Read Bajo la hiedra Online

Authors: Elspeth Cooper

Tags: #Ciencia ficción, fantástico

Bajo la hiedra (27 page)

BOOK: Bajo la hiedra
11.61Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

—Tendrías que cuidar mejor de tu montura, amigo mío —le dijo con el ondulante acento propio de las llanuras arennorianas.

—Antepongo sus necesidades a las mías, como siempre.

—Tal como debe ser. —Aunque conservó la flecha en culatín, aflojó la tensión de la cuerda—. Vimos tus antorchas en el paso. ¿Qué te trae por este camino?

—Será un placer contártelo, hombre del clan, en cuanto pueda ponerme a cubierto de esta condenada ventisca.

El del clan consideró aquellas palabras, antes de señalar con un gesto el sendero.

—Arriba, hasta el patio del establo, y allí a tu izquierda. Te haremos un sitio en nuestra hoguera.

Aunque no sería bienvenido en su hoguera, aquello era preferible a acabar con una flecha en las entrañas.

—Sólo por eso, que el Señor del Viento te sea propicio.

Masen vio un destello de dentadura blanca en lo que pudo ser una sonrisa, luego el hombre se llevó los dedos a los labios y lanzó dos breves silbidos agudos. Un único silbido prolongado le respondió.

—Ve delante, yo te seguiré.

Masen condujo a la agotada
Brea
hacia el acceso posterior, y luego ambos cruzaron la entrada. En el patio del establo, una luz amarillenta se filtraba por el hueco de una puerta e iluminaba a otro miembro del clan que estaba de pie en el umbral, con un arco corto en la mano. Cuando Masen se acercó, el tipo se hizo a un lado, levantando la manta que, clavada a modo de puerta, les separaba de la tormenta.

Dentro de la cripta el ambiente era cálido, y olía a caballo y humo de leña. Otro del clan apareció para hacerse cargo de las riendas de
Brea
, a la que condujo a un rincón donde había otras cinco monturas trabadas. Cerca descansaban cuatro sillas de montar en el suelo, junto a un fuego que habían encendido en un espacio que en tiempos debió de ser una forja. Había alforjas apiladas contra la pared, con gruesas capas que mostraban indicios de haber servido de abrigo durante un largo viaje. Los arcos y jabalinas reposaban cerca, a mano.

—¿Creéis que habrá problemas? —preguntó Masen.

El centinela regresó acompañado por una racha de nieve y viento helado. Se sacudió las botas, extendió la manta en el hueco de la puerta y la aseguró al suelo con la ayuda de una piedra pesada. Vestía como los demás, con gastadas pieles de ciervo; llevaba un carcaj en la cintura y sendas dagas envainadas a ambos lados de la cadera. Tenía los mismos ojos azul vincapervinca y las mismas facciones que el arquero joven, aunque la experiencia le había grabado arrugas en el rostro y teñido de plata algunos mechones de su melena castaña.

—Nunca se sabe qué puedes encontrar en el paso del Silbador —dijo—. La fortuna sonríe a quienes están preparados. Tal vez ahora puedas contarme qué te trae a este lugar.

Masen miró los arcos que aún no habían guardado. A esa distancia cualquiera de ellos lo atravesaría como a una liebre.

—Me dirijo a Flota —dijo—. El paso es el punto más rápido para llegar al sur desde las Brindling.

—Solitario camino —comentó el centinela, que no relajó la posición del arco—. Y a esta altura del año también es frío.

Masen se apartó la capa que le cubría los hombros. Hacía calor en la cripta, tanto que sudaba bajo la ropa.

—Voy hacia donde sopla el viento. ¿Qué hacen unos miembros del clan como vosotros tan a poniente?

El que se había llevado a
Brea
regresó junto al fuego con la silla de Masen en una cadera y las alforjas en la otra mano.

—Cazar —respondió. El tono de voz agudo reveló que, de hecho, se trataba de una mujer. Masen miró con mayor atención y comprendió que el informe jubón y el pantalón de piel de ciervo habían ocultado a sus ojos su cuerpo delgado de femeninas curvas—. Tu yegua no se encuentra bien. La he alimentado y le he dado agua, pero es mejor que descanse si quieres que llegue a Flota.

Dejó las alforjas junto al resto y la silla en el suelo, frente al fuego. Luego se sentó y recostó el hombro en su propia silla. Puso la otra mano en el puño de la daga que ceñía a la cintura con aire descuidado, como para quitarle importancia.

—Te lo agradezco, y estoy seguro de que
Brea
también. Llevamos muchas millas de viaje juntos y me duele verla malherida. —Masen se desabrochó la capa y la dejó doblada en la silla—. ¿Puedo preguntaros qué es lo que cazáis para haber llegado a mil millas de Flota?

El centinela le dedicó una larga mirada. Se hizo el silencio en la cripta. Masen se preguntó si habría hecho la pregunta equivocada.

—Cuéntaselo, Sor. Es un gaeden.

El cuarto miembro del clan se hallaba sentado algo lejos del fuego, casi sumido en las sombras. Mientras que los otros tres eran de piel oscura y pelo castaño, éste tenía el caballo negro y piel cetrina. Las comisuras de sus labios miraban hacia abajo, una debido a una cicatriz que lo marcaba desde la nariz hasta la mandíbula y la otra simplemente para no desentonar. No levantó la vista de la piedra de amolar que tenía en la mano y la daga de hoja larga que afilaba. El acero relució en el reflejo de sus oscuras pupilas mientras afiló la hoja.

—¿Estás seguro, Kael? —preguntó Sor, ceñudo.

—Tan seguro como que estoy sentado aquí. —«Shh, shh», hizo la piedra de amolar—. Lo percibí en cuanto entró. Pregúntale.

Sor lanzó un gruñido.

—¿Es cierto?

Masen asintió mientras se desabotonaba el abrigo.

—Duncan, ¿queda sopa? Ahí fuera hace tanto frío como en el alma del Innombrable.

Sor desencordó el arco y lo dejó apoyado contra la pared, junto a los demás. Duncan imitó su gesto, y se puso a revolver entre cuencos y cucharas mientras su hermano se sentaba ante el fuego.

—Bueno, ya sabes cómo me llamo —dijo Sor cuando se sentó—. Éstos son Duncan, Kael y Cara. —Los fue señalando con la cabeza.

—Masen.

—Deduzco por las antorchas que no es la primera vez que cruzas el paso.

—Lo he hecho unas cuantas veces. Más de las que desearía, a decir verdad. —Masen aceptó un cuenco de caldo y el pedazo de carne que Duncan le tendió—. Gracias. Esas flechas fantasma lo dejan a uno helado.

—Menos mal que nos has encontrado —dijo Cara mientras Duncan repartía los demás cuencos—. Habrían acabado contigo si no llegas a entrar en calor.

—Un hombre sabio rehúye por completo el paso en invierno. —Sor revolvió la sopa.

—Bueno, a veces cuando asumimos riesgos nos volvemos insensatos. —El caldo estaba lleno de cebada, y bastó con una cucharada para descongelar los huesos de Masen—. Supongo que tampoco estaríais aquí, si dependiera de vosotros.

—¿Por qué lo dices? —quiso saber Duncan.

—Cazadores del clan tan alejados de su hogar que persiguen, a través del paso del Silbador, una presa de la que se muestran reacios a hablar con gente normal. —Masen se acomodó en la capa doblada—. Cazadores del clan con un buscador. Que me aspen si de ese gancho no podría colgarse una jodida historia.

Sor cruzó la mirada con su hermano.

—No pasa nada. —Sacudió la cabeza, antes de devolver su atención a la sopa. Lo hizo con gesto mecánico, como si fuera un trabajo que hubiera que hacer, a pesar de no complacerle.

—Si tenéis tazas llevo una botella de buen brandy en las alforjas. Allí —ofreció Masen—. Tengo la sensación de que nos vendría bien un trago antes de terminar la noche.

Duncan fue a buscar tazas y la botella. Masen sirvió a todos una generosa cantidad de brandy. Cuando tendió la taza a Sor, éste inclinó la cabeza en señal de agradecimiento.

—Patrullábamos la marca del oeste cuando nos cruzamos con un explorador. Cabalgaba ligero de equipaje, y muy rápido, aun tratándose de un eldannar. Uno o dos días antes les habían atacado el ganado. Ocho yeguas habían perdido la vida, además de una docena de potros, y hubo que sacrificar otra media docena. No sabían de qué bestia se trataba, pero atacó al ganado de noche. Fuera lo que fuese mató por placer, no por hambre. Cabalgamos dispuestos a ayudarlo si podíamos, pero cuando alcanzamos el campamento… —Sor apuró de un trago el brandy, antes de dejar la taza en el suelo—. No me pidas que te hable de lo que vimos en ese lugar.

Sin decir palabra, Masen se inclinó para llenarle la taza hasta el borde.

—Perdían algunos debido a los lobos, o cuando los gatos monteses descendían a la llanura en un invierno especialmente crudo —explicó Duncan—. Pero nunca les había pasado nada parecido. El eldannar nos contó que ese rebaño no era el primero que había sido objeto de ataques. Hubo otro más al sur, y un granjero que vive en el borde de la marca del sur aseguró haber perdido veinte vacas en una sola noche. Fue una carnicería, ninguna murió devorada.

A la derecha de Masen, Cara se estremeció y trazó en el aire una bendición sobre el corazón. Él tomó un sorbo de brandy con aire pensativo. No era descabellado pensar que existiera un portal abierto en algún punto de las llanuras arennorianas, aunque las posibilidades fueran muy remotas. Los clanes vivían en contacto con el canto, tan cerca como sus sombras; sus portavoces serían capaces de percibir la presencia de un portal en cualquier lugar a veinte millas a la redonda de donde se encontraran sus clanes, y allí enviarían en seguida a un guardián del portal. ¿Una grieta en el Velo? Eso era lo más probable. Si se estaba resquebrajando en la parte alta de las Brindling, fácilmente podía haberse originado ahí mismo, en la llanura. Lo único que quedaba era la duda de qué lo había atravesado. Ten misericordia, madre: podía ser cualquier cosa, pensó.

Kael dejó la piedra de amolar y puso al contraluz la daga para examinar el filo en busca de impurezas. Sin siquiera apartar los ojos de la hoja, dijo:

—Sé qué es lo que lo ha atravesado, gaeden. Un cancerbero.

Envainó la daga. Del cinto desenfundó la otra, que se dispuso a afilar. De nuevo los hermanos cruzaron miradas, y entonces Sor se encogió de hombros y dejó que Duncan reanudase el relato.

—Kael percibió a la bestia en cuanto nos acercamos a una milla del lugar donde se habían producido los ataques. Dijo que podía olerla, que sentía su maldad en la mente. No entiendo muy bien cómo lo hace, pero puede seguir un rastro como éste igual que si se tratara de un camino imperial. Emprendió la caza de la criatura tan rápido como pudo y pronto le ganó terreno. Quizá la criatura retrocedió, o se dispuso a esperarlo, pero cuando lo alcanzamos después de hacer cuanto pudimos por el eldannar, lo hallamos malherido y con el caballo destripado como un pez. Cuando al cabo de dos días recuperó la conciencia, nos contó lo que había visto.

Duncan compuso una mueca de desagrado y miró el fondo de la taza que sostenía en las manos ahuecadas.

—Es el mastín de Maegern —aseguró Sor—. Es inmenso y hiede como un matadero. Le ha estado siguiendo el rastro desde que fue capaz de subirse de nuevo a un caballo. Se dirige al norte, al paso.

Masen exhaló un largo suspiro. Era peor de lo que había supuesto. Uno de los cancerberos andaba suelto y el Velo estaba rasgado. ¿Acaso la Hueste cabalgaría de nuevo con libertad? Que la diosa se apiadara de ellos.

—No he visto ningún indicio a lo largo de las Brindling —dijo—. Kael tiene razón, soy un gaeden. Soy un guardián del portal. A mi paso por las montañas descubrí una fractura en el Velo. Si lo que vio era real, entonces mucho me temo que la fractura se ha acentuado. ¿Quién sabe qué criaturas podrían atravesarla? —Masen sacudió la cabeza—. La situación es mucho más peligrosa de lo que suponía. Si te has propuesto insistir en la persecución del cancerbero, tienes que ser cauto.

—Mi intención es darle caza —afirmó Kael, acariciando la hoja de la daga con la piedra de amolar—. Ese cancerbero y yo tenemos asuntos pendientes.

—No lo matarás con acero, Kael —advirtió Masen, cuyas palabras no parecieron disuadir al cetrino hombre del clan.

—Sea como fuere no desistiré —dijo. Levantó la vista, los ojos negros clavados en Masen a través del tembloroso fulgor del fuego—. ¿Qué llevas en el bolsillo, gaeden? Tira de mí.

—¿Esto? —Masen rebuscó el clavo, cuya cabeza pendía de un hilo. Giró sobre sí mientras el hilo se desenredaba, primero en el sentido de las manecillas del reloj, luego en sentido contrario, con lentitud, con parsimonia—. Así es como encuentro los portales que dan al Reino Oculto. Puedo percibirlos cuando me acerco lo bastante, pero este objeto me señala el camino como si fuera una brújula.

—¿Qué es?

—Es un clavo de herradura de caballo. Di con él hace años en los páramos belisthanos. Cuando lo encontré no sabía lo que era, pero la primera vez que pasé con este objeto cerca de un portal, el Reino Oculto tiró de él con tal fuerza que casi me hace un agujero en el bolsillo.

Cara extendió un dedo para tocar el clavo, maravillada.

—¿Esto proviene del otro lado? ¿Del mundo sombrío? —preguntó, intentando asirlo. Arrugó el entrecejo cuando se deslizó entre sus dedos como hielo húmedo. Volvió a intentarlo, pero tampoco logró hacerse con él, y luego retiró la mano, frotándose las yemas de los dedos—. No es hierro ni acero, es… resbaladizo. No puedo cogerlo.

—Nada de carne y hueso puede, por eso tuve que atarle un cordel alrededor. —Masen lo levantó a la altura de los ojos, viendo su propio reflejo en la líquida superficie argéntea, antes de devolverlo al bolsillo—. Algún día lo arrojaré a un río y desaparecerá para siempre. Cuando llegue el momento de retirarme.

Duncan rió, pero Kael lanzó un gruñido agrio y se puso en pie.

—No hasta que estén cerrados los portales, gaeden —dijo—. No tendríamos que tener ninguna relación con el Reino Oculto. Allí reside la maldad. —Se echó la capa al hombro y se dirigió hacia la puerta—. Yo haré la primera guardia.

Al cabo de un rato, los demás se cubrieron con la manta y se quedaron dormidos. Masen fue sin hacer ruido hasta el extremo opuesto de la cripta para comprobar el estado de
Brea
, luego sacó la manta del equipaje y la extendió en el suelo. Despertó cuando Kael regresó sacudiéndose la nieve de la capa y aguardó hasta que Duncan fue a cumplir con su guardia. Entonces se levantó, anduvo hasta el otro lado y se sentó junto a Kael.

—¿Qué quieres? —preguntó el otro, conciso, antes de que Masen pudiera siquiera hablar.

—No será más que un momento. ¿Cuánto hace que sabes que eres un buscador?

—¿Qué te propones? —Kael se cubrió hasta la nariz con la manta y le dio la espalda.

—Perdóname, pero siento curiosidad. No es un talento habitual.

BOOK: Bajo la hiedra
11.61Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

Dark Water by Koji Suzuki
The Balance Thing by Margaret Dumas
A Little Piece of Ground by Elizabeth Laird
I Know I've Been Changed by Reshonda Tate Billingsley
Deeply, Desperately by Heather Webber
Price of Desire by Lavinia Kent
With an Extreme Burning by Bill Pronzini
The King's Gambit by John Maddox Roberts