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Authors: Elspeth Cooper

Tags: #Ciencia ficción, fantástico

Bajo la hiedra (44 page)

BOOK: Bajo la hiedra
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«De acuerdo. Me despido pues, guardián, hasta que nos veamos.»

La dama desapareció. Alderan se apoyó en la jofaina, inclinando la cabeza. Bueno, a todo le llega su final. El hombre no escoge el momento. Habría preferido que no fuese tan pronto, haber tenido más tiempo para prepararse. Tendría que hacer lo que pudiera con las herramientas de que disponía. La sangre goteaba sin prisa del cuello al agua, donde formaba espirales hasta disolverse.

El tercer libro estaba incompleto.

Ansel lo dejó en el regazo y se frotó los ojos. Según la fecha que figuraba en el encabezamiento de la página, el diario terminaba de pronto en vísperas de la batalla del río Run. Se sabía que Malthus sobrevivió, aunque resultó herido, de modo que ¿por qué concluía ahí? Los primeros dos volúmenes estaban repletos de reflexiones y comentarios; ¿qué le había empujado a soltar la pluma? ¿Había extraviado el libro en el enconado avance, apartado por su sirviente y, quizá, abandonado, olvidado? ¿Había empezado un nuevo libro de notas, y suponía eso que existía otro volumen que lo aguardaba en el archivo, durmiendo entre los apócrifos?

Ansel masculló una maldición que no había utilizado desde que salió del campo de batalla, y luego la acompañó con una plegaria de expiación por lo brusco del lenguaje, a pesar de su convencimiento de que la diosa comprendería su frustración. Cuán cruel podía mostrarse el destino, capaz de llevarlo tan lejos para terminar abandonándolo cuando tan cerca estaba del objeto de sus pesquisas. Qué amargo en el paladar el sabor de la decepción.

Volvió hacia atrás una o dos páginas y releyó las últimas entradas. Por fuerza las descripciones de Malthus de la marcha desde Mesarilda fueron breves, pero incluso aquellas pocas palabras apresuradas, garabateadas en el libro al final de cada jornada, se le antojaron potentes como hechizos. Ansel había sentido su desesperación, atormentado por la visión de hombres y caballos cayendo exhaustos, a los que había que abandonar porque las legiones no podían hacer un alto. Los hombres caminaban hasta sangrarles las llagas de los pies, marchaban hasta bien entrada la noche, y cubrían la primera legua al día siguiente antes de que el sol asomase por el horizonte. ¡Dar por sentado que lucharían nada más llegar a su lugar de destino!

Pero lucharon. De algún modo, con los miembros entumecidos y armas tan pasadas que parecían forjadas de plomo, las legiones habían luchado. Habían logrado asegurar el primero de los caminos que se adentraban en el valle, seguido por otro, y luego habían levantado el asedio. Los defensores de la ciudad lo dieron todo en una salida final por las puertas, y el ataque de flanqueo había sorprendido a Gwlach de espaldas a un río, con sus guerreros desorganizados.

«¡Cuán dulce es el sabor de nuestra primera victoria! Como agua de un manantial de montaña, tan fresca y vigorizante, arrastra consigo el cansancio de nuestras articulaciones y alivia nuestros numerosos dolores. Mañana lloraremos por ellos y pronunciaremos nuestras plegarias por sus almas, pero esta noche vamos a celebrarlo, porque en el día de hoy hemos llevado a cabo una buena labor, aunque sangrienta. ¿Quién sabe cuántas vidas habremos salvado? Si pudiera calcularse ese número, quizá llegásemos a la conclusión de que nos había salido barato. Sin Azote de los Caídos, me temo que habríamos alcanzado un final muy distinto.»

La entrada del día siguiente rezaba:

«Gwlach se ha retirado al norte del valle, donde ha reagrupado las tropas. Sabe que en este momento no podemos emprender la persecución que nos daría la victoria. Los hombres y los animales tienen que descansar, alimentarse, tanto los nuestros como los suyos. He enviado exploradores para vigilar sus movimientos, e informan de que ha enviado jinetes al norte, a poniente y al este. La inteligencia del comandante de la guarnición de Caer Ducain sugiere que es ahí donde había apostado su reserva, cuyo contingente asciende al menos a diez mil hombres más. Esto inclinaría las cosas a su favor, al menos en lo que a número de tropas concierne. No tenemos forma de saber a cuántas hechiceras más puede recurrir. Si hemos de atacarla, debemos hacerlo con contundencia, y hacerlo pronto, antes de que su reserva se interponga en nuestro camino».

En vísperas de la batalla de río Run, cuando la suerte del enfrentamiento se inclinó irrevocablemente a favor de la orden, la entrada del diario era breve. Dos párrafos, nada más:

«He hablado con Azote de los Caídos. Es un hombre sencillo, y con eso me refiero a que no se complica la existencia. Considera que su cometido está muy claro: es lo que hay que hacer. Obrar de otro modo sería un error. ¡Ah, qué claridad de propósito! Debo por fuerza pensar en el futuro. La necesidad es grande, el fin justo, de eso no me cabe la menor duda. Son los medios lo que me araña el alma como las zarpas de un lobo.

»Acepta con tal ecuanimidad la labor que le he encomendado, que la fuerza de su fe empequeñece la mía. Me siento humilde a su lado. Rezo a la mismísima diosa para que algún día su sombra encuentre la gracia para perdonarme lo que le he pedido que haga en el nombre de ella».

Y eso era todo. Malthus no había escrito nada más. La desesperación reverberaba en todas y cada una de aquellas palabras; el mismo libro temblaba por ello. Ansel oyó en su cabeza la voz del preceptor, muerto tiempo ha, sintió su angustia, y quiso gritarle que terminase su relato, que al fin pusiese por escrito lo sucedido aquel día. Aunque sólo sus ojos pudieran leerlo, alguien lo habría visto y reconocido por lo que era, en lugar de ocultarlo avergonzado como un hijo ilegítimo.

Cerró el libro, que cubrió con ambas manos. Secretos y mentiras formaban el sustrato de su querida orden, como la piedra y el cemento del que estaban hechos los cimientos de la casa materna. Ya iba siendo hora de que salieran a la luz. Los suvaeanos tendrían que lucir sus cicatrices con orgullo, como muestras de honor, por mucho que los desfiguraran. Eran la prueba de que no eran las batallas que habían ganado las que formaban el carácter de un hombre, sino las otras, las perdidas. Eso era lo que hacía de él un hombre, o lo que lo quebraba en la rueda de la amarga experiencia. Las cicatrices no eran nada de lo que avergonzarse.

El fuego se extinguía poco a poco. Ansel extendió la mano hacia la portezuela, por la que introdujo un bloque de turba. Comprendió demasiado tarde que debía de haber utilizado las tenazas; la ceniza y las chispas se avivaron, llenando la estancia de una nube de humo fragante. Se recostó para apartarse de la trayectoria, pero lo hizo demasiado tarde. Cuando inspiró aire lo hizo con un fuerte dolor en el pecho, y la tos hundió de nuevo las garras en sus pulmones. La combatió como pudo, contuvo el aliento y rezó para que se le pasara, pero a pesar de ello la tos surgió de sus labios acompañada por un esputo de sangre y saliva. Entre sacudidas y espasmos, las gotas escarlata le salpicaron la túnica mientras manchas negras le cubrían el campo de visión.

¡Si pudiera alcanzar la campanilla situada en el extremo opuesto de la repisa! Logró dar un paso, aferró aturdido la repisa. Cayó al suelo. El dolor lacerante le atenazaba el pecho como un puño. Qué difícil le resultaba respirar. Era preferible yacer inmóvil, con el frescor de la losa en la ardiente mejilla. El frenético aleteo bajo las costillas cesaría al cabo de un rato, si era paciente. Qué oscuro ya, qué sosiego después de haber pasado tanto tiempo haciendo el esfuerzo de leer aquel condenado libro. Había llegado el momento de dormir.

En fin, todo se acaba.

26

DISTRACCIÓN

G
air subió de dos en dos los peldaños de la escalera que llevaba a su cuarto. Había volado directo de las habitaciones de Aysha al ala de los dormitorios, a pesar del fuerte viento, pero había demasiada gente en los patios para decidirse a recuperar la forma humana allí, así que tuvo que desviarse e ir hasta el jardín de la cocina. Desde allí corrió derecho a través del refectorio, cogiendo una manzana al pasar, y se enfrentó a la marea de estudiantes airados que se cruzó hasta llegar al ala de los dormitorios. Una o dos personas se detuvieron para mirarlo con cara de pasmo al toparse con él; esperaba que no les diera tiempo a reparar en que iba despeinado y tenía el mentón rasposo.

No se había despertado hasta que la campana anunció la prima. La falta de sueño lo aturdía; había sido necesario caer en la cuenta de que iba a llegar tarde a la clase con el maestro Brendan para que saliera de la cama de Aysha. Ella se había desperezado lánguida, y, mientras él se vestía, su cuerpo dibujó formas sugerentes bajo la sábana y se ofreció a redactarle una nota que lo excusara de acudir, so pretexto de que su presencia era necesaria en otra parte. No tuvo que preguntar a qué lugar hacía referencia esa «otra parte». Fue una oferta muy tentadora. El beso que Aysha le dio al despedirse estuvo a punto de menoscabar su fuerza de voluntad.

Al principio pensó que no duraría el encanto embriagador de los primeros días, pero lo hizo. Casi había pasado un mes ya, y si acaso estaba más hechizado que nunca por Aysha. Ella lo llamaba cada día, su voz resonaba en su mente, y él acudía de buena gana, extraviándose en ella durante horas, por lo general de noche. Se había acostumbrado a sentarse a su escritorio para redactar los ensayos que debía escribir, sólo por el placer de estar en el mismo lugar que ella. Mientras Aysha lo observaba desde el sofá, como una gata. A menudo el peso de su mirada bastaba para distraerlo, momento en que apartaba papel y tinta en favor de otra clase de expresión.

De algún modo, había logrado mantener la palabra dada al maestro Barin, aunque a veces, como ese día, la cosa le hubiera ido de un pelo. Tendría que contentarse con aquella manzana por desayuno si quería cambiarse la camisa y llegar a tiempo a la clase. Ya en su cuarto, se aseó tan rápido como pudo, sin molestarse siquiera en calentar el agua. Temblando, abrió el armario y tanteó el interior en busca de una camisa limpia con una mano, mientras con la otra se secaba con la toalla. Alguien llamó con urgencia a la puerta.

—¿Hay alguien aquí?

El rostro de Darin asomó por el marco. Se había recuperado del todo, aunque aún tenía ojeras. Saaron dijo que con el tiempo desaparecerían, pero hasta que lo hicieran Darin parecía un espectro, lo que no podía estar más fuera de lugar teniendo en cuenta su carácter vivaz.

Observó las muestras de las apresuradas abluciones.

—No te he visto en el desayuno.

Gair se sacó de la boca la manzana medio roída.

—Esta mañana me he dormido —dijo antes de darle otro mordisco. Sacó una camisa del armario y se la introdujo por la cabeza.

—Pero pasé por aquí hace una hora y tenías la cama hecha.

Una palabra acudió a la mente de Gair. No tenía ni idea de qué significaba, pero se la había oído decir a Aysha en más de una ocasión, y parecía ideal para una situación como ésa. Darin lo miró con ojos agrandados por el asombro.

—Vaya, perro —dijo en voz baja—. Así que es cierto.

—¿Qué es cierto?

—El caballero tiene una dama.

—¿Cómo?

—Tú. ¡Que te has liado con una chica!

—¿Qué te ha hecho pensar eso?

—Gair, tú mismo habrías tenido ocasión de oír los rumores si pasaras siquiera un rato en los dormitorios.

Gair se ajustó la camisa y pasó el faldón por debajo del cinto. No tenía tiempo para eso, pero tampoco le iría mal averiguar qué rumores circulaban, aunque sólo fuera para saber en qué punto habían fracasado las medidas de precaución que había tomado. Mantuvo bajo el tono de voz.

—¿Qué rumores?

—Increíble. —Darin negó con la cabeza, y empezó a contar con los dedos—. Antes de que la campana de la cena deje de sonar, te largas y nadie sabe dónde te has metido. Llegas tarde a la partida de ajedrez dos de cada tres veces, y ya he dejado de buscarte en tus días libres porque no hay forma de dar contigo. Sin tu ayuda mis notas de historia han caído en picado desde Atardecer, y ahora prácticamente no podrían ser más bajas. Y por último la demostración de esta mañana de que duermes en otro lugar que no es tu cama, lo que me lleva a una conclusión obvia. Tú, amigo mío, te has liado con una chica.

Ahí el belisthano lo tenía atrapado. Creía haber sido muy discreto. Por la diosa que sería mucho más sencillo mantener una relación abierta, pero se habían saltado tan a conciencia una de las pocas normas que regían la casa capitular que no estaba seguro de que no le pidieran que se marchase en el siguiente barco. Desabrochó el zirin con un suspiro y echó mano del cepillo.

—Bueno, tengo razón, ¿verdad? ¿Quién es?

—Darin, de verdad que no tengo tiempo para esto.

—¿La conozco? Dime quién es. ¿Es Sarra, la joven syfriana de la melena larga? El otro día vi cómo la mirabas.

—No hice tal cosa —aseguró Gair, cepillándose el pelo—. Creo recordar que fuiste tú quien me hizo jurar que guardaría en secreto tu deseo de enredarte en esa melena.

—¡Vamos, Gair, cuéntamelo! Por los santos que nunca me cuentas nada.

—Porque no es asunto tuyo. ¿Es que no puedo disfrutar de un poco de intimidad?

—¿Te regaló ese bonito broche por Atardecer?

Miró el zirin que tenía en la mano, volviéndolo para leer la inscripción. Al cabo, ella le había contado qué rezaba, pero en gimraeliano. Seguía sin dar con la traducción.

—Por mi santo.

—De modo que hay una chica y tiene dinero. Veo que alguien tiene las botas metidas bajo esa cama. ¿La tienes de compañera en una de tus clases?

Gair arrojó el cepillo en la jofaina y se arregló el pelo. La cola le caía más allá de los hombros, a pesar del corte, y el zirin de plata le era más cómodo que la cuerda para recogerla.

—Darin, Brendan va a desollarme vivo. Si no salimos ya llegaremos tarde.

Tomó el jubón de la cama y se dirigió a la puerta. Darin se le adelantó y se colocó bajo el dintel.

—No pienso moverme hasta que hables.

—Entonces tendrás que esperar mucho.

Gair hundió los dedos en el diafragma de su amigo, y pasó de largo junto a él cuando se dobló por la cintura de dolor. En cuanto recuperó el aliento, Darin echó a correr detrás de él por el pasillo.

—Cuéntamelo.

—No.

—¡Cuéntamelo!

—¡Que no!

—Dime al menos qué tal lo pasáis juntos.

Gair detuvo el paso.

—No puedo creer lo que acabo de oír.

—¡Por favor! Nada por debajo de la cintura, ¿recuerdas?

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