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Authors: Elspeth Cooper

Tags: #Ciencia ficción, fantástico

Bajo la hiedra (43 page)

BOOK: Bajo la hiedra
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Levantó la vista hacia los baos, escarchados de reflejos del mar que oscilaba en el exterior, y deseó no tener que moverse. Quería permanecer en esos escasos segundos que siguen al despertar, donde todo era calidez y satisfacción, y los horrores que había contemplado tan sólo eran el recuerdo de otra vida. Pero, por mucho que quisiera, no pudo ignorar lo apremiante de su misión. Tarde o temprano todo se acaba.

Masen se volvió sobre un costado. K’shelia estaba sentada en el extremo del camastro, desnuda como un junco, cepillándose el pelo plateado. Reparó en la contracción de la musculatura de la espalda y del brazo, recordando. Extendió la mano para acariciar con la yema del dedo el surco que le dibujaba la columna. Ella volvió la cabeza con una sonrisa.

«Casi estamos a distancia de voz.»

«Gracias.»

Se incorporó antes de frotarse las legañas. K’shelia se cambió el cabello de hombro para cepillarlo de nuevo. Los ojos de jade permanecieron anclados en él, recorriendo la forma de los músculos que le dibujaban el torso y las diversas cicatrices que habían dejado su huella en él. La piel de ella, por el contrario, era inmaculada como la superficie de una perla.

«Tienes el sueño profundo.»

«El seno de las olas es una buena almohada para mí, mi señora.»

«Te burlas a mi costa, ¿es eso? No estoy familiarizada con vuestro sentido del humor.»

«No bromeaba. —Se arrodilló tras ella y le pasó los brazos por la cintura antes de darle un beso en el hombro—. No podría ser más sincero, en el más amplio sentido de las palabras.»

Lentamente deslizó las manos hasta sus pechos. Eran lo bastante pequeños para poder cogerlos con ellas. K’shelia echó atrás la cabeza, cubrió sus manos con las suyas, de dedos largos y piel clara, mientras la acariciaba. Su tacto era frío y frágil como un copo de nieve.

«Ha sido… interesante. Te recordaré con cariño, Masen.»

«Y yo te echaré de menos, cantora del barco. Siempre que me vea en mar abierto.»

Se le habían endurecido los pezones dorados. Tiró de ellos con suavidad. Ella contuvo el aliento.

«¿Tenemos tiempo?»

«Siempre lo hay para el amor.»

«Entonces hagámoslo una vez más, para no olvidarlo nunca.»

Masen besó el cuello delgado. Olía a mar, a sal y viento. Incluso su piel tenía un sabor limpio. Deslizó la mano derecha por su vientre hasta la encrucijada de los muslos. Ella los separó un poco y él introdujo los dedos en los sedosos pliegues de su sexo. El cepillo de marfil cayó al suelo.

Más tarde, cuando subió a cubierta y ella se situó en la rueda del timón junto a él, había de nuevo en sus ojos una mirada comedida, distante. Ni siquiera quedaba un rastro de rubor capaz de traicionar lo que ambos habían compartido. Eso lo entristeció un poco; siempre se esforzaba para que sus compañeras desprendieran después un fulgor de lujuria o diversión, de ambos si podía lograrlo. Claro que nunca antes se había acostado con una elfa marina, y sus almas eran insondables como los océanos que navegaban. Puede que no mostrase nada en ese momento, pero él siempre conservaría el recuerdo de lo que había visto y oído en sus brazos.

«Muéstrame los colores de tu amigo e intentaré alcanzarlo.»

«Gracias, mi señora. —Masen le mostró la pauta de colores que andaba buscando—. ¿A qué distancia estamos?»

«A dos días si el viento sigue entablado.»

«Hemos tardado más de lo que esperaba.»

«Ni siquiera yo puedo cantar al Estrella ante las fauces del viento, Masen. Ha hecho lo que ha podido.»

«Lo sé. No tengo palabras para expresar mi agradecimiento. Por todo lo que has hecho por mí.»

¿Acaso lo imaginó, o la elfa le dirigió fugaz una sonrisa? Apareció y desapareció, huidiza como la chispa que corona una ola. No supo decirlo a ciencia cierta, pero era imposible confundir el roce de sus colores en los pensamientos de él, algo tan íntimo como una caricia. Imposible disfrazar ahí el fulgor.

«Cuando establezcas contacto házmelo saber, y te daré el mensaje que debo enviar. No hay tiempo que perder.»

—Para ser chico tienes un pelo muy bonito —alabó Aysha, cepillándolo.

—Gracias. —Gair se ajustó la toalla en torno a los hombros—. Tú llevas el pelo muy corto para ser chica.

—Me lo corté así cuando vivía en el zoco. Tener aspecto de chico me facilitaba las cosas. Al final hasta llegó a gustarme.

—No esperarás que crea que te hiciste pasar por un chico.

Dobló el brazo para alcanzar con la mano la parte inferior de los calzones de ella, que respondió al gesto dándole un golpe suave en la nuca con el cepillo.

—Compórtate. De joven era plana como una camisa recién planchada. Las curvas llegaron más tarde. —La cuchilla silbó sobre el cepillo—. De todos modos no tengo paciencia para cuidar del pelo largo. Da mucho trabajo delante del espejo, y preferiría que me arrancasen las uñas.

El pelo que le había cortado alfombraba el suelo del cuarto de baño, en torno al taburete de Gair, mientras ella lo peinaba, recortaba y cepillaba de nuevo. La observó en el espejo que colgaba de la pared. Movía las manos con rapidez y destreza, tanta que la hoja de la cuchilla era un destello entre sus dedos.

Ni siquiera de niño le había cortado el pelo una mujer. Aun teniendo en cuenta que la mujer era la misma con quien había compartido cama al abrir los ojos aquella mañana, así como las dos mañanas anteriores (por los santos que aún pensaba que despertaría en el momento menos pensado de ese sueño), era una experiencia considerablemente íntima. Movía los dedos por su pelo, por el cuero cabelludo, y le ponía la piel de gallina. La sensación era tan absorbente que pasaron varios segundos antes de que cayera en la cuenta de que ella estaba viendo cómo la miraba. Apenas frunció los labios, pero la arruga que se le formó en la comisura de los ojos delató su diversión.

—Humm. Bueno… —empezó a decir él tras carraspear—. ¿Por qué era preferible en el zoco hacerse pasar por un chico?

—Era más seguro —respondió ella con un encogimiento de hombros—. Las jóvenes huérfanas iban buscadas, incluso las tullidas.

—No sé si preguntar el porqué.

—Qué inocente eres, por la diosa. Pues por los burdeles.

—Ah, claro.

A Gair le ardieron las orejas. Tendría que saberlo a pesar de haber sido educado en un convento. En su momento era demasiado joven para fijarse en esas cosas, pero las había visto en Leahaven: mujeres serenas, elegantes, que conservaban la piel pálida sirviéndose de parasoles y que llamaban la atención de cualquier hombre que superase los doce años, mujeres a las que cualquier otra mujer con quien se cruzasen por la calle miraba de soslayo.

—Tuve una o dos amigas que lo eran —continuó Aysha, peinándole otra parte de la cabeza—. Me contaron que en los mejores prostíbulos no se llevaba una vida tan mala. Disfrutaban de buena ropa, sus habitaciones estaban cubiertas de seda y tenían guardas en la puerta por si alguno de los clientes se ponía violento. Incluso participaban de los beneficios. No todos los prostíbulos eran tan civilizados.

—Me lo puedo imaginar.

—Créeme, no puedes. La gente está dispuesta a pagar para ver o hacer, o que les hagan cosas que ni te figuras… —Hizo un gesto de censura con la cabeza—. En fin, decidí entregarme a quien yo quisiera, y preferí aprender un oficio para ganarme la vida. En cuanto aprendí a bajar una octava el tono de voz y caminar sin menear las caderas me resultó bastante sencillo fingir.

—¿Es que no había muchachos en los prostíbulos? —preguntó con cierta reserva—. Hay hombres que tienen otras preferencias.

—Así es, pero a un aprendiz no se le molesta. No te negaré que tuve una o dos ofertas atractivas al respecto —añadió, dirigiéndole una mirada traviesa—. Pero Jalal tenía la costumbre de quedarse de pie en la trastienda, afilando la cuchilla más larga que tenía cuando acudían ciertos individuos que, por alguna razón, no se quedaban mucho rato.

—¿Lo echas de menos?

—¿A Jalal? Sí, creo que sí. Tenía dientes de oro y un ojo de cristal que se sacaba para abrillantárselo en la camisa cuando no le gustaba lo que veía. Nos dejaba dormir en la trastienda a una docena de chicos de la calle. A cambio cuidábamos de él, barríamos el suelo y le preparábamos la comida. Ese tipo de cosas.

Su voz estaba teñida por la calidez del afecto sincero, y sus ojos se hallaron momentáneamente a miles de millas de distancia. Al mirarla, Gair sintió una extraña punzada de dolor en el pecho.

—Qué poco sé de ti —dijo.

—Bueno, creo que a estas alturas lo sabes casi todo —replicó ella, alegre, con el énfasis suficiente en el «sabes» para hacerle maldecir de nuevo la palidez de su piel.

Por los santos que costaba acostumbrarse a eso. Era tan abierta a la hora de hablar de sus actividades, tan sincera y mundana al tratar de lo que hacían, que algunos de sus comentarios lo dejaban sin aliento.

Ella reculó un paso para valorar el largo del pelo que le asomaba por la toalla y asegurarse de que el corte fuese parejo. Entonces su reflejo le sonrió.

—Ajá. Un acabado mucho mejor. —Aysha dobló la toalla y se sirvió de ella para sacudírsela en los hombros y el pecho, de modo que los pelos que le hubieran caído ahí acabasen en el suelo—. No te muevas, espera un momento. Veo que aún me queda una cosa pendiente.

Dicho esto, salió cojeando del dormitorio. Gair tomó la camisa que colgaba del picaporte y se la puso. El cuarto de baño de Aysha parecía una cueva, las baldosas que cubrían las paredes eran aguas de colores oscuros como el fondo del mar, y un tono dorado, como de arena, cubría el suelo. No era necesaria mucha imaginación para verla metida en la bañera. El olor del aceite de baño impregnaba el ambiente, lo cual bastó para acelerarle el pulso.

A su regreso llevaba una bolsa de terciopelo azul que le tendió.

—¿Qué es?

—El regalo de tu santo. —Rió al ver la expresión de su cara—. No me digas que has olvidado qué día era.

—En la casa capitular no se nos estimulaba para recordar ninguna otra cosa. Pero me había olvidado completamente. ¿Cómo lo supiste?

—Se lo pregunté a Alderan.

Volcó el contenido de la bolsa en la palma de la otra mano. Era un objeto de plata redondo, como un anillo pero mayor, con motivos leahnos grabados en el borde. En el centro había una inscripción en gimraeliano, toda ella caligrafía geométrica mezclada con elaborados rabillos, como cuando los niños dibujan las olas.

—Se llama zirin. Es para tu pelo.

Le mostró cómo utilizar el broche disimulado. Le recogió el cabello en una cola y le abrochó el zirin a su alrededor.

—Así —dijo ella, acariciándole el pelo con la mano—. Mejor que esa cuerda de pordiosero que llevas, ¿verdad?

—No sé qué decir. Gracias.

Gair acarició el frío metal mientras contemplaba su imagen en el espejo. El zirin le pesaba en la nuca, pero no daba la impresión de que se le fuera a caer. Le sentaba bien. No quería ni pensar en lo que le podía haber costado. Esa clase de elegancia sencilla no era precisamente barata.

—¿Qué dice la inscripción?

—Ah, es una cita de un poema que habla del desierto.

—¿Al-Jofar?

—Ishamar al-Dinn. Siglo IV.

—No he oído hablar de él.

—Compuso el ciclo poético de
La rosa de Abal-khor
, por lo que fue desterrado de la corte gimraeliana, bajo pena de muerte.

—¿Tan malos eran sus poemas?

—De hecho, Al-Dinn escribió algunos de los versos más hermosos que he leído. Es uno de mis favoritos.

—Entonces, ¿por qué lo desterraron?


La rosa de Abal-khor
fue el nombre dado a la tercera esposa del príncipe y los poemas tienen una profunda carga erótica.

Gair se dio una palmada en el zirin y la miró con los ojos muy abiertos.

—Por favor, ¡dime que la inscripción no es una cita de eso!

—Tranquilízate. —Aysha rió—. No se trata de nada que no puedas repetir durante una cena, te lo aseguro.

Se puso de puntillas, le rodeó el cuello con los brazos y le acercó los labios para que los besara.

—Un bonito recuerdo, leahno —dijo, acariciándole la mejilla—. Ahora sal de aquí antes de que ceda a la tentación de retocarte el corte de pelo.

—Me gusta cómo suena eso.

La besó juguetón, abriéndose paso hasta el cuello. Con una risilla jovial, ella se apartó de él.

—Para ya. No tienes tiempo.

—¿Más tarde?

—Tal vez.

—¿Me dirás qué reza la inscripción?

—Quizá. Ahora largo, o volverás a llegar tarde a esa partida de ajedrez que tienes con Darin.

Alderan ahuecó las manos para lavarse la cara y el cuello, y aclararse los restos de jabón. Luego comprobó su reflejo en el espejo situado sobre el aguamanil. Mucho mejor. La barba le dibujaba una línea recta bajo el mentón, y le había dado forma sobre las mejillas hasta volverla simétrica. Mucho mejor. Volvió la cabeza a izquierda y derecha para comprobar la altura de las patillas. Humm.

Tomó la cuchilla y se inclinó sobre el espejo, la cabeza vuelta a un lado. Con sumo cuidado, apoyó el filo en la piel.

«Guardián.»

¡Maldita sea! Dejó caer la cuchilla en el aguamanil y contempló el hilo escarlata que goteaba de su barba.

«¿Sí?»

«Disculpa la intromisión.» El acento era alegre como el trino de un pájaro, y los colores que se mostraron ante él eran los de la espuma de mar y la luz del sol sobre un fondo azul aguamarina. Alderan no reconoció la pauta.

«Soy K’shelia, cantora de la nave
Estrella matutina
. Tengo un mensaje que entregarte de parte del guardián del portal.»

¿Masen? ¿Qué estaba haciendo a bordo de una nave elfa? Con una sensación incómoda en la boca del estómago, Alderan se irguió, olvidado ya el corte que se había hecho en la mejilla.

«Te escucho, mi señora.»

«Reúne al consejo. El Velo se fractura.»

Santos y ángeles.

«¿Ése es todo el mensaje?»

«Sí, guardián. El
Estrella matutina
arribará a Pencruik dentro de dos días, si los vientos así lo desean. Nos daremos toda la prisa que podamos.»

«Entiendo. Gracias, cantora. Nuestra orden está en deuda contigo.»

«¿Tienes algún mensaje que pueda transmitir al guardián del portal?»

«Dile que haré lo que pide. Nos reuniremos en cuanto llegue. Ruego a la diosa que no sea demasiado tarde.»

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