Read Bienaventurados los sedientos Online

Authors: Anne Holt

Tags: #Policíaca

Bienaventurados los sedientos

BOOK: Bienaventurados los sedientos
6.16Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

 

En Oslo el verano promete ser largo y caluroso. Las elevadas temperaturas han sorprendido a los noruegos: entre ellos a Hanne Wilhelmsen, que ha sido enviada a investigar un macabro escenario criminal: una caseta abandonada en los arrabales de Oslo regada, literalmente, de sangre. En una de las paredes destacan ocho dígitos escritos también en sangre. No hay rastro de la víctima. Aunque tampoco es seguro que haya una víctima humana hasta que se verifique la procedencia del fluido.

Una semana más tarde, también un domingo, se reproduce la misma escena sanguinaria, esta vez en un parking. Y de nuevo, los ocho dígitos y ni cuerpo, ni testigos, ni motivo aparente. A Wilhelmsen le inquieta el tema, pero no tiene dónde agarrarse. Además, hay otro caso que ocupa su agenda estos días: una violación. Curiosamente, esta ha coincidido en un domingo en el que no se han repetido los desagradables episodios anteriores. Pero Hanne no es la única interesada en el caso, el padre de la chica violada está dispuesto a todo para dar con el culpable.

Bienaventurados los sedientos es la segunda entrega de la serie protagonizada por la subinspectora Hanne Wilhelmsen y su equipo. La serie se caracteriza por su interesada descripción del trabajo cotidiano de la jefatura de Policía de Oslo.

Anne Holt

Bienaventurados los sedientos

ePUB v1.1

NitoStrad
25.02.12

Título: Bienaventurados los sedientos

Autor: Anne Holt

Traducción: Mario Puertas

Lengua: Español

Edición: noviembre 2011

ISBN 978-84-9918-360-2

A Even, mi amigo y hermano.

Bienaventurados los que tienen hambre y sed de justicia, porque ellos serán saciados.
pero gustan de la traición

Mateo 5.6

Domingo, 9 de mayo

E
ra tan pronto que ni al propio diablo le habría dado tiempo a ponerse los zapatos. Hacia el oeste, el cielo mostraba ese intenso color con el que solo el firmamento primaveral escandinavo puede ser bendecido: azul real en el horizonte y más claro en el cénit, hasta formar capas rosas al este donde el sol todavía se resistía. De momento, el aire seguía inalterable, sin rastro del amanecer y con ese extraño trasluz que confieren los hermosos días de primavera a casi sesenta grados norte. Aunque la temperatura mostraba un solo dígito, todo hacía presagiar el advenimiento de otro día de mayo caluroso en Oslo.

La subinspectora Hanne Wilhelmsen no pensaba en el tiempo, permanecía inmóvil preguntándose lo que tenía que hacer. Había sangre por todas partes, en el suelo, en las paredes; incluso en el techo rústico aparecían manchas oscuras como imágenes abstractas de algún test psicológico. Ladeó la cabeza y clavó su mirada en una mancha situada justo encima de ella. Tenía la apariencia de un toro de color púrpura con una cornamenta de tres astas y la parte trasera del cuerpo deforme. No se movió ni un milímetro de su sitio, no tanto debido a su indecisión, sino por temor a patinar sobre el suelo resbaladizo.

—No toques nada —advirtió bruscamente, en cuanto un joven colega, cuyo color de pelo se confundía con el singular entorno, hizo ademán de querer tocar una de las paredes.

Una fina brecha en el decrépito techo permitía el paso de un rayo de luz polvoriento hacia la pared trasera, donde la sangre estaba tan copiosamente esparcida que no recordaba a ningún dibujo, sino un pésimo trabajo de brocha gorda.

—Sal de aquí —le ordenó, aguantando un suspiro descorazonador al observar todas las huellas que el policía inexperto había dejado sobre gran parte del suelo—. E intenta volver sobre tus pasos cuando salgas.

Al cabo de un par de minutos, ella hizo lo propio, caminando vacilante hacia atrás. Se quedó quieta en el vano de la puerta tras mandar al oficial de policía por una linterna.

—Salí a mear —dijo con voz chillona el hombre que había dado la alarma.

Había esperado obedientemente en el exterior del cobertizo, pero ahora no paraba quieto, lo que hizo sospechar a Hanne que no había conseguido su objetivo.

—El retrete está ahí —señaló el hombre con el dedo, aunque sobraba el gesto. El fuerte vaho que emanaba de una de las muchas letrinas que aún perviven en Oslo camuflaba el empalagoso y dulce olor a sangre. La garita con el corazoncito en la portezuela estaba puerta con puerta.

—Entre y alíviese —le dijo en un tono amigable, pero él no la oyó.

—Salí a echar un pis, ¿sabe?, pero entonces vi que la puerta de al lado estaba abierta.

Señaló la pequeña leñera, titubeó y dio un paso atrás, como si encerrara un temible animal que estaba a punto de asomar para arrancarle el brazo de un bocado.

—Suele estar cerrado; no con llave, pero cerrado. La puerta es tan pesada que se queda abierta. No queremos que se cuelen perros o gatos sueltos, así que somos bastante estrictos con eso.

Una extraña y leve sonrisa se dibujó en el rudo y áspero rostro. Ella tenía que entender que «también cuidaban de estas cosas en esta barriada». Tenían reglas y mantenían el orden, aunque su lucha contra el deterioro y la ruina estaba perdida.

—He vivido en este inmueble toda mi vida —prosiguió, con un atisbo de orgullo—. Me doy cuenta enseguida cuando algo no cuadra.

Levantó rápidamente la mirada hacia la joven y guapa agente, que no se parecía a ningún otro policía que hubiera visto antes, como si esperara un reconocimiento mínimo por su parte.

—Estupendo —contestó, elogiando al hombre—. Me parece muy bien que nos llamara para advertirnos.

Al sonreír con la boca bien abierta, ella pudo constatar que apenas le quedaban dientes. Era bastante llamativo, porque no parecía mayor; tal vez, unos cincuenta.

—Como comprenderá, me asusté, toda esa sangre… —Balanceaba la cabeza de un lado a otro para hacerle comprender lo terrible que había sido toparse con una visión tan macabra.

Ella lo entendió perfectamente. El colega pelirrojo volvió con una linterna y Hanne la agarró con las dos manos. Dejó que el haz de luz recorriera sistemáticamente las paredes de un lado a otro y de arriba abajo. Luego examinó el techo lo mejor que pudo, teniendo en cuenta lo incómodo de su posición, en el umbral de la puerta, y acabó repasando el suelo con movimientos zigzagueantes.

El cuarto estaba del todo vacío, ni siquiera un pobre leño, tan solo porquería y serrín por el suelo, que confirmaba para qué había servido en su día el tinglado, y de eso hacía mucho tiempo. Cuando hubo peinado con el haz de luz cada metro cuadrado, volvió a entrar con sumo cuidado para no pisar sus propias huellas. Un movimiento de la mano impidió que su compañero la siguiera. Se puso en cuclillas al alcanzar el centro del habitáculo, que medía unos quince metros cuadrados. La ráfaga de luz iluminó la pared que tenía enfrente, aproximadamente a un metro del suelo. Situado cerca de la puerta, pudo discernir algo que parecían letras dibujadas en la sangre que había seguido resbalando por la pared, lo que dificultaba la comprensión de aquellos signos.

No eran letras, eran números: ocho cifras. Estaba bastante segura de poder leer «92042576», aunque el nueve era borroso y podía ser un cuatro. El último número parecía ser un seis, pero no estaba segura, tal vez fuera un ocho. Se incorporó y retrocedió hacia la luz del día, que mostraba ahora todo su esplendor. Desde una ventana abierta del tercer piso, llegaba el llanto de un bebé; se estremeció al pensar que un niño tuviera que vivir en un barrio como aquel. En ese momento, un paquistaní con uniforme de trabajador del tranvía salió del edificio de ladrillo al patio y los miró un instante con cierta curiosidad hasta que recordó que tenía prisa y prosiguió ligero por el zaguán. El sol trepaba por las ventanas superiores de la vivienda y reflejaba ya su fuerza matinal. Los pequeños pájaros grises que todavía conseguían aguantar paupérrimas condiciones en el núcleo del centro urbano piaban cautamente desde un abedul moribundo que intentaba en vano estirarse hacia la luz del día.

—Joder, debe de ser un pedazo de crimen —dijo el joven policía, escupiendo en un intento de deshacerse del sabor a cloaca—. ¡Aquí ha habido movida gorda!

La idea parecía hacerlo feliz.

—Desde luego —contestó Hanne en voz baja—. Aquí pueden haber ocurrido cosas muy serias. Pero, de momento… —Se interrumpió y se giró hacia su colega—. De momento, no es ningún crimen. Para eso necesitamos una víctima, y no hemos encontrado el menor rastro de algo que pueda parecérsele. Como mucho, es vandalismo, pero…

De nuevo volvió a mirar por la puerta.

—Evidentemente, puede que aparezca algo. Llama a la Policía Científica, es mejor estar seguros.

Un escalofrío recorrió su cuerpo, provocado, no tanto por la brisa matinal como por lo que anunciaba el hallazgo. Se arropó con el abrigo y volvió a agradecer al desdentado por haberlos avisado, antes de caminar sola los trescientos metros de vuelta a la comisaría de Policía de Oslo. Cuando alcanzó la acera al otro lado de la calle, notó el calor de la luz del día. Los gritos mañaneros en urdu, panyabí y árabe la recibieron a la vuelta de la esquina. Un quiosquero estaba a punto de iniciar un nuevo y largo día de trabajo, sin tener en cuenta ni los horarios eclesiásticos ni las regulaciones de cierre, desplegando a lo largo de la acera todos sus artilugios y estantes. Le brindó su sonrisa franca y blanca, ofreciéndole una naranja y levantando las cejas a modo de pregunta. Hanne negó con la cabeza y le sonrió en agradecimiento. Un grupo de chavales, de unos catorce años, traqueteaba por la acera con sendos carritos azules repletos del diario
Aftenposten
. Dos mujeres con velo y con la mirada abatida se encaminaban aprisa hacia algún que otro destino y se cruzaron con aquella policía haciendo un gran arco, pues no estaban acostumbradas a ver una mujer blanca a esas horas de la mañana. Por lo demás, no había ni un alma. Con este tiempo, hasta el barrio de Tøyen mostraba un aspecto conciliador, casi se diría que tenía cierto encanto.

Sin duda, era el comienzo de un nuevo y hermoso día.

Lunes, 10 de mayo

—¿
Q
ué diablos hacías trabajando el fin de semana? ¿No te parece que ya tenemos bastante curro a diario?

El fiscal adjunto Sand hablaba desde la puerta. Sus vaqueros eran nuevos y, por una vez, llevaba chaqueta y corbata. La americana era algo grande y la corbata ligeramente ancha, aun así tenía buen aspecto. Salvo por el dobladillo del pantalón. Hanne no pudo contenerse, se puso en cuclillas delante de él y dobló con presteza los diez centímetros sobrantes hacia dentro, para dejarlos ocultos.

—No debes ir con el dobladillo hacia fuera. —Le sonrió complacientemente y se levantó. Le alisó la manga hacia abajo con un movimiento leve y cariñoso—. Así, ahora estás estupendo. ¿Tienes que acudir al juzgado?

—No —dijo el fiscal, que, a pesar del gesto lleno de confianza e intimidad, se sintió molesto, pues ella había evidenciado su mal gusto a la hora de vestirse. «Ya podía haberse callado», pensó, pero contestó otra cosa—. Luego, cuando acabe, tengo una cena de trabajo. Pero ¿por qué estabas aquí tú?

Una carpeta verde voló por los aires y aterrizó sobre la mesa.

—Acabo de recibir esto. Un caso extraño. No consta ningún informe acerca de personas o animales descuartizados en nuestro distrito.

—Me pedí un turno extra en la guardia —explicó ella, sin tocar la carpeta—. Allí abajo llevan una larga racha de bajas por enfermedad.

BOOK: Bienaventurados los sedientos
6.16Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

Conspiracies of Rome by Richard Blake
Until the End of the World (Book 1) by Fleming, Sarah Lyons
Burn Into Me by Leeson, Jillian
Blackfoot Affair by Malek, Doreen Owens
The Devil's Dwelling by Jean Avery Brown