonrisa lobuna cruzó fugaz el rostro de Pieter.

—Tu casa de campo se encuentra a más de una milla del camino, y ya hace un buen rato de la campanada Baja, Anciano —dijo, franqueando la entrada—. Si alguien me ha visto será que sus asuntos eran más inconfesables que los míos. Creo que nuestro secreto está a salvo.

Goran masculló, irritado, y lo llevó al despacho. Pieter miró a su alrededor la madera que cubría las paredes, así como los elaborados tapices, y lo hizo con mirada codiciosa, como si calculase el valor de todo cuanto lo rodeaba. Goran tuvo que moverse con rapidez para cubrir el libro con la tela de terciopelo antes de que el invitado lo añadiese a la lista. El cazabrujos se quitó la capa y la arrojó sobre la silla que había junto al hogar, sin esperar a que su anfitrión lo invitara a sentarse.

—Se agradece un buen fuego con la noche que hace —comentó, estirando las piernas. El barro se precipitó desde sus botas sobre la alfombra gimraeliana—. Y un brandy sería aún más de agradecer. Que sea una medida generosa, que ha sido una larga cabalgata.

«¡Insufrible! —Goran apretó los dientes mientras servía otra copa—. Como si no fuera lo bastante malo tener que utilizar a este tipo, ahora tiene las agallas de presentarse aquí en plena noche sin avisar. ¡Y encima tengo que compartir con él mi licor de Tylan!»

—Bueno, ¿qué noticias me traes? Espero que justifiquen la molestia.

Pieter dio un sorbo de brandy, que saboreó un momento antes de tragar.

«Conque encima el muy miserable se cree capaz de saber apreciar un licor de treinta años, ¿eh?»

—El brujo sigue vivo.

—Te pagué un montón de dinero para asegurarme de que ése no fuera el caso.

Pieter se encogió de hombros.

—No me dijiste que no viajaría solo.

La botella campanilleó al dar con el borde de la copa cuando Goran se sirvió un trago. De modo que alguien había ayudado al joven, pero ¿quién? Nadie hubiera imaginado que el preceptor incumpliría la ley, enfrentado a pruebas tales de culpabilidad. Pero así había sucedido, y alguien estuvo al corriente. A Goran dejó de temblarle el pulso. Quizá podía obtener alguna ventaja de todo ello, si jugaba bien sus cartas y lo hacía de inmediato. Dejó la botella y le puso el corcho.

—Cuéntame.

—Lo seguí por el camino de Anorien hasta llegar a Belisth, y de ahí a Elethrain. Tuve que seguirlo desde lejos, porque ese brujo presiente a los de mi especie. Tomaron una embarcación que transporta grano y descendieron por el río hasta Puertos Blancos. A veces un viaje por río resulta… azaroso, de modo que me las apañé para ponerles algunas piedras en el camino. —El cazabrujos apuró el contenido de la copa—. Hubiera pedido más dinero si me hubieses informado de que iba armado.

—Cobras demasiado por tus servicios.

—Hay pocos capaces de hacer eso por lo que me pagas —aseguró Pieter, encogiéndose de hombros—. Cualquiera que sea la mercancía, su escasez redunda en el precio.

Deslizó la mirada blanda en dirección al bulto cubierto de terciopelo que descansaba en el escritorio. Goran sintió una punzada de incomodidad. Pieter siempre le hacía sentir incómodo, razón por la que prefería tratar con él a distancia, a través de su agente. Así no tenía que verse en la misma estancia que él y sus… habilidades, por útiles que éstas fueran. Bastaba con pensar en ellas para ponerle los pelos de punta. Pensar que ese tipo repulsivo hubiese adivinado, intuido, el valor del objeto que reposaba en el escritorio lo perturbó todavía más. Contuvo un escalofrío y sacudió un poco el brandy en la copa.

—Ese hombre que lo acompaña… ¿Quién es?

—No lo conozco. Un anciano, pero de los recios. Astroso.

BOOK: Bajo la hiedra
3.52Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

Reckless Angel by Jane Feather
Pines by Crouch, Blake
While You Were Gone by Amy K. Nichols
The Promise by Dee Davis
The Body In The Bog by Katherine Hall Page
Wielder of the Flame by Nikolas Rex