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Authors: Elspeth Cooper

Tags: #Ciencia ficción, fantástico

Bajo la hiedra (50 page)

BOOK: Bajo la hiedra
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Saaron hizo un gesto vago en el aire.

—Que nosotros sepamos, cambiaste de forma y sobrevolaste el puerto en dirección a Cinco Hermanas. K’shaa, patrón del
Estrella matutina
, recuerda haberte visto. En algún punto situado sobre las Cinco Hermanas te topaste con Savin.

Aquel nombre reverberó en la mente de Gair. Los relámpagos refulgieron en la tormenta que se cernía tras sus ojos. Saaron hizo una pausa.

—Veo que reconoces ese nombre.

—Sí. ¿Qué pasó después?

—Estuvo a punto de matarte mientras buscaba algo que creía que sabías. Hasta ahí fuiste capaz de contarnos. Nadie sabe cómo lograste regresar. Alderan te trajo de la torre más muerto que vivo, y has estado aquí ingresado desde entonces.

—¿Cuánto tiempo?

—Unos días, eso es todo, Gair. No importa.

—No me confundas con palabrerías, Saaron. ¿Cuánto?

«Debo averiguar cuánto tiempo he perdido.»

Los labios de Saaron compusieron una expresión desaprobadora, pero al cabo de un momento cedió.

—Seis días.

Gair lanzó un juramento. Seis días era demasiado. Apartó las sábanas y descolgó las piernas por el borde de la cama.

—No tienes fuerzas para levantarte. Aún no. —Saaron lo cogió del brazo, pero Gair lo apartó.

—Debo encontrarla —dijo—. Maldición, Saaron, deja que me levante.

—¡Estate quieto un momento! —ordenó el sanador—. ¿Encontrar qué? ¿De qué estás hablando?

—Savin viene hacia aquí —explicó Gair, poniéndose en pie como pudo—. Anda en busca de una llave.

—¿Cómo? ¿Qué llave?

—Lo recuerdo. Viene hacia aquí.

Le temblaron las rodillas. Se asió a la mesilla de noche, pero el gesto brusco acabó con la taza de cerámica en el suelo, rota en pedazos.

«Maldita sea, mucho tiempo. Demasiado. ¡Seis días! Debo encontrarla.»

Pero Saaron gritaba hacia la puerta. Las capas verdes entraron en tropel para rodearlo. Dos adeptos fornidos lo tumbaron en la cama y lo inmovilizaron. Por la diosa, cómo le ardía la herida del cuello. No podía moverse, y tampoco apartarlos a empujones. ¿No entendían lo que estaba pasando?

—El escudo debe de haberse debilitado —dijo Saaron cuando Tanith se inclinó sobre él, imponiendo las manos en las sienes de Gair—. Insiste en que Savin vendrá y que tiene que encontrarla, sea lo que sea. Mencionó una llave.

—Tanith, suéltame.

Ella arrugó el entrecejo cuando recurrió al canto.

—No tendría que recordar nada. Es muy pronto.

—No, es demasiado tarde. Por favor, ¡escúchame!

En ese momento Gair se sumió en la negrura.

El laberinto había cambiado de forma. Estaba seguro de ello. No era la primera vez que doblaba esa esquina, pues sus huellas seguían impresas en el terreno polvoriento, pero ahora llevaba a un callejón sin salida. Un seto verde e impenetrable que se cruzaba en el camino, mucho más alto que él, unido sin fractura a los setos que se extendían a ambos lados. Frustrado, Gair se dio la vuelta, musitando un juramento.

El camino que había a su espalda discurría en línea recta delimitado por los setos. No había recorrido tanto trecho, tan sólo veinte o treinta pasos. De modo que el laberinto cambiaba también a su espalda. Por la diosa, ¿cuánto tiempo llevaba allí? No había sombras en el terreno que indicasen la hora, y cuando levantó la vista no alcanzó a ver el sol. Tan sólo el terreno arenoso, los setos verdes y un cielo veraniego, carente de nubes. Lo único que podía hacer era seguir andando hasta encontrar la salida.

Al principio había intentado memorizar los giros que había dado, de modo que luego pudiese desandar el camino si resultaba no ser el correcto, pero en cuanto descubrió que el laberinto también cambiaba a su espalda comprendió que no tenía sentido. Nunca encontraría la plaza de la que había partido.

En mitad de la plaza había una estatua de mármol. Una ninfa del bosque que tocaba una flauta. Medía unos tres pies de altura, y el pedestal casi estaba oculto por una enredadera. Quiso dar con el camino de vuelta, porque recordaba haber visto otra salida. Ésa lo estaba haciendo caminar en círculos.

Gair giró a la izquierda, y luego otra vez a la izquierda, y el sendero se dobló sobre sí a la derecha. Lo siguió hasta efectuar cinco giros seguidos en esa dirección, momento en que se detuvo. A esa altura tendría que haber encontrado sus propios pasos, pero no había hallado ninguna encrucijada. Sólo setos paralelos de ocho pies de altura, al frente, detrás, separados por un camino polvoriento. Se dio la vuelta y volvió por donde había llegado. El camino volvía a girar a la derecha tres veces, y luego a la izquierda para desembocar en una plazoleta abierta de unas yardas cuadradas. En mitad de la plaza había una estatua sobre un pedestal de mármol.

Anduvo hacia ella, incapaz de creer lo que veía. Una ninfa del bosque, tocando la flauta; sin embargo, la enredadera que la cubría se había marchitado. Una hiedra de color verde oscuro crecía entre los tallos secos hasta enroscarse en torno a los tobillos de la ninfa. Ella se miraba los pies. Había en sus ojos, en la tensión de los labios, una expresión de horror.

Rápidamente repasó con la mirada los setos del extremo opuesto en busca de la otra salida. Sólo había una hendidura en el seto, y era la misma por la que había llegado. Al salir encontró un camino corto que se cruzaba con otro en ángulo recto. ¿Qué dirección debía tomar? ¿Izquierda o derecha? Había huellas de pasos en el polvo claro que se perdían en ambas direcciones, de modo que eso no iba a ayudarlo. Tomó la izquierda. La siguió a través de dos giros a la izquierda y regresó a la plaza de la estatua. La hiedra había alcanzado las rodillas de la ninfa, que se cubría el rostro con las manos. Gair corrió de vuelta a la encrucijada y tomó el camino de la derecha. El sendero llevaba recto hasta donde le alcanzaba la mirada. Se hizo visera con la mano para protegerse los ojos de un sol invisible, pero no vio ni rastro de un sendero lateral o un giro. Echó a andar, contando los pasos. Cien. Doscientos. Doscientos cincuenta. Setos verdes, de ocho pies de altura, le bloquearon el paso al frente. Cuando Gair se dio la vuelta encontró la plaza a su espalda.

Lanzó un juramento. La ninfa tenía el rostro vuelto hacia él y estaba gritando. La densa hiedra le había inmovilizado los brazos a los costados, y tenía la cintura, la mitad inferior del cuerpo, completamente oscurecida por las correosas hojas. Miró hacia atrás; el largo sendero recto terminaba de pronto en un giro a la derecha que no distaba ni veinte yardas de su posición. Se dio la vuelta y echó a correr.

Ya no importaba qué camino tomar. Izquierda o derecha, no tenía la menor importancia. Se limitó a correr. De vez en cuando tropezaba e iba a caer sobre los setos. Las espinas verdes le rasgaban la ropa, cuando no la piel, haciéndole sangrar. El mediodía sin nubes, perpetuo, le empapó de sudor la espalda y el pecho. Corrió hasta que le ardieron los pulmones, y aun entonces siguió corriendo. Tenía que hallar la salida de ese lugar, antes de que la ninfa del bosque acabase estrangulada.

Los senderos sin sombra se extendían más y más, algunos se cruzaban, otros lo llevaban hacia atrás. Tomó caminos, giró por ellos. El calor crispó el puño hasta que sintió un martilleo en la cabeza y se le nubló la visión. Tenía que haber una salida. El laberinto no podía prolongarse eternamente.

Se trabó los pies y cayó despatarrado en el polvo. El golpe le arrebató el aire de los pulmones; aspiró con fuerza e inhaló un puñado de polvo que le hizo toser. Por los santos, tenía que salir de ese lugar como fuera. Se puso boca arriba, jadeando, e intentó hacer acopio de energía para ponerse en pie.

Se incorporó sobre las rodillas. Primero un pie, y luego ganar impulso. Las piernas le temblaron como a un potrillo recién nacido, y estuvo a punto de desplomarse sobre el seto más próximo. Se levantó y miró a su alrededor. Se hallaba en la entrada de una plaza abierta que medía unas cinco yardas cuadradas. No había más que un montón de hiedra en el centro. Fuera lo que fuese que tapaba la hiedra estaba oscurecido, aparte de un reflejo plateado en la parte superior. Gair anduvo hacia el montículo. El reflejo plateado era un brazo pequeño, perteneciente a una mujer, delgado y liso, estirado en dirección al cielo. Un solitario filamento de hiedra lo envolvía desde el codo, desplegando las hojas oscuras que se recortaban contra la piel marmórea. Había llegado demasiado tarde.

Cayó postrado de rodillas. Tanto correr para finalmente llegar tarde. Un sollozo lo sacudió, y luego otro. Por la ninfa bajo la hiedra, por su dolor de cabeza, por su incapacidad de encontrar una salida. Había fracasado.

Gair contempló el brazo de la ninfa, que extendía los dedos en un gesto de súplica. La hiedra era tierna, joven, y los tallos tenían un color claro. Quizá aún podía salvarla si la alcanzaba. Agarró un puñado de hiedra y dio un tirón. Arrancó algunas hebras, y, antes de que le resbalaran las manos, dejó al descubierto el interior filamentoso que contrastaba con la piel clara de la ninfa. Las hojas oscuras alfombraron el terreno, pero el tallo no se quebró. Gair redobló esfuerzos, tiró con fuerza de la hiedra hasta que se le ennegrecieron los dedos, hasta que le sangraron. Pero no sirvió de nada.

—No —susurró, crispados los puños. No podía permitir que la asfixiara—. ¡No!

Tras lanzar una maldición, buscó en su interior la melodía del fuego.

El poder surgió proyectado, le llenó el alma, hirviente, cada vez más hasta que alcanzó hasta la última fibra de su ser. Corrió impulsado por la culpa, le discurrió por las venas, le quemó la piel. Cuando lo soltó, la estatua resplandeció.

Las hojas de hiedra se chamuscaron con el calor, disfrazando el terreno de otoño. Los tallos se quebraron, la savia burbujeó en las hendiduras. Se alzó un humo hediondo. Los setos espinosos prendieron con un rugido estruendoso y, mientras, él siguió calentando más y más las llamas.

Entre un latido de corazón y el siguiente, el fuego había desaparecido. Un manto de ceniza rodeó el plinto de la estatua, levantando nubes de ceniza bajo las botas de Gair cuando lo cruzó. La piedra estaba cubierta por una capa gris de hollín, pero no quedaba ni rastro de la hiedra, salvo unos restos carbonizados en el suelo. La ninfa tenía la cabeza gacha, y los brazos le colgaban a los lados. El cabello despeinado le cubría el rostro, adornado con maltrechas rosas. Extendió la mano para tocarla y la estatua se convirtió en ceniza.

—¡No!

Gair cayó de rodillas. El pedestal de mármol se quebró al tacto de sus manos. Él cayó sobre un costado. Demasiado tarde para salvarla a ella y salvarse a sí mismo.

El humo ascendió en torbellino. Un tenue haz de luz solar penetró la atmósfera cargada, seguido por otro, y luego por otro, hasta que fueron cinco en total; cinco haces que rozaron la tierra baldía como los dedos de la mismísima diosa. Sintió en la cara una cálida caricia que suavizó el ardor de una piel que se había quemado bajo el sol. En el cielo, sobre él, un borrón verde, dorado y rojo se convirtió en el rostro de un ángel, rodeado por una luz brillante que parpadeaba con alas etéreas. El ángel sonrió y acercó su mano al suelo para llevarlo a la luz.

—No pasa nada, Gair.

Abrió los ojos. Jadeaba, esforzándose por aspirar una bocanada suficiente del aire que le quemaba los pulmones.

—No pasa nada —insistió Tanith—. Aquí no hay ningún incendio.

Gair miró a su alrededor con los ojos muy abiertos. La oscuridad reinaba en la habitación, aparte de la candela que descansaba en la mesa, y cuya luz dibujó el contorno de la cabeza de Tanith cuando se inclinó sobre él. La joven tenía las manos en sus hombros y lo empujaba sobre la almohada. La sábana enredada estaba empapada en sudor, y sentía los pulmones llenos del fuerte sabor acre del humo.

—Creía que eras un ángel. —Tenía la garganta seca. Ella sonrió, acariciándole el pelo.

—Soñabas.

—Estaba atrapado en un laberinto —explicó Gair—. Y había una estatua…

El sueño se hizo pedazos como un viejo pergamino, y cuanto más se esforzaba en atraparlos más se desvanecían sus fragmentos. Se miró las manos, esperando ver algo que no podía nombrar.

—Saaron debió advertirte que tendrías sueños extraños —le dijo—. No te preocupes. No son más que eso.

—¿Qué hora es? —preguntó él.

—Tarde.

Gair reparó en que Tanith tenía los brazos desnudos y el camisón de noche era visible bajo la capa de sanadora.

—¿Qué haces aquí en plena noche?

—El sanador de guardia estaba preocupado por ti, de modo que decidió despertarme —explicó ella—. He estado durmiendo en una de las habitaciones vacías, por si se me necesitaba. Nada más recuperar la conciencia tuviste pesadillas terribles. Saaron pensó que sería mejor tenerme a mano.

—No me acuerdo.

—Ni falta que hace. Lo pasaste muy mal.

—¿Llegaré a recordarlo? No me gusta tener esta nube aquí —dijo señalándose la cabeza.

—El escudo de tu mente tiene por objeto impedir que recuerdes según qué cosas demasiado rápidamente. Procura no forcejear con él. —Le sirvió agua y le alcanzó la taza—. Bebe. Estás deshidratado. Luego cuéntame qué le dijiste a Saaron acerca de Savin.

Gair intentó recordarlo mientras bebía. Fue imposible recuperar las palabras exactas, pero sí recordó la sensación de apremio, de que el tiempo se le deslizaba de entre los dedos como el agua.

—Savin viene aquí en busca de algo que no pudo encontrar en mi cabeza. Es una especie de llave. No sé cuándo vendrá, ni recuerdo cómo lo sé exactamente, pero cuando oí su nombre tuve la sensación de que estábamos en una carrera, de que tendría que descubrir qué pretendía antes de que lo lograse. No sé qué significa eso.

—¿Y sigues sintiéndote así?

Gair hizo un gesto afirmativo con la cabeza.

—No tanto como antes, pero sí.

Tanith dobló los brazos a la altura del pecho. Se le formó una arruga en el entrecejo de piel dorada.

—Reforcé el escudo —dijo en voz baja—. Si fue algo que Savin te contó no deberías recordarlo. La verdad es que no lo entiendo. Cuando viajaste aquí procedente de Dremen, conociste a Savin, ¿verdad? ¿Qué te contó de él Alderan?

—No mucho. Que era una especie de renegado. Alderan nunca llegó a contarme exactamente qué fue lo que hizo, pero insinuó que se trataba de algo terrible.

—Peor que eso. Savin se exilió por ello, y el consejo decidió que se repartirían protecciones mágicas en torno a las islas deshabitadas para que nunca regresara sin su conocimiento. —Se mordió el labio—. Debo contárselo a Alderan. Intenta dormir un poco, si puedes.

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