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Authors: Elspeth Cooper

Tags: #Ciencia ficción, fantástico

Bajo la hiedra (18 page)

BOOK: Bajo la hiedra
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«El muchacho es un vástago de la sombra.» Se habían dicho cosas como ésa y, para ser escrupulosos con la verdad, por ambas partes. Esas palabras jamás podrían retirarse, y aún le dolían. Gair las tapó. Aquél era un nuevo principio, en un lugar nuevo. Había que dejar que descansaran en paz los huesos de antaño.

—Así que eres gaeden, como el resto de nosotros.

—Eso parece.

—O sea que no te pasas todo el tiempo rezando.

Gair rió y negó con la cabeza.

—Ya ves, no supero la costumbre de madrugar para la primera misa. Y ahora, ¿qué?

—¿Qué te parece si te enseño tu cuarto y luego damos una vuelta y te muestro el lugar? Tenemos tiempo hasta la cena.

Darin subió la escalera. En el interior del vestíbulo, gastadas alfombras decoraban el suelo; no hubieran estado fuera de lugar en la cocina de una granja, y al caminar por ellas les suavizaron los pasos. Los corredores se abrían a izquierda y derecha. El principal era el más amplio y recorría todo el largo del edificio. Darin señaló las salas de conferencias, el claustro de paredes encaladas que correspondía a la enfermería y, en el extremo del vestíbulo, las escaleras gemelas que llevaban a los dormitorios. Tomaron la de la izquierda. La de la derecha, le dijo Darin, conducía a los dormitorios de las chicas.

—¿También ellas asisten a clase?

—Sí, sí. —Darin sonrió y puso los ojos en blanco—. Supongo que después de haber vivido en el monasterio no estarás acostumbrado a esas cosas, pero no te preocupes. De hecho es muy posible que haya tantas chicas como chicos. No tardarás en encontrar a alguien.

Encontrar a alguien era lo último en lo que Gair quería pensar. Desde el momento en que llegó a la casa materna, se dio por sentado que serviría con castidad a la orden, con obediencia y humildad, exactamente tal como si hubiera hecho los votos de un caballero suvaeano. La obediencia le fue impuesta en los patios de prácticas y las veces que tuvo que servir la mesa. Para la humildad bastó con recoger excrementos con pala en los establos, aunque al menos en eso contó con la compañía de los caballos, a quienes quería más que a la mayoría de las personas. El valor del servicio le quedó claro en los campos de las granjas que los rodeaban, donde acabó con tantas ampollas en las manos como cuando practicaba con la espada o la lanza. La castidad, en una orden de clausura, había cuidado de sí misma.

Una tras otra, una serie de muchachas bonitas dieron las buenas tardes a Darin. También los jóvenes y los mayores, pero sobre todo chicas, y algunas incluso dieron la bienvenida a Gair. Murmuraban sobre lo alto que era, y hacían frufrú con sus faldas de vivos colores y el cabello reluciente, charlando como pajarillos subidos a una rama. Se las ingenió para hablarles sin tragarse la lengua, pero Darin se desenvolvía con tal naturalidad con ellas que parecían sus primas o hermanas, incluso aquellas que tenían algún que otro cabello gris. Le bastaban unas pocas palabras para que rompieran a reír, y más de una se volvía para sonreírles hasta que se perdían de vista.

—Pareces muy popular —comentó Gair mientras subían la escalera.

—Son las pecas. Las encuentran irresistibles. —Darin sonrió—. Pero ahora tengo que ser bueno. Renna me amenazó con sacarme los ojos con un espetón si me pillaba mirando a otra chica.

—¿Es tu amante?

—Estamos juntos desde el pasado verano. Es una de las doncellas.

Entonces Darin se detuvo, mordiéndose los labios con expresión pensativa. Gair siguió su mirada a lo largo del descansillo. Una joven syfriana de largas piernas descendía por la otra escalera, con un libro abierto en una mano, mientras con la otra se guiaba por el pasamano encerado. Por encima de la cintura le colgaban las trenzas de cabello color maíz.

—Ay, cómo me gustaría enredarme ahí —murmuró Darin, que no dejó de mirarla hasta que la joven giró en dirección a la biblioteca y la perdió de vista. Sacudió la cabeza, como resignado, y dirigió una sonrisa fugaz a Gair—. ¿Me prometes que no dirás nada?

—Palabra de honor.

—Buen chico. —Darin empezó a subir los peldaños de dos en dos—. Por casualidad no jugarás al ajedrez, ¿verdad?

—Un poco.

—¿Te gustaría que jugáramos alguna vez? Nadie de nuestra planta está dispuesto a jugar conmigo.

—¿Por qué? ¿Haces trampas?

Darin rió.

—No, es que no pierdo a menudo.

Doblaron la esquina y salieron a una extensa galería que miraba a un jardín. Las enredaderas trepaban por las columnas hasta la tercera planta, y un estanque con peces resplandecía en el extremo opuesto. Darin se detuvo ante la primera de las sencillas puertas de madera que había a la derecha.

—Éste es tu cuarto. Intenta no emocionarte demasiado.

—Créeme, no hace falta que sea gran cosa para que sea mejor que el de la casa materna.

Gair levantó el cerrojo y abrió la puerta. El cuarto tenía el doble del tamaño de la celda que había ocupado en el ala de novicios. Un escritorio y una silla descansaban al pie de una de las ventanas, y al pie de la otra había una cama y un aguamanil. La jarra azul estaba desportillada y no hacía juego con la aljofaina verde, pero ambas estaban limpias y el jabón desprendía un agradable olor a hierbas. Tanteó con un dedo el colchón. También era más blando que la camilla de un novicio.

—Es mayor de lo que esperaba —dijo, dejando sus pertenencias en la cama—. ¿Todas las habitaciones de los estudiantes tienen este tamaño?

—En esta planta, sí. Se supone que son los cuartos de los adeptos, pero en este momento tenemos más aprendices que adeptos, así que en esta galería hay de todo. Yo me alojo en el cuarto contiguo.

En la cuarta pared había un armario alto, vacío a excepción de algunas mantas y un bloque de cedro para mantener alejadas a las polillas. Después de cerrar las puertas del armario, Gair se volvió y encontró a Darin mirando la espada.

—¿Puedo? —preguntó, señalándola.

—Adelante. —Darin la desenvainó, mostrándose algo torpe con la vaina—. ¿Nunca habías empuñado una espada?

—Nada mayor que un cincel. ¿Cómo te las apañas para esgrimirla?

—Levanta un poco más la punta, de modo que esté más alta que tus manos. Así la cogerás mejor. Con la práctica te acostumbras al peso.

Darin le hizo caso. La blandió con titubeos, atento al modo en que la luz se reflejaba en la superficie de la hoja.

—Da mucho miedo. ¿Has llegado a utilizarla?

—Poco más he hecho estos últimos diez años.

—Me refiero a si… bueno, ya sabes, a si has tenido que usarla en algún apuro.

—No he derramado sangre con ella, si es eso a lo que te refieres. —«Le rompí el brazo a un hombre, pero sin derramar sangre», pensó Gair mientras recuperaba la espada, que envainó a continuación.

—O sea que la tienes desde los… ¿Cuántos? ¿Diez años?

—Once.

—Parece antigua. ¿La heredaste?

—En cierto modo. —En lo que a él respectaba, era como si su padre adoptivo hubiese muerto—. Oye, ¿qué te parece si vamos a comer algo? Mi estómago debe de creer que me han taponado la garganta.

De camino al refectorio, Darin le indicó cómo llegar a otros lugares de interés, por ejemplo los patios de prácticas, los baños, los despachos de los graduados y la biblioteca. Gair anhelaba que llegase el momento de explorarla. Ya de pequeño le gustaba leer; leyó y releyó sus libros favoritos hasta que se supo las historias de memoria, hasta que ya no tuvo que volver las páginas para saber que el príncipe Corum vencería a la serpiente marina respondiendo al acertijo, o cómo Jaichin Tresplumas rescató a la doncella elfo del pozo. De todas las cosas que había dejado atrás cuando se marchó de Dremen, eran los libros lo que más echaba de menos.

El refectorio era una estancia alargada con paredes cubiertas de ventanales, hileras de mesas y bancos, y una portezuela en un extremo por la que se servía la comida. El lugar estaba lleno de gente que hacía cola con bandejas, o que permanecía sentada comiendo, o de pie hablando en grupos, cuando no leyendo. Muchos llevaban blancas túnicas de lino con bandas verdes o azules en el cuello o el dobladillo, o una capa corta a la espalda, como la de Darin, sobre ropa normal y corriente. Por último, puede que unos nueve o diez en toda la estancia llevaran capas que les llegaban al suelo, y a éstos era a quienes los demás trataban con mayor respeto.

—¿Qué significan los colores? —preguntó Gair cuando encontraron un par de sitios libres en una de las mesas, donde se sentaron con las bandejas a rebosar.

—Calificaciones y disciplinas. —Darin pinchó una patata con el tenedor e hizo gestos con ella mientras se explicaba—. En cuanto puedes hacer algunas cosas básicas se te considera novicio, lo que equivale a una túnica con banda. Verde para los sanadores, azul para el resto de nosotros, los gaeden normales y corrientes. De ahí pasas a aprendiz, lo que comporta una túnica de color; luego adepto, lo que te supone una capa. —La patata desapareció engullida de un solo bocado.

—De modo que tú eres adepto.

Gair empezó a comer. El estofado de cerdo era sabroso, estaba preparado con una densa salsa de sidra y abundante carne. El belisthano se enderezó la capa y sonrió.

—Desde hace poco. Me llevó casi un año lograrlo.

—¿Y la capa larga?

—Reservada a los maestros. El premio para quienes son realmente buenos. Los maestros se encargan de impartir buena parte de las clases, aunque los adeptos se hacen responsables de algunas cuando hay exceso de estudiantes.

—Suena muy formal.

—En realidad, no. Impide que haya equivocaciones con la jerarquía. Aparte de las calificaciones, hay pocas normas: ser puntual, esforzarte al máximo, y nada de actividades extracurriculares entre profesores y alumnos.

Darin arqueó las cejas en un gesto sugerente que hizo sonrojar a Gair. Había algunos novicios en la casa materna que soñaban con que llegara el medio día libre de que disfrutaban cada semana; regresaban somnolientos, sonrientes. La velada les había salido rentable, teniendo en cuenta la bronca que les iba a caer. Rara vez se quedaban mucho tiempo. Nunca había aprendido el truco que practicaban de convertir un tímido intercambio de sonrisas en algo que pudiera darle motivos de temer su siguiente confesión.

—Intentaré recordarlo —dijo, ocultando el rubor tras la taza que se había llevado a los labios.

—¿Cuál es tu mayor talento?

—No estoy muy seguro. De camino hacia aquí Alderan me dio algunas lecciones, pero creo que no hicimos más que arañar la superficie.

Ninguno de los ejercicios que le propuso le había dado muchos problemas, aunque mantuvo la cautela ante la vastedad del canto que por fin era capaz de apreciar. Desde la tormenta, invocar el canto fue como tomar una taza de té y verter en ella todo el océano.

—Probablemente lo averiguarás mañana, cuando te hagan las pruebas. Quizá incluso te asciendan de categoría de golpe.

—¿Cómo son las pruebas? ¿Qué tendré que hacer?

Gair utilizó los restos del pan para rebañar la salsa y se preguntó si sería descortés hacer cola de nuevo para repetir. Darin ya había terminado y volcaba su atención en un plato de fruta y queso, a pesar de haber sido él quien había hablado más.

—No tiene ningún misterio. Los graduados te asignan tareas que hacer, y así se las ingenian para averiguar de qué eres capaz y lo fuerte que eres. A mí se me da bien el fuego. Por eso me enviaron aquí.

—Algo me dice que hay una historia ahí, esperando a ser contada.

El belisthano compuso una expresión avergonzada y jugueteó con la piel de una manzana.

—Prendí fuego al sombrero de mi tío.

Al escuchar esto, Gair se atragantó con el vino.

—En realidad no le prendí fuego. No fue más que una ilusión. Ya sabes: humo, llamas, crepitar de llamas. Pero fue muy realista.

—¿Cómo sucedió?

—Mi padre solía decir que alguien tendría que bajarle los humos. Un día lo vi con algunos granjeros, comportándose como el señor de la mansión, y de pronto pensé que perdería la compostura si se le incendiara el sombrero. Acto seguido lo vi corriendo de un lado a otro, chillando y apagando el fuego a manotazos.

—¿Tu familia te envió a este lugar?

—No, no, no directamente. No pensaron que fuera cosa mía. Hasta que prendí fuego a mi cama no empezaron a sospechar. ¡Hacía frío! —se defendió al ver la expresión escéptica de Gair—. Sólo pretendía encender el hornillo, pero se me fue la mano.

—Daré por sentado que aprendiste a controlarlo. No me gustaría despertar una mañana y encontrarme el cuarto envuelto en llamas.

—Me aseguraré de despertarte antes. —Darin sonrió—. ¿Cómo descubriste tus dones?

Gair apartó la bandeja y se recostó en la pared con la taza en la mano.

—Fue cuando intentaba alcanzar el mazapán. Era pequeño y lo habían escondido en lo alto de un estante —respondió.

Darin hizo la pantomima de alcanzar algo con las manos y Gair saludó el gesto levantando la taza.

—No me di cuenta de que era distinto hasta que conté lo que había hecho y me regañaron por mentir. Después me cuidé mucho de decir nada.

—Déjame adivinar, ¿ya no te gusta el mazapán?

—Incluso su olor me da náuseas.

Después de la cena, Darin pretextó su promesa de visitar a Renna, y dejó a Gair a su aire. Tan sólo se equivocó de camino una vez yendo a los baños, y después de asearse regresó a su cuarto. Con la ventana abierta para que entrara el olor del mar, sacó algunas de sus cosas de las alforjas y las guardó. Después se sentó en un extremo del escritorio y contempló los pastos, bañados por la luz multicolor del sol poniente.

De modo que a partir de ese momento viviría allí. No podía compararse a la casa materna. Para empezar, la cicatriz de la mano ni siquiera había hecho enarcar la ceja a una o dos personas que habían reparado en ella. La casa capitular era un lugar mucho menos formal. Todo el mundo hablaba y reía al circular por las salas, y los maestros no guardaban las distancias con el resto de los estudiantes. Era como una gran familia. Pertenecían a ese lugar, y lo habían recibido con los brazos abiertos en su casa, tanto por lo que era como a pesar de ello.

El viento arrastró hasta él los retales de una canción. Vísperas. A pesar de las nueve semanas de su marcha, Gair sentía el tirón de la rutina. La pauta diaria en una morada de la diosa era algo que le habían inculcado profundamente; tan sólo tenía que cerrar los ojos para ver el bruñido roble tras el altar, reluciente reflejo de un millar de velas. Oyó la voz resonante de Danilar entonando el servicio religioso, y también los susurros que respondían. ¿Qué opinión tendría el capellán del lugar a donde había ido a parar?

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