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Authors: Elspeth Cooper

Tags: #Ciencia ficción, fantástico

Bajo la hiedra (29 page)

BOOK: Bajo la hiedra
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Cuando el río alcanzó las afueras de los Puertos Blancos, poblaciones enteras quedaron vacías. Nada se movía, a excepción de los restos que arrastraba la corriente. Los únicos animales que había en los campos estaban hinchados, negros, muertos. Ni siquiera había aves carroñeras, puesto que habían saciado su apetito. El agua marrón, fétida, se extendía de horizonte a horizonte, y la lluvia seguía cayendo.

Masen se cubrió mejor los hombros con la capa y miró por proa. La capa no le servía de gran cosa. La recia lana belisthana era un buen abrigo en condiciones atmosféricas muy diversas, pero no ante el diluvio que había tenido que soportar durante su viaje al sur. Estaba empapado hasta el calzón; incluso le había entrado agua en las botas, y si había algo que odiaba más que las espinacas era tener los calcetines mojados.

Estaba de muy mal humor. Había intentado saludar al agente de la orden en Flota, pero no vio ni rastro de sus colores en diez millas a la redonda de la ciudad. Había tomado el siguiente mercante que llevaba rumbo sur, con la excusa de que siempre podía ponerse en contacto con el agente de Mesarilda. Después de todo, la capital se encontraba tan sólo a tres días en barco río abajo. Claro que en Mesarilda la casa segura había ardido hasta los cimientos. Masen había encontrado desconsolada al ama de llaves, que rebuscaba entre los restos carbonizados. Le contó que había ido a visitar a su hermana. Cuando regresó al día siguiente, eso fue todo lo que encontró. Oh, el pobre amo, ¡y su esposa! Y los encantadores niños. Pero ¡qué tristeza! ¡Qué tristeza!

En fin, que una casa se quemara no era algo tan extraño. Alguien se habría dejado una vela encendida, y una ventana abierta cuya cortina la volcaría; luego el humo cubrió el cielo. Masen contempló ceñudo el agua. Qué desafortunado que ocurriera en esa casa en concreto, en esa calle en particular. Tenía que tomar una decisión. Alquilar un caballo y acercarse a la población más próxima donde hubiera un agente, dos días a caballo al este, o dirigirse a buen paso al sur, hacia Yelda. Yelda parecía la opción más lógica. La capital syfriana era un centro de comercio, una encrucijada del Imperio, y a medio día de camino a poniente de ella se encontraba cierta mansión señorial muy próspera, donde trabajaban bastantes labriegos y sirvientes, pero que por lo demás no llamaba la atención de ninguno de sus vecinos. Qué extraño, pues, que el señor Matterson, su familia, todo el personal de servicio y los arrendatarios, contrajeran esas fiebres en el festival de la cosecha. Según el alcalde, todo el pueblo se puso de luto. El señor de la mansión era apreciado en el lugar, muy apreciado. Lo sucedido había sido una auténtica desgracia.

Alguien menos suspicaz que Masen no hubiese visto más que una trágica serie de coincidencias: un agente desaparecido, una casa incendiada, un brote de contagios. Una auténtica, auténtica desgracia. De hecho, podía considerarse una coincidencia tan evidente como que el suelo se humedece después de llover. Se trataba de asesinatos, y en Mesarilda nada menos; se hubiera jugado los huevos. Probablemente también en Flota, y tenía la desagradable sensación de que en Puertos Blancos encontraría una variante de la misma historia.

No era la primera vez que Masen deseaba poseer mayor talento para comunicarse a distancia. La labor de guardián del portal era solitaria en sus mejores momentos, y eso encajaba con él. No tenía que estar en el centro de una red de agentes como una araña en la telaraña, con los pies extendidos para captar la menor vibración. Le bastaba con saber que había otros a quienes poder recurrir en caso de necesidad. Suponía unos pocos días a caballo en el peor de los casos, lo que no era demasiado complicado. Ya tenía el trasero acostumbrado a la silla. Deseó no haber hecho a un lado el esfuerzo de adiestrar a un aprendiz. De ese modo, quizá no tendría que hacer ese viaje y la orden habría sido advertida semanas atrás.

Reinaba una calma espectral en la parte norte de los muelles. Tan sólo unas pocas falúas y embarcaciones fluviales estaban amarradas, y más de la mitad tumbadas de costado, con los palos rotos y la madera astillada. Los estibadores portuarios se ocupaban de limpiar el barro que cubría el embarcadero, y tanto los pañoles situados en la orilla como las tabernas tenían restos de barro hasta media altura de las ventanas de la planta baja.

El patrón se cubrió la nariz con un pañuelo.

—Ahora tendrás suerte si consigues barco —aseguró, gobernando el timón para pasar junto a un tronco de roble medio hundido—. Dudo que haya un cascarón a flote en todo Puertos Blancos.

—Algo encontraré. —Masen exhaló un suspiro—. Maldita sea, soy capaz de construirme una balsa si no me queda más remedio.

—Pues madera tendrás de sobras, siempre y cuando no te importe que sea joven.

El patrón de la embarcación rió ronco y volvió a ajustarse el pañuelo. Masen dudaba que le sirviera de gran cosa para ocultar el hedor, una mezcla de agua estancada y tumba abierta. Al cabo de dos días casi había dejado de molestarle, pero tenía la sospecha de que sería necesario darse una serie de baños calientes, y quemar toda la ropa que llevaba, para librarse por completo de él y volver a sentirse limpio.

Cayó un lóbrego atardecer mientras la embarcación amarraba en un muelle prácticamente desierto, situado en el barrio de los guanteros. Masen se mostró generoso a la hora de pagar el pasaje, pues el patrón no obtendría mucho beneficio de esa travesía. Luego se echó al hombro la bolsa y anduvo por los tablones empapados hasta La Pluma Escarlata. Los hachones encendidos a ambos lados de la puerta daban fe de que estaba abierta, a pesar de la mugrienta capa de dos pies de alto que la cubría. La mayor parte de las mesas que había en el interior estaban vacías. El dueño apenas levantó la vista de una vieja octavilla cuando oyó pasos.

—La bodega está inundada. Esto que ves es todo lo que hay.

—Entonces ponme un brandy, y una cama para pasar la noche, si dispones de una. ¿Qué ha pasado aquí? Muy avanzado está el año para que caiga una tormenta así, ¿no?

El dueño lanzó un gruñido.

—Durante el pasado mes no tuvimos más que tormentas —dijo mientras le servía el brandy—. Una tras otra, todas procedentes del mar. Lluvias, inundaciones, cientos de millas cuadradas de pastos convertidas en pantano. Este invierno Syfria meridional pasará hambre, si es que las fiebres no se nos llevan antes por delante.

Masen empujó un chelín por la superficie del mostrador, seguido por una segunda moneda de igual valor.

—Sírvete algo tú también, buen hombre, lo que más le plazca a tu paladar. Esperaba encontrar un barco que me llevase más a poniente.

—Tendrás suerte si obtienes pasaje. —El dueño se sirvió un brandy, que apuró de un trago—. La mayoría de los mercantes se marcharon a aguas más profundas en cuanto nos sacudieron las primeras tormentas. Me refiero a quienes no se hundieron tras las inundaciones. Aquí estamos a bastante altura y nos libramos de lo peor, pero he oído que la crecida llegó dieciocho millas río arriba.

Masen tomó un sorbo. El brandy no era de la mejor calidad, pero era pasable y lo bastante fuerte para hacerle entrar en calor, a pesar de llevar la ropa húmeda.

—Vi inundaciones tan al norte como Yelda —dijo tras arrojar un par de chelines más al mostrador—. Syfria se ha llevado la peor parte.

—Sí, no hay duda, pero se recuperará como hace siempre. No se puede construir una ciudad que tiene los pies metidos en el agua para echarse a llorar cada vez que se moja.

Las medidas de brandy que sirvió el dueño fueron más generosas esta vez. Levantó la copa a modo de brindis y la apuró de dos tragos.

—No esperes gran cosa de la habitación. He tenido que dar las mejores a quienes perdieron sus casas. La tuya está en el ático, pero al menos está seca.

—Más que suficiente para cubrir mis necesidades, gracias.

—Procuraré prepararte algo caliente para comer. —El dueño se colgó el trapo del hombro y se metió en la cocina.

Masen arrugó el entrecejo ante la octavilla que descansaba en el mostrador, a la que apenas prestó atención. No había barcos. No eran las noticias que deseaba escuchar. Ningún agente río arriba, y ahora ni un solo barco. Los caminos que salían de Puertos Blancos también serían intransitables, estarían inundados o tan embarrados que ni siquiera la formidable
Brea
podría recorrerlos. Tanto mejor, pues, haberla dejado en una caballeriza en Flota, aunque la diosa sabría cuándo podría darle de comer.

No, un barco o cualquier clase de embarcación era el único modo de llevar sus nuevas más a poniente. Esa parte de Syfria era de tierras bajas, apenas un palmo o dos del punto que alcanzaba la pleamar; lo que el dueño calificaba de «bastante altura» no eran más que veinte o veinticinco pies sobre el mar. La ciudad estaba construida sobre una red de canales que unían las diversas desembocaduras del Gran Río, y buena parte de los habitantes se ganaba el jornal transportando pasajeros y efectos de un lado a otro. Estaba convencido de encontrar a alguien que siguiera dedicado a esa labor y que fuese capaz de llevarlo por la mañana por los puertos. Entonces tendría que dar con un pescador o un mercante costero que lo llevase al oeste. Masen sopesó la bolsa medio llena. Rezó para que hubiese oro suficiente, porque de otro modo no tendría más remedio que empezar a construirse esa balsa.

17

LECCIONES

U
n arma impresionante.

Haral sostuvo la espada de hoja larga de Gair en las palmas de la mano, para que el resto de los estudiantes pudiese contemplarla. Eran unos veinte, casi todos mayores que Gair. Tenían la ropa blanca gastada debido al uso, y se apoyaban en las espadas de madera con las que practicaban con una especie de relajada vigilancia, como diciendo que podían blandir los palos en un abrir y cerrar de ojos.

—Treinta y cuatro pulgadas de buen acero de Yelda, hoja doble, espacio suficiente en el puño para blandirla con dos manos al estilo leahno. Una factura espléndida. Usada, pero también muy cuidada, lo que dice mucho a favor de su dueño. Algunos de vosotros estaréis pensando que no parece gran cosa, ¿verdad? ¿Porque no tiene joyas engarzadas ni pan de oro? En un campo de batalla, las joyas no son más que peso innecesario, y para un campo de batalla es para lo que se forjó este acero.

Haral la asió por la empuñadura para sopesarla con gesto experto.

—Tiene un buen equilibrio, aunque es algo pesada, pero eso le proporciona su potencia de parada. Podría parar en seco a un caballo en plena carga, arrancar la punta de la lanza y atravesar una armadura de placas. Ésa es su función. Esta hoja, caballeros, no es para librar duelos, o cortar pañuelos de seda en el aire e impresionar a las damas, Sorchal din Urse, no creas que no sé a qué dedicas las veladas que pasas en el Dragón Rojo.

Algunos de los estudiantes rieron y un hombre de piel morena delgado como un junco, situado de pie tras el maestro de armas, respondió a las risas con una elaborada reverencia.

—No, esta espada no sirve para ninguna de esas cosas. Tiene una sola función, que consiste en trocear al enemigo con la mayor eficacia posible. —Haral se volvió hacia Gair, a quien tendió el arma por la empuñadura—. Muéstranos qué te enseñaron los caballeros.

Espada en mano, Gair se desplazó unos pasos a su derecha para apartarse del grupo de atentos estudiantes. Haral escogió un arma similar del armero y se reunió con él. Gair asentó los pies, relajándose hasta que los músculos se destensaron y una sensación de calma le envolvió la mente. Hizo el saludo y volvió a establecer la guardia avanzada. Selenas se habría sentido orgulloso de él.

Haral respondió al saludo, adoptó la postura y, sin más, se lanzó a fondo. Gair hizo una finta con la hoja y lanzó una estocada que obligó a su oponente a bloquear. Los aceros entrechocaron cuando se alternaron ataques y defensas a medida que se desplazaban en círculo.

Gair comprendió casi de inmediato que Haral era tan buen espadachín como Selenas, incluso cabía la posibilidad de que fuese mejor táctico. Intentó forzarlo a encarar el sol, argucia que el maestro de esgrima hubiese declarado demasiado baja para el honor de un caballero. Gair dejó que lo empujara un poco más, luego, cuando Haral se lanzó a fondo, dio un paso a un lado y descargó un golpe con la espada apoyando todo el peso del cuerpo y asiéndola con ambas manos, un golpe suficiente para quebrar la seguridad con la que el maestro aferraba su arma. Haral torció el gesto pero aguantó el tipo, giró sobre sí deslizando la espada bajo la hoja de Gair. Las chispas que arrancó llovieron sobre la tierra seca. El fornido syfriano dejó los dientes al descubierto.

—¡Bien hecho! Veo que conoces las rutinas clásicas. Veamos cómo te las apañas para concatenarlas.

Dicho eso, lanzó otro asalto, un tajo con la pesada espada, dado con la fuerza de un herrero y el diestro control de un duelista experto. Gair tuvo la sensación de hallarse de vuelta en el patio de armas de la casa materna. Aunque en aspecto Haral era tan distinto de Selenas como pudiera serlo un filete de una tira de cuero hervido, ambos hacían gala de la misma confianza, la misma conciencia de su propio cuerpo y su arma. Gair logró parar los embates, pero tuvo escaso margen para contraatacar, y cuando lo hizo fue como si Haral le leyera la mente. Mantuvo la posición, pero eso fue todo.

Con los dientes apretados, Gair se empeñó en el ataque y logró ganar una o dos yardas, pero no pudo conservarlas. La experiencia del veterano había empezado a manifestarse. Un último esfuerzo acabó desviado, Haral levantó la espada y reculó. Jadeando, Gair hizo lo propio.

—No está mal, no está nada mal. Casi podrías haberte manejado como uno de mis propios estudiantes.

Eso arrancó algunas sonrisas del resto de la clase y la mirada desdeñosa de un joven alto y demasiado atractivo, con las facciones oscuras de un tylano. Gair se preguntó si el tylano sería uno de los alumnos que habían aflojado la guardia a falta de compañeros que los obligasen a estar a la altura.

—Gair fue adiestrado en la casa materna suvaeana, en la ciudad santa de Dremen —explicó Haral, dirigiéndose de nuevo a los demás alumnos—. Otros métodos, pero no menos exhaustivos que los que conocéis. Podríais aprender mucho los unos de los otros. Ahora emparejaos y mostradme hasta qué punto recordáis lo que aprendisteis la semana pasada. Gair, ponte aquí con Arlin.

Así que Arlin era el tylano. Gair le tendió la mano.

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