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Authors: Elspeth Cooper

Tags: #Ciencia ficción, fantástico

Bajo la hiedra (41 page)

BOOK: Bajo la hiedra
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Aquella mañana, las habitaciones de la quinta planta del ala oeste de la casa capitular permanecía en silencio.

La nieve crujió aplastada por las patas de Gair, lanzando destellos como azúcar a la luz del sol poniente. Un día perfecto para ser lobo. En los pliegues de las tierras altas de Penglas había pasos que franquear y ciervos de velludo pelaje a los que dar caza. Se le había ocurrido que correr por la nieve lo ayudaría a reflexionar, pero era como perseguir su propia cola. No hacía más que pensar en ella.

No era la primera vez que deseaba ser capaz de hablar mentalmente. Había buscado los colores de Aysha en esa temblorosa nube que era la casa capitular, para distinguirla de todos los demás, pero o bien ella había escudado sus pensamientos o bien no estaba presente. Quiso escribir una nota, pero no fue más allá. Subir la escalera y llamar a su puerta sería lo más simple, pero se sobresaltaba con sólo pensarlo.

Tal vez debió de escoger una forma distinta. La última vez que había corrido en forma de lobo fue en compañía de Aysha. Aún sentía el sabor de sus labios, la presión que hicieron sobre los suyos. Si hubiese sido capaz de preverlo, si hubiera supuesto lo que ella se disponía a hacer, podría haber reaccionado, haber respondido de algún modo. En lugar de ello, se quedó tumbado en la hierba como un salmón ensartado en un espetón, y luego permitió que ella se alejara de él.

Saltó un riachuelo helado y siguió corriendo. Pero ¿qué tendría que haber hecho? ¿Apartarla? ¿Devolverle el beso? Quizá cogerla del pescuezo y hacerla suya, ahí mismo, en la ladera, como hacían los lobos?

Que la diosa lo ayudara, pero ¿en qué estaba pensando? Ella formaba parte del consejo de maestros y tenía autoridad sobre él. Si sus papeles se invirtieran y fuese él quien estuviera robando besos, ella le habría cruzado el rostro con una bofetada y él habría llegado a la conclusión de que se lo tenía merecido. Así lo habían educado. En cuanto tuvo la edad suficiente para comprender que los chicos y las chicas eran distintos, le habían enseñado que debía ofrecer el brazo, inclinarse, comportarse como un caballero. Los caballeros se limitan a adornarlo todo, a ponerle una pátina brillante a todo. Aysha hacía añicos su caballeresco código suvaeano como la traca de petardos que revienta el cristal de una ventana.

Sintió demasiado tarde la punzada de advertencia. Unas zarpas fuertes lo alcanzaron entre los hombros y lo tumbaron sobre un montón de nieve. Recuperó el pie y se sacudió, extendiendo en el ambiente cristales de nieve. El otro lobo atacó de nuevo con un gruñido ronco. Los colmillos le buscaron la garganta. Se tambaleó bajo su peso antes de hacerla a un lado. Las zarpas de ella arañaron la nieve para ganar sustento, pero las mandíbulas que había clavado en su pelaje no cedieron. Gair intentó librarse de ella, cayendo de costado. La loba descargó una patada con los cuartos traseros, y ambos rodaron ladera abajo. Entre mordiscos, zarpazos y nieve en las orejas y la nariz, fueron a caer con fuerza sobre la copa de un árbol caído, con todo el peso de ella hundiendo las zarpas en las costillas de Gair.

Los ojos color ámbar lo miraron con fijeza. Los labios dejaron al descubierto los afilados colmillos blancos a medida que el gruñido aumentaba en tono y volumen. Entonces lanzó un mordisco. El cálido aliento le bañó el rostro antes de que las mandíbulas de ella se cerrasen con un fuerte chasquido a unos milímetros de la punta de su hocico.

«Sé consciente del lugar que te corresponde, jovenzuelo.»

Gair abandonó el canto. Su cuerpo se estiró hasta adoptar forma humana, lo que no le sirvió de gran cosa dada la situación. A pesar de su altura, la loba era casi tan larga como él desde el hocico hasta la punta de la cola y la respaldaba todo su peso, apoyado en la caja torácica de Gair. La garganta le dolía en el punto donde ella le había clavado los colmillos.

—Maestra Aysha.

«¿Dónde diantre te habías metido?»

—Di mi palabra al maestro Barin de que asistiría a todas las clases. Hoy es el primer día libre que tengo desde entonces.

El aliento de ella surgía en forma de vapor en el gélido ambiente. Aunque Gair habló con voz suave, tuvo la impresión de que lo había hecho lo bastante alto para quebrar la quietud que aquella mañana reinaba en la montaña. La loba lo miró fijamente unos instantes más, y después se sentó sobre los cuartos traseros.

«Un hombre de honor. En los tiempos que corren, un animal en vías de extinción.»

Gair se incorporó. La nieve se le había metido por debajo del jubón hasta dibujarle una incómoda mancha de humedad en la camisa. Notó que retiraba los dedos que había acercado al cuello con una imperceptible huella escarlata. Tendría que andarse con ojo a la hora de afeitarse, o tal vez dejarse la barba unos días para impedir que la gente preguntase por qué había estado a punto de cortarse la yugular. La loba se lamió el pelaje y terminó apoyando la cabeza en las zarpas.

«Lo siento.»

—Sobreviviré.

«Al menos sigues practicando. —Levantó de nuevo la cabeza, las orejas tiesas—. Hay algunas liebres en el siguiente valle. ¿Me acompañas de caza?»

—Maestra Aysha, esta conversación resultaría mucho más fluida si me enseñaras a hablar con la mente.

«Llámame Aysha. Aquí afuera no soy tu maestra. Caza conmigo y te enseñaré a hacerlo.»

—Enséñamelo y cazaré contigo.

Ella inclinó la cabeza a un lado.

«¿Trato hecho?»

—Trato hecho.

«Entonces tenemos un trato. —Se incorporó levantando el hocico para husmear el aire, momento en que el aliento gélido le dibujó una aureola. Dio un gañido y salió disparada hacia los árboles—. ¡Atrápame si puedes!»

Aysha se masajeó las sienes, con los codos apoyados en las rodillas.

—Por la diosa que no eres consciente de la fuerza que tienes —gruñó.

—Lo siento.

—Se supone que antes debes presentarte, como si llamaras a la puerta, en lugar de entrar rugiendo como un lyrran en plena carrera.

—¡Lo siento!

—Vale. —Una vez se hubo levantado, le hizo un gesto para animarlo—. Vamos, inténtalo otra vez, pero con cuidado.

Se encontraban sentados bajo un saliente de roca próximo a la embocadura del valle, adonde no había llegado la nieve. Una gruesa alfombra de pinaza hacía de aquel lugar un rincón cómodo y donde sentarse a impartir una lección. Gair aspiró aire con fuerza y lo soltó lentamente. Ahora, sus colores. Los encontró en seguida, una constelación brillante en el vasto y oscuro lugar donde los maestros lo habían saludado tras las pruebas. Se extendió para rozarla y aguardó a que ella lo saludara. Era parecido a llamar a una puerta, aunque no la golpeara con algo sólido como el puño y la puerta fuese intangible como un sueño.

Aysha lo saludó con elegancia, antes de invitarlo a entrar. Había creado un hueco en los pliegues de sus colores, una especie de antecámara de sus pensamientos. No, nada aparte de los matices que giraban sobre sí lentamente, pero la sensación de su presencia era muy intensa.

«Mucho mejor», lo alabó.

«Es más sencillo de lo que pensaba.»

«Creo que tarde o temprano lo habrías logrado por tus propios medios.»

¿De verdad? Gair no estaba tan seguro. Invitar a otro al corazón mismo de su don, como había hecho ella, era como desnudar el pecho ante una espada y confiar en que la mano que la esgrimía no se la clavaría. Iba contra todos sus instintos.

Exploró con cautela y comprendió que lo que percibía no era sino una diminuta fracción de su persona. Estaba convencido de que había más. Aunque los cinco sentidos físicos no se aplicaban, en un sentido estricto del término, a ese lugar, fuera lo que fuese algo parecido a la vista le reveló la existencia de capas de color bajo la superficie, mezcladas de forma elaborada con la emoción y la memoria. Cuando pretendió ir más allá, ella le dio una bofetada con el dorso de la mano.

«Nada de mirar.»

«Disculpa. —Se retiró—. ¿Puedes enseñarme a hacerlo? A cerrar partes de mí para que nadie pueda entrar, a menos que yo lo permita.»

«¿Te refieres a mí, por ejemplo?»

Gair abrió los ojos, culpable, y ella rió.

«Ahora me toca a mí disculparme. Eso ha debido dolerte.»

«No me importa. Pero a veces sí gritas un poco.»

Los colores de ella giraron en remolino, divertida. Gair estaba fascinado, viendo y sintiendo la risa en lugar de escucharla.

«Te lo enseñaré en cualquier otro momento. Aún no estás preparado para eso, necesitas adquirir mayor soltura con lo básico.»

Ella se apartó un poco, lo que él interpretó como la sugerencia de que se retirase. Y así lo hizo, con todo el cuidado de que fue capaz.

—Hasta ahora sólo conozco tus colores —dijo cuando cesó el contacto entre ambos. No era del todo cierto, pues podía reconocer algunos de los colores del resto de los maestros, pero dudaba que le dieran la bienvenida para mantener una charla, tal vez a excepción de Alderan.

—Entonces tendrás que practicar conmigo hasta que te sientas capaz de andar por ahí suelto sin provocar migraña a los demás.

Un viento irascible sopló en el balcón de Aysha. Gránulos de nieve congelada golpeteaban las tejas y mordían con fuerza manos y rostros, mientras Gair y ella recuperaban de nuevo la forma humana. Encogida de hombros para protegerse de la borrasca y con el brazo en alto para escudarse el rostro, Aysha cojeó hacia la puerta. En cuanto la abrió, las cortinas verde jade la envolvieron como la capa de un mago envuelve a una paloma en su jaula.

—¡Aguarda! —Gair se apresuró hacia ella. Demasiado tarde.


¡Khajal!

Se desgarró el brocado. El asta de latón que sostenía la cortina golpeó el suelo. Gair se abrió paso a través de la cortina inclinada y halló a Aysha tendida cerca de la silla del escritorio, sumergida en tela. Se arrodilló junto a ella y le quitó el denso brocado de la cabeza.

—Por los santos, ¿te encuentras bien? ¿Te has hecho daño?

Ella clavó en él sus ojos azules y la peor mirada asesina. Con el brazo que tenía libre lo apartó de un empujón.

—¡Pues claro que estoy bien! ¿Es la primera vez que ves tropezar a un tullido? Apártate, maldita sea.

Los aros de la cortina se deslizaron por el asta cuando ella acentuó el desgarrón de la tela al tirar hacia sí de la cortina. Pronto liberó ambos brazos. Hizo caso omiso de la mano que Gair le tendía, buscó los bastones caídos y se puso de rodillas, para luego intentar levantarse. El tobillo izquierdo no le respondió. Con un grito mezcla de rabia y dolor, cayó de nuevo a los pies de Gair.


¡Khajal me no suri jarat!

Con los ojos tan abiertos como un gato recién bañado, apretaba la mandíbula con tal fuerza que cada aliento silbaba a través de los dientes. Gair le pasó un brazo sobre los hombros y luego el otro bajo las rodillas para levantarla con la cortina y todo.

—Déjame en paz.

—Aysha, no puedes levantarte.

—He dicho que me dejes en paz. ¿Eres sordo o simplemente lerdo? —Descargó un puñetazo en su hombro—. Déjame en el suelo.

El siguiente golpe le dio en la mandíbula. Gair echó atrás la cabeza, dolorido.

—Para ya.

—¡Déjame en el suelo!

—¿Vas a estarte quieta? Sólo intento ayudarte.

—No necesito la ayuda de nadie. ¡Estoy bien!

Flexionó las rodillas para tumbarla en el sofá que había junto al fuego. Aysha lo miró sin pestañear y echó el puño hacia atrás. Gair le aferró la muñeca antes de que lograra descargar el golpe.

—Ya basta.


¡Ayya qi makhani!
—Con la otra mano le dio una fuerte bofetada en la oreja.

—¡He dicho que ya basta!

Forcejeó hasta inmovilizarle las manos a la espalda. Aysha zarandeó los hombros a izquierda y derecha para zafarse, pero él le apretó las muñecas con más fuerza. La mirada de ella se cubrió como un cielo que amenaza tormenta.


¡Bhakkan! ¡Me no suri jarat!
¡Suéltame!

—No hasta que me prometas que no me golpearás.

—¡Cabrón! ¡Me estás haciendo daño!

—¡Dame tu palabra, Aysha!

Su boca de blancos dientes no sólo escupió maldiciones, también saliva. No repitió una sola frase. Era capaz de un torrente de inventiva que llenó sus oídos como una canción. Gair no pudo evitar mirarla con los ojos muy abiertos. No importaba lo que dijera, siempre y cuando pudiera mirarla mientras lo decía. Furiosa, Aysha era lo más hermoso que había visto en toda su vida.

Ella le devolvió la mirada, jadeando. Cada aliento le apretaba los senos contra el pecho de él.

—¿Qué estás mirando? Suéltame.

—Quiero tu palabra. —Lo que quería era besarla.

—De acuerdo. La tienes. Ahora suél-ta-me.

Aflojó la presión que ejercía en sus muñecas. Aysha se frotó las marcas que le había dejado, sonrosadas en la piel de canela.

—Me has hecho daño.

—Tú intentabas golpearme.

—Te lo merecías.

—¿Por levantarte del suelo?

Enarcó una de sus cejas oscuras.

—Ahórrate tus cortesías caballerescas, hazme el favor. No soy una de esas ammanai indefensas que se mete en cama cuando se pincha un dedo con la aguja.

—¿Hubieras preferido que te dejara ahí?

—Mira que eres zote. Estoy tullida. —El desprecio le dolió como la hoja de una cuchilla—. A veces me caigo. Soy perfectamente capaz de ponerme de nuevo en pie. La diosa sabe que tengo práctica de sobras en eso. ¡No necesito esperar a que acuda un hombre con más pelo en el culo que cerebro en la cabeza para ayudarme!

Gair levantó ambas manos. Imposible tratar con esa mujer. Hermosa, pero imposible, y quería besarla tanto que le dolía.

—¿Has terminado o quieres seguir insultándome?

Una ráfaga de viento empujó el granizo a través de las puertas abiertas del balcón, que él cerró sirviéndose del canto. Aysha lo aferró con ambas manos del cuello de la camisa.

—No he terminado —dijo. Y lo besó.

Gair perdió el control del canto. Labios suaves, más incitantes de lo que esperaba. Jugaron con él hasta permitir que los probara. Santa diosa. Le puso las manos en los hombros para apartarla.

—No podemos.

Ella lo miró con asombro, las mejillas sonrosadas.

—No te gusto.

—No es eso. Maestra Aysha…

—Ya te lo dije, leahno. Aysha a secas.

—Formas parte del consejo de maestros. Yo no soy más que un estudiante. Hay normas…

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