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Authors: Elspeth Cooper

Tags: #Ciencia ficción, fantástico

Bajo la hiedra (21 page)

BOOK: Bajo la hiedra
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—¿Puedo tomarme un tiempo para pensarlo? Con todo lo sucedido… —Gair se encogió de hombros.

Alderan asintió.

—Por supuesto. Tómate todo el tiempo que necesites.

Se dio la vuelta tras esbozar una sonrisa. Gair miró hacia el norte, donde se alejaban en fila los guardianes. Aysha se ayudaba de los bastones para caminar, arrastrando los pies con cada paso. Estuvo esperando, pero ella no se volvió para mirarlo.

12

PLANES

E
l estudio de Ansel no era espacioso. Cuando las paredes no estaban cubiertas de estanterías, lo estaban de tablones, y un enorme tapiz colgaba sobre el hogar, frente al recio escritorio de roble. Lo habían cambiado de su lugar habitual frente a las ventanas para acomodar un caballete donde daba más luz. El propio Ansel, imponente en su atavío níveo y el salterio abierto en el regazo, se encontraba sentado en una silla de respaldo alto subido a la aspillera, mientras el artista ajustaba los pliegues de la túnica hasta quedar satisfecho, antes de regresar al bosquejo.

—Así, mi señor preceptor, perfecto. Quizá podrías levantar la barbilla un poco.

Danilar cerró la puerta sin hacer ruido al entrar, y se cogió las manos bajo las mangas. Reconoció al tipo delgado que vestía blusón de pintor. Teuter era el mejor retratista de Dremenir, pero la expresión del preceptor hizo que Danilar se preguntara cuánto tiempo pasaría hasta que acabase arrojando ese exquisito salterio a la cabeza del pintor.

—Veo que finalmente han encontrado un hueco para que puedas posar, mi señor —dijo.

Ansel puso los ojos en blanco.

—Tenía que hacerlo tarde o temprano —masculló mientras se rebullía en el asiento. El artista chascó la lengua pero continuó esbozando el perfil, trazando líneas a lápiz—. Alcánzame un cojín, ¿quieres? Esta maldita silla me ha entumecido el trasero.

—Como ya he explicado, mi señor, un cojín echaría a perder los pliegues de la túnica —protestó Teuter—. No tiene ningún sentido retratarte como si fueras una especie de inválido.

—¡Vaya! No tiene sentido, ¿eh? ¿Desde cuándo no tiene sentido contar la verdad? Soy un anciano, Teuter, ¡píntame tal como soy!

—¿Mi señor?

Ansel hizo un gesto con el libro.

—Tal como soy, con las manos retorcidas y todo.

Teuter se mordió los labios, pero no dijo más. Danilar observó cómo tomaba forma el esbozo. Unas líneas trazadas con destreza sugerían las estanterías y el marco de la ventana, y otras líneas de trazo más grueso daban forma a la silla y su ocupante, cuyo ceño arrugado se había transformado en la promesa de una sonrisa benevolente. Al cabo de apenas cinco minutos, Ansel se rebulló de nuevo.

—Ya basta por hoy, Teuter. Debo tratar ciertos asuntos con el capellán.

—Mi señor, pero si apenas hemos empezado…

Pero Ansel ya se había levantado de la silla, y componía una mueca de disgusto al apartar de sus pies los pliegues de terciopelo y satén.

—He dicho que basta, Teuter. Vuelve mañana.

El pintor bajó el lápiz y enhebró algunas palabras en su boca que acabó tragándose sin pronunciarlas.

—Como desees, mi señor.

Reunió sus cosas y se dirigió a la puerta. Danilar inclinó la cabeza a modo de despedida y la cerró nada más salir el artista.

—Dime, Danilar, ¿quién tuvo la idea de celebrar el tiempo que llevamos en el cargo encargando retratos?

Ansel se quitó la pesada túnica y la colgó con descuido del brazo del asiento. Después se dirigió cojeando hacia el desplazado escritorio, al cual se sentó, descansando los huesos sobre los cojines antes de exhalar un sonoro suspiro.

—Creo que fue cosa del preceptor Theudis. Hará unos cuatrocientos años. —El capellán acercó una silla para sentarse enfrente.

—Pues menuda idea brillante tuvo.

—De haber posado nada más ser ungido, como tus predecesores, ahora no te incomodaría tanto.

—¿Y cuándo he tenido yo tiempo de sentarme a posar? A los seis meses de ocupar el cargo marché a la guerra y pasé los cinco años siguientes subido a la silla de montar. Menudo retrato me hubiese quedado entonces, con la armadura abollada y cubierto de sangre hasta las orejas.

—Supondría un refrescante cambio ver a un preceptor en plena faena —admitió Danilar.

—¿En lugar de todas estas poses, quieres decir? Sin duda. —Ansel negó con la cabeza—. Por los santos, si ese Teuter me pinta como el viejo Theudis, estreñido de piedad, soy capaz de meterle los pinceles por las orejas.

El preceptor alcanzó la jarra y los vasos que descansaban en el escritorio, y sirvió dos generosas medidas de brandy, antes de empujar uno de los vasos por la mesa.

—Apenas queda —dijo Danilar.

Ansel frunció los labios.

—No empieces con los sermones —replicó—. Ya es bastante malo cuando Hengfors lo hace sin que te entrometas. Ya es demasiado tarde para preocuparse por el estado de mi hígado. —Dio un largo sorbo y se enjugó la boca con él antes de tragarlo y suspirar—. Lo siento, viejo amigo. No debí pagarlo contigo.

—¿Te duelen las articulaciones?

Un cabeceo afirmativo.

—El dolor siempre me ha puesto de mal humor.

—Lo sé. —Danilar tomó el vaso, pero no bebió—. Solías rugir a los sanadores cada vez que tenían que coserte.

—Y supongo que eso fue más allá de lo que la dignidad de mi posición les hizo prever.

Danilar no pudo evitar sonreír. En un instante se habían esfumado veinte años y se hallaba de vuelta bajo el abrasador calor del desierto, espada en mano, con la duda en el corazón mientras Ansel encabezaba la carga en la vanguardia, tal como había hecho siempre.

—Los sanadores gimraelianos hicieron un buen trabajo.

—Sí, de hecho le salvaron la vida a unos cuantos que creíamos haber perdido para siempre. Creo que eso merece un brindis. —Ansel levantó el vaso—. Propongo un brindis por los viejos camaradas y los amigos ausentes.

—Por eso sí voy a brindar.

Los vasos tintinearon y Danilar tomó un sorbo, saboreando el cálido licor que le recorrió el gaznate.

—Echo de menos aquellos tiempos. —Ansel apoyó el vaso en la barriga—. La compañía de gente honesta, unida por un propósito común, en lugar de este interminable politiqueo.

—Yo no echo de menos el calor.

—Ni las moscas.

—Ni el miedo.

—Pero te mantenía con vida, ¿no crees? —preguntó Ansel—. El pulso acelerado, la respiración agitada. Ese nudo en el estómago cuando te bajabas la visera, tomabas las riendas y esperabas la señal.

—Yo nunca me bajaba la visera.

—¿No temías las astillas que pudieran saltar de la lanza rota?

—Temía más marearme y ahogarme en mi propio vómito.

Ansel rió con estruendo.

—Nunca lo mencionaste. Con el tiempo que hace que somos amigos y yo sin tener la menor idea. ¿Cuántos años hace, por cierto?

—Cuarenta y tantos desde que terminamos el noviciado.

—Mucho tiempo. —El preceptor inclinó la barbilla para mirar la reluciente hoja de roble que llevaba colgada del cuello—. Mucho, mucho tiempo.

Danilar dejó el vaso tras dar otro sorbo.

—Tengo la intuición de que no me has convocado para recordar la guerra del desierto.

—Siempre al grano, ¿verdad? Bueno, en parte fue para que me arrancaras de las garras de ese condenado pintor, y en parte porque necesito tu consejo.

—¿Espiritual?

—El de un par de ojos que vean con claridad.

El preceptor abrió el cajón del escritorio y sacó un fajo de octavillas. Encima había una maraña de notas, cubiertas con caligrafía minúscula por ambas caras, enrolladas en cilindros.

—¿Puedes decirme por qué la orden gasta cientos de marcos cada año para mantener una red de agentes que me envían todo este papel, si incluyen menos información de la que puedo encontrar en estas octavillas? —Los documentos aterrizaron en el escritorio con un golpe seco—. ¿Qué sentido tiene cuando en muchos casos estoy mejor informado si me gasto unas monedas en cualquier esquina?

Danilar arrugó el entrecejo.

—Creo que el Anciano Cristen sería la persona adecuada para responder a eso, puesto que es él quien mantiene la red —respondió.

—Cristen es un insensato. Todo cuanto sabe de Gimrael es que es de allí de donde proviene la seda. Respecto a lo que envían los agentes, las palomas mensajeras dan informes más acertados que los mensajes que transportan. Escucha esto.

Ansel repasó los rollos de papel hasta encontrar el que buscaba.

—«Manifestaciones de descontento sin importancia en el barrio de la seda de El Maqqam, que fueron prontamente reprimidas» —leyó—. Según la octavilla… ¿Dónde estábamos? Ah, sí, aquí, cuatro intentos de incendio provocados en los almacenes de mercaderes del Imperio, uno de los cuales resultó en la pérdida de todos los bienes y las muertes del guarda nocturno y los dos civiles que intentaron rescatarlo cuando el tejado se derrumbó. —Ansel enrolló el mensaje antes de arrojarlo al fuego—. Qué raro que no considerasen interesante esta información, ¿no te parece?

—¿Cultistas?

—Nadie parece saberlo. Lámparas de aceite arrojadas a través de las ventanas, según parece. Nadie vio nada.

—Nadie ve nada en El Maqqam —gruñó Danilar—. Tienen miedo hasta de mirar de reojo a un simpatizante del culto.

—Y aquel incidente es una minucia. Se han registrado actos de piratería sobre intereses comerciales, caravanas de especias extraviadas en medio del desierto, eso que sepamos gracias a los testimonios de los testigos. —Ansel tomó entre las manos las restantes tiras de papel y dejó que cayeran de los dedos formando una cascada—. Pero en estas misivas apenas se dice una palabra.

La inquietud crispó la mano en torno al corazón de Danilar.

—Eso es… preocupante —dijo.

—Igual que en los buenos tiempos, ¿verdad? —El preceptor esbozó una sonrisa lobuna—. Han pasado veinte años y volvemos al punto de partida, sólo que entonces mis agentes solían servir de algo, cuando se arriesgaban a acabar asfixiados por sus propios intestinos si los atrapaban. Dime qué opinas al respecto, Danilar. Necesito una visión clara, sin rodeos, de alguien que haya pasado el tiempo necesario en Gimrael para saber hasta qué punto puede convertirse ese lugar en un nido de víboras.

—No creo que me necesites para eso, Ansel. También tú estuviste allí. —Muy a su pesar, Danilar recurrió al licor, cuya calidez al llegar al estómago le resultó confortante—. Así fue como empezó la última vez, y también como terminó, en Samarak. ¿Han atacado los intereses de la Iglesia?

—No tengo informes que apunten en esa dirección, pero el culto no suele dejar testigos, de modo que es posible que transcurra un tiempo antes de que salga a la luz.

—¿Lo sabe el emperador?

—Esta mañana envié un correo, aunque estoy convencido de que los espías de Theodegrance ya le habrán informado.

—Bueno, es responsabilidad de Kierim asegurar la paz en Gimrael. Necesita cuidar sus fronteras si desea mantener acorralado al culto.

—Un millar de millas de arena. Nadie espera mantener fronteras como ésas sin la buena voluntad de la gente del interior, y ahí es donde el culto gana a la mayoría de sus simpatizantes. Ni siquiera en las épocas de mayor estabilidad hay simpatía entre ellos y la gente del desierto exterior. No, Danilar. —Los labios de Ansel formaron una línea imperceptible, como una cicatriz, tensa, pálida—. Soy perro viejo para no olfatear la batalla en el ambiente, antes de que suenen las trompetas. Sólo es cuestión de tiempo antes de que el estandarte de Endirion ondee sobre las legiones.

Danilar negó con la cabeza.

—Quiera la diosa que te equivoques. Nadie nos agradecerá que volvamos a luchar en el desierto. La última vez me bastó para colgar la espada y aceptar el hábito.

—Tal vez no tengamos elección, si el lector declara una crisis de la fe.

—¿Con qué vamos a luchar? —preguntó Danilar, extendiendo las manos—. Somos pocos, Ansel. Dudo que podamos reunir más de cuatro legiones al completo, por mucho que enviemos esta misma noche a todo el noviciado a hacer la vigilia de la armas.

—Entonces tendríamos que emperzar a rezar, porque mucho me temo que no tendremos otra elección.

Ansel apuró de un sorbo el brandy y tragó con dificultad. Rompió a toser casi de inmediato. Se cubrió la boca con el puño mientras con la otra mano buscaba un pañuelo en el bolsillo. Cada tos sacudía su débil cuerpo como sacude una tormenta al sauce. Danilar entró en el cuarto contiguo en busca de un vaso de agua de la jarra que descansaba en la mesilla de noche, y lo dejó en el escritorio mientras el preceptor se sacudía con una última tos antes de secarse los labios.

—Gracias —dijo Ansel, ronco. Tenía la respiración agitada—. Después de todo, tal vez no sea buena idea tomar brandy a media mañana.

Dio sorbos de agua hasta que respiró con normalidad y desapareció la tonalidad desacostumbrada de sus pálidas mejillas. Danilar arrugó el entrecejo.

—Creo que tendríamos que avisar al físico.

—Por la diosa, no —dijo Ansel, invitándolo a sentarse mediante un gesto—. Nada que deba preocupar a Hengfors.

—No estás bien, Ansel.

—Tonterías. Estoy perfectamente, es que me he atragantado un poco con el brandy. —Tras guardar el pañuelo doblado en el bolsillo, el preceptor se recostó—. ¿Lo ves? Como nuevo. Si avisas a Hengfors me hará tomar una de sus asquerosas pociones, y te aseguro que son mucho peor que estar enfermo. En fin, tenemos cosas que hacer.

Empujó unas octavillas en su dirección e hizo a un lado con la mano las tiras que contenían los mensajes. Las líneas de vivo color escarlata cubrían el papel amarilleado.

Danilar contempló la sangre, temiendo lo que podría significar. Ansel siguió la trayectoria de su mirada y se sacó de nuevo el pañuelo para limpiarse los dedos.

—Tenemos cosas que hacer, Danilar —insistió con firmeza—. No podemos permitirnos distraernos ahora. Hay demasiado en juego.

—Y ¿de qué va a servir nuestra cuidadosa planificación si mueres antes de que fructifique? Yo no puedo ejecutar tus planes solo, Ansel. Sin ti todo quedará en nada.

—Lo sé. —El preceptor se miró la mano, en busca de restos de sangre—. Aún hay tiempo.

—¿Suficiente?

—Creo que sí.

Danilar volvió a negar con la cabeza.

—Ahora no podemos permitirnos cometer errores. La curia se servirá de nuestra piel para encuadernar libros si no nos andamos con ojo.

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