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Authors: Elspeth Cooper

Tags: #Ciencia ficción, fantástico

Bajo la hiedra (48 page)

BOOK: Bajo la hiedra
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«¡Pero quiero quedarme!»

«No, no quieres —le dijo Alderan—. Vete. Te avisaré cuando todo esté en orden.»

Ella protestó de nuevo, pero él la interrumpió; se odió por ello, aunque consciente de que era lo mejor. A regañadientes, el cernícalo echó a volar y se adentró en la noche.

El águila encarnada se arrojó hacia la luz que proyectaba el bril desde la torre del campanario. Su plumaje rojo con tonos dorados presentaba manchas negras y el batir de alas era errático, como si hubiera agotado toda su fuerza y tan sólo lo empujase su voluntad. Apenas salvó las copas de los árboles que se alzaban tras las murallas.

«Aguanta, Gair.»

Alderan redujo el bril para hacer sitio. Otra mente se le acopló, aullando, y el ave maltrecha superó la balaustrada y cayó en el suelo entre plumas salpicadas de sangre. Casi de inmediato la forma despidió una luz trémula cuando Gair soltó las riendas del canto. Estaba muy pálido, y bajo la sangre tenía las heridas en carne viva, la camisa cubierta de rojo. Alderan se arrodilló a su lado.

—Bueno, muchacho —dijo, cubriéndolo con la capa que le colgaba del brazo—. Ya estás en casa.

Gair lanzó un quejido cuando la prenda le rozó la herida que tenía en el cuello. Jadeaba, y la sangre y el sudor le pegaban el pelo a la frente. Alderan lo ayudó a ponerse en pie, pero el joven se dejó caer en sus brazos.

—Venga, vamos, tozudo cabrón leahno —masculló, cargando con parte del peso sobre un hombro—. Quédate aquí conmigo. Te traje a este lugar por una razón, y que me aspen si pienso permitir que te marches sin más.

Gair flotó en la oscuridad. Vasta como el firmamento nocturno, carente de estrellas como la muerte, lo envolvió extendiéndose hasta rincones insospechados. No sintió frío ni calor, no percibió movimiento, no oyó ruido alguno, ni siquiera el sonido de su propia respiración agitada. No tuvo sensación del paso del tiempo, porque no tenía nada con qué compararlo, tan sólo un presente infinito. En su interior el vacío lo era todo.

Vio un destello en la oscuridad. Al principio fue leve, luego apareció una especie de bruma, argéntea como la luna que pasa tras las nubes. Relució con mayor fuerza, se dilató, y la oscuridad cedió a regañadientes, volviéndose más oscura aún, como si la luz no hiciera más que reforzar la negritud. Cuando llenó su campo de visión, se sintió atraído hacia ella. Algo situado allende la luz tiraba de él. Estaba demasiado cansado para resistir aquella atracción. Tan cansado. Tanto. Era más sencillo dejar de luchar.

Algo cruzó la trayectoria de la luz. Algo retorcido y deformado, los colores lo surcaban como la superficie de una burbuja de jabón. Otra forma, ésta más oscura, se alzó amenazadora para luego fundirse en un borrón de la luz plateada. De algún modo le resultó familiar. Se aferró a su memoria. A pesar del cansancio, era curioso que Gair avanzase hacia la luz y las sombras que nadaban en ella.

Un fuerte dolor explotó en su interior. Su campo de visión se llenó de estallidos de colores, como esquirlas de vidrieras. Tenía la mente envuelta en fuego. Lanzó un grito y el sonido le desgarró el oído. Las voces susurraron con estruendo en torno a su cabeza, chillidos que le recorrieron los nervios para sumarse al dolor. Un par de manos fuertes lo mantuvieron tumbado y otras le inmovilizaron las extremidades. Asieron su cabeza como un clavo hasta que pensó que su cráneo quedaría aplastado por aquellos dedos de acero. Oleadas de dolor lo sacudían, y respondió al dolor aullando.

Un rostro de mujer flotó a través de la bruma, sobre él. Le sonrió con dulzura y le puso algo fresco en la cara. Movió los dedos. Hablaba, pero su voz le llegó como un ruido distorsionado, como salida del fondo de un estanque. Gair fue incapaz de distinguir las palabras. No podía pensar debido al dolor. Ella seguía sonriendo, hablaba y le acariciaba el rostro y lentamente remitió el dolor. Con él se perdió la luz. Y cuando la luz se desvaneció, también lo hizo la conciencia, hasta que la oscuridad volvió a reclamarlo para sí.

28

UNA CARTA

E
n el interior de su despacho, Danilar observó el sol que asomaba sobre el borde de la taza de ardiente té. El primer día de lo que el calendario aseguraba que era un nuevo año amanecía azul y quebradizo como la cáscara de un huevo. Un buen presagio para el año entrante, según la superstición. En calidad de capellán de la orden suvaeana no podía aprobar semejantes creencias, pero sabía tan bien como cualquiera que, si bien la diosa actuaba de modos que escapaban a la comprensión de los mortales, de vez en cuando optaba por dar alguna que otra pista al respecto de lo que estaba por suceder.

Ese día era, sin duda, uno de esos días. El claustro que se extendía al pie de su ventana seguía cubierto de nieve que debía de llegarle hasta la cintura, aparte de algún que otro claro que había despejado para los pájaros, las cornisas tenían una barba de hielo, pero el sol relucía en el cielo inmaculado, y eso bastaba para infundir un poco de esperanza.

Terminado el té, Danilar tarareó un salmo o dos mientras barría el camino y sacaba un par de cuencos con agua y migas para los gorriones. Los más valientes se precipitaron desde las columnas cubiertas de hiedra para anadear, mirándolo a él y a su inminente desayuno, con oscuros ojos brillantes. No podían darle las gracias, pero Danilar estaba convencido de que tenían alma, de modo que pronunció una plegaria a la diosa en nombre de todos los animales, antes de devolver la escoba a su lugar.

Cerraba el armario cuando oyó pasos procedentes del extremo opuesto del claustro. Se volvió para mirar. Uno de los vicarios caminaba con cuidado por las baldosas heladas en dirección a su puerta.

—¡Ha llegado una carta para ti, capellán! —anunció en voz alta, mostrando en alto el pergamino—. Bueno, de hecho es para el preceptor, pero me dijo que te la entregase.

«¿Será posible?» Danilar tomó la carta que le tendía el vicario. No reconoció la caligrafía del remitente, aunque no tenía motivos para hacerlo.

—¿Está esperando?

—Lo he enviado a la cocina para que le sirvan un buen té caliente. Pensé que en una mañana así le sentaría bien.

—Hiciste bien —alabó Danilar—. Ve y dile que en seguida voy. Apenas tardaré.

Subió de nuevo hasta el despacho para tomar una bolsita del cajón del escritorio. Tras meditarlo un momento, añadió unos cuantos marcos más de la caja fuerte, como agradecimiento por la pronta conclusión del encargo. Con ese invierno, el tipo se lo había ganado con creces.

Danilar halló al mensajero sentado en un taburete de la cocina, con las manos en torno a una taza de té. Su expresión al tomar la bolsa le dio a entender que había sopesado las monedas y que el peso añadido le había supuesto una agradable sorpresa. Seguidamente, Danilar le deseó que disfrutara del desayuno y salió para dirigirse a las habitaciones del preceptor.

Ansel se había debilitado a lo largo del invierno. No mucho después de caer las primeras nevadas su pecho había dado muestras de empeorar. Unos días antes de Atardecer, Danilar había acudido a tomar el sacramento con él y lo encontró tendido en el suelo del despacho, capaz apenas de respirar. El pronóstico de Hengfors no fue muy halagüeño, a pesar de lo cual Ansel aguantó, desafiante hasta el final como un san Agostin renacido.

El preceptor estaba tumbado en la cama cuando entró Danilar. El ayudante de Hengfors se hallaba inclinado sobre él con un botellín en una mano y la cuchara en la otra.

—Tendrías que tomar un sorbo, mi señor —insistía el joven—. Si no lo haces, ¿cómo vas a recuperarte?

—No voy a recuperarme, con o sin los preparados de Hengfors —protestó, ronco, Ansel—. Quita eso de mi vista.

Danilar cerró en silencio la puerta al entrar. Ansel volvió la vista hacia él e inclinó la cabeza de forma imperceptible. El preceptor tenía la tez pálida, tanto que el único modo de distinguirlo de las almohadas que le asomaban sobre los hombros era el color encarnado que le encendía en ese momento las mejillas.

—Mi señor, de veras debo insistir…

—Que te lo lleves, maldita sea, ¡o seré yo quien insista en que te lo bebas!

Ansel rompió a toser entre sacudidas. Se llevó un pañuelo manchado a los labios. Danilar tomó con la mano el codo del físico.

—Es un paciente terrible, ¿verdad? —murmuró—. ¿Por qué no lo intentas de nuevo más tarde, cuando esté de mejor humor?

—Se supone que no debo apartarme de su lado.

El físico titubeó. Danilar aplicó un poco más de presión en el codo, llevándolo aparte con suavidad.

—No pasa nada, yo cuidaré de él. Ve —dijo, sonriendo—. Si te necesitamos te haré llamar.

Después de dirigir una mirada titubeante a la cama y al paciente, puso el corcho al botellín.

—En fin, supongo que por media hora no va a pasar nada —dijo antes de recordar su posición y erguirse cuan largo era, una estatura no tan imponente como la de Danilar—. Pero tienes que prometerme que me llamarás de inmediato si sufre la menor recaída.

—Te lo prometo —aseguró Danilar, que conservaba la sonrisa serena. El físico se retiró, ya más tranquilo.

—Gracias le sean dadas a la diosa por ello —gruñó Ansel cuando se cerró la puerta—. Ese botellín desprendía unos vapores que me hacían ver doble.

—Ah, dudo que fuera para tanto. —Danilar acercó una silla—. ¿Cómo te encuentras hoy, aparte de estar tan cascarrabias?

—Igual que siempre: fatal.

—Tal vez tendrías que tomarte esa medicina.

El anciano frunció el ceño.

—No me hace ningún bien.

—Al menos no te perjudica —señaló Danilar.

Ansel gruñó.

—Tiene un sabor horrible. Como a pescado podrido.

—Los medicamentos no tienen por qué saber bien. Cuanto antes te recuperes, antes dejarás de tomarlos.

—No voy a recuperarme, Danilar.

—Lo sé.

—Las pociones de Hengfors no pueden hacer nada por mí.

—Eso también lo sé.

—Aun con todo, insistes en que me tome esas sustancias.

Danilar asintió.

—Puede que tú no, pero Hengfors se sentirá mejor.

—Maldita sea, ¿por qué eres tan racional? Me resulta difícil enfadarme contigo.

—Precisamente por eso.

Lo que Ansel dijo a continuación fue breve, expresivo y habría bastado para sonrojar a un legionario imperial, de no haberse visto interrumpido por otro ataque de tos. Danilar le acercó una jofaina para que el anciano escupiera en ella, y pensó que, a pesar de que la diosa lo había reclamado a su servicio, Ansel nunca había dejado de ser un soldado.

Una vez superado el ataque, Danilar devolvió la jofaina a su lugar en la mesilla de noche, y la cubrió con una servilleta. Había un poco más de sangre. No quedaba mucho tiempo.

Ansel se hundió de nuevo en las almohadas. La mucosidad le estorbaba en los pulmones cada vez que aspiraba para llenarlos de aire. Tenía los ojos cerrados, los párpados azules, translúcidos como el papel.

—Bueno, capellán —dijo, ronco—. ¿A qué debo el placer de tu compañía esta hermosa mañana?

—Te traigo una carta.

Los ojos del anciano relampaguearon.

—¿Hay noticias? Léemela.

La carta estaba lacrada con un disco de cera azul en el que estaba inscrita la silueta de una golondrina. Danilar lo quebró con el pulgar y se dispuso a desplegarla. El mensaje escrito apenas superaba las dos líneas, redactadas con letra redondilla en renglones inclinados.

—La festividad de San Saren —dijo—, a menos que cambie el tiempo. En cualquier caso, no más de seis semanas.

Dejó el papel en las sábanas de Ansel. El preceptor lo dobló con cuidado, alisándolo en las manos.

—El día de San Saren —comentó—. Qué apropiado. Rezaré para seguir vivo y poder verlo.

—Estoy seguro de que lo harás. Eres así de tozudo.

—Quizá, pero sabes tan bien como yo que ella prestará poca atención a ese detalle. Me llamará a su lado cuando esté lista y así lo desee.

Ansel guardó silencio, como si aquel discurso lo hubiese agotado. Danilar se acercó a la ventana para entornarla. La atmósfera que se respiraba en la habitación estaba muy cargada, demasiado para alguien aquejado de problemas respiratorios. A través del vidrio surcado por la helada vio un rebaño de figuras vestidas con túnica, reunidas abajo, en el claustro. No pudo distinguir los rostros, pero el escarlata era inconfundible.

—Ansel —dijo—, ahí fuera hay un montón de ancianos que vienen hacia aquí.

El preceptor rió entre dientes.

—Me preguntaba cuánto tardarían. Haz que se retiren.

Danilar se volvió hacia él.

—¿Sabes a qué han venido?

—Verás, tengo una idea bastante aproximada. Llevo un mes esperándolos.

—¿Piensas tenerme en ascuas?

—Tú haz que se retiren, Danilar. No estoy de humor para aguantar su incesante parloteo.

Danilar esperó, pero Ansel no parecía dispuesto a pronunciar una sola palabra más.

«De acuerdo, pero rezo a la diosa para que sepa lo que se hace, puesto que yo lo ignoro», pensó.

Con los labios prietos dibujándole una línea de desaprobación, atravesó la antecámara hasta llegar a la puerta que daba a las dependencias del preceptor.

Al abrir la puerta vio a Goran con la mano levantada, dispuesto a golpear la superficie.

—¡Ah! —Goran pestañeó, las marcadas facciones más sonrojadas de lo habitual en él—. Capellán, buenos días tengas.

—Anciano Goran —saludó Danilar, todo él amabilidad. A juzgar por el fuerte olor a brandy que desprendía su aliento, Goran iba más que preparado para combatir el frío—. Buenos días. ¿No vas a entrar?

Goran cayó en la cuenta de que aún tenía levantado el brazo y lo bajó, cogiéndose las manos bajo las mangas al cruzar el umbral. El resto de la delegación lo siguió para distribuirse formando un semicírculo ante la puerta, sonrosados como petirrojos vestidos con el escarlata reservado a las ceremonias.

«Sin duda para causar una mayor impresión ante un anciano frágil. No me gusta nada el modo en que se están desarrollando los acontecimientos.»

—Bueno, caballeros —dijo Danilar—, ¿qué puedo hacer por vosotros?

—Venimos a ver al preceptor —empezó diciendo Goran sin más preámbulos—. Nos preocupa su estado de salud. Lleva enfermo un tiempo, y tal vez tendría que ceder parte de sus responsabilidades administrativas para centrarse en su recuperación. Después de todo, hace más de un mes que no lo vemos en el salón del rede.

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