Bienaventurados los sedientos (26 page)

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Authors: Anne Holt

Tags: #Policíaca

BOOK: Bienaventurados los sedientos
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—Ahora vamos a hablar —dijo, con la pistola austriaca en una mano y el cuchillo de cocina finés en la otra.

Aunque, en un principio, tenía pensado esperar otra media hora, se levantó y empezó a caminar. Esperar se había convertido en una pesadilla.

Tardó menos tiempo de lo previsto. Tras un minuto escaso a paso ligero, se incorporó a la calle que pasaba por delante de la casa del violador. Parecía deshabitada. Frenó la marcha, empezó a tiritar y se encaminó hacia la casa.

—Apaga las sirenas.

Se encontraban bastante más allá de su propio término municipal. Salomonsen era un conductor ducho. Incluso por esas carreteras secundarias con cruces cada veinte metros, conducía con velocidad y presteza, sin demasiados patinazos ni esfuerzo. La mujer le hizo un rápido relato de la situación y, a través de la radio, les llegó el permiso para el uso de armas.

Observó los dígitos luminosos del salpicadero, eran casi las dos.

—Pero no levantes el pie del acelerador —dijo Hanne.

—Realmente, ¿tienes idea de lo que has hecho?

El policía, atado en su propio salón, tenía una ligera sospecha. Había cometido una terrible equivocación, nunca tenía que haber ocurrido. Había metido la pata, hasta un punto insospechado. Le quedaba el consuelo de saber que nadie jamás se había vengado de esa manera.

Al menos, no en Noruega, pensó. Nunca en Noruega.

—Has destrozado a mi hija —bramó el hombre, que se sentó en el borde de la silla para acercarse—. ¡Has destrozado y violado a mi pequeña!

La punta del cuchillo rozó las partes íntimas del violador, que soltó un quejido, temeroso.

—Ahora tienes miedo —le susurró, jugueteando con el cuchillo alrededor de su ingle—. A lo mejor tienes tanto miedo como tuvo mi hija, pero eso no te importó mucho.

Ya no pudo reprimirse. Respiró hondo y exhaló un chillido estridente, capaz de despertar a los muertos.

Finn se abalanzó sobre él y movió el cuchillo de abajo hacia arriba, en un arco desde atrás que unió fuerza y velocidad. La punta alcanzó la horcajadura del hombre, se hundió hasta horadar los testículos, perforó la musculatura a la altura de la ingle y subió por la cavidad peritoneal, donde la punta se detuvo en una arteria principal.

El alarido cesó tan de repente como se inició. Se hizo un silencio escalofriante. El violador se desplomó del todo. La silla amenazaba con volcarse hacia delante, a pesar del peso del televisor encajado en el asiento.

Alguien subió corriendo por las escaleras. Finn se giró poco a poco cuando oyó los pasos, un tanto sorprendido por lo rápido que habían reaccionado los vecinos. Y entonces la vio.

Ninguno de los dos dijo nada. Kristine se arrojó de repente sobre él. Su padre, creyendo que lo iba a abrazar, abrió y extendió los brazos. Finn perdió el equilibrio. Ella le arañó el brazo intentando coger la pistola. El arma cayó al suelo. Kristine la atrapó antes de que él lograra levantarse.

Era mucho más corpulento que ella e infinitamente más fuerte. Sin embargo, no pudo evitar que el revólver se disparara en el momento en que la cogió del brazo firmemente, aunque no demasiado fuerte, para no lastimarla. El estallido hizo que se sobresaltaran. Del susto, ella soltó la pistola, y él soltó a su hija. Se quedaron durante unos segundos mirándose. Finalmente, Kristine empuñó el mango del cuchillo, que asomaba de la entrepierna del violador, como si fuera una suerte de extraño y pétreo pene de reserva. Al sacar el cuchillo, la sangre manó a borbotones.

Hanne y Audun se extrañaron de no ver a sus colegas de Asker y Bærum en el lugar que habían convenido. La calle dormía en la oscuridad y el silencio de la noche, sin las esperadas luces azules. El coche se detuvo en seco delante del adosado. Cuando subían corriendo hacia la entrada, oyeron las sirenas de la Policía a pocas manzanas de distancia.

La puerta había sido forzada y estaba abierta de par en par. Llegaban demasiado tarde.

Cuando Hanne subió las escaleras, se topó con una imagen que supo que la perseguiría para siempre.

Atado a una silla, con los brazos hacia atrás, las piernas muy separadas y el mentón pegado al pecho, colgaba su colega Olaf Frydenberg. Estaba casi desnudo y parecía una rana. Del bajo vientre manaba un riachuelo de sangre que desembocaba en un creciente charco entre sus piernas. Antes de comprobarlo, supo que estaba muerto.

Aun así, siguió apuntando, aferrando la pistola con las dos manos. Señaló una esquina de la sala de estar y mandó a Kristine y a su padre alejarse de la víctima. Acataron la orden ipso facto, mirando al suelo como dos niños obedientes.

No halló el pulso de la víctima. Levantó el párpado y el globo ocular la observó fijamente, con una mirada muerta y vacía. Desató las cuerdas alrededor de las muñecas y de los tobillos.

—Vamos a intentar reanimarlo —dijo, obstinada, a su colega—. Ve por el equipo de primeros auxilios.

—Yo lo hice —irrumpió Finn de repente, desde su esquina del salón.

—¡Fui yo! —La voz de Kristine resonó como furiosa.

—¡Miente! ¡Fui yo!

Hanne se giró para escrutarlos mejor. No sintió enfado, ni siquiera decepción; solo una inmensa y abrumadora tristeza.

Tenían la misma expresión que el primer día, cuando ambos se sentaron en su despacho. Era un aire de impotencia y aflicción que, ahora también, parecía más acentuada en el gigantón que en su hija.

Kristine seguía sosteniendo el cuchillo en la mano; su padre, la pistola.

—Dejad las armas —les pidió con cierta amabilidad—. ¡Allí!

Señaló una mesa de cristal junto a la ventana. Acto seguido, Salomonsen y ella intentaron reanimar a aquel hombre que yacía en la silla. Fue inútil.

Jueves, 10 de junio

E
l tiempo volvía a ser normal. Por fin. Una nubosidad ligera y propia de la época cubría parte del cielo de Oslo y la temperatura rondaba los quince grados habituales del mes de junio. Todo estaba en su sitio y la población se alegraba de que los daños provocados por el temporal no fueran tan cuantiosos como habían temido el día anterior.

Hanne permanecía sentada en el comedor de la jefatura de la calle Grønland. Estaba más pálida que todos los demás. Sentía náuseas. Había perdido dos noches de sueño en cuatro días. Pronto regresaría a casa. El jefe de sección exigió que se mantuviera lejos hasta pasado el fin de semana, como poco. Además le pidió que solicitara el puesto de inspectora, algo que, decididamente, no pensaba hacer. Al menos aquel día. Quería irse a casa.

Håkon, en cambio, se mostró inusualmente satisfecho. Estaba inmerso en sus pensamientos y sonreía, pero salió de su ensimismamiento cuando se percató de que Hanne estaba más cerca de un desplome físico de lo que jamás había visto.

El comedor estaba situado en la séptima planta y gozaba de unas vistas increíbles. En la parte más remota del fiordo de Oslo, un transbordador danés se aproximaba al muelle, repleto de pensionistas con el equipaje clandestinamente lleno de embutido danés y jamón cocido barato. El césped del exterior de la casa arqueada ya no estaba tan atiborrado de gente, solo algún que otro optimista que vigilaba el cielo, esperando a que retornara pronto el sol.

—Un día tenía que ser el primero —dijo Hanne, frotándose los ojos—. Fallando como lo estamos haciendo, era solo una cuestión de tiempo antes de que alguien se tomara la justicia por su mano. Lo jodido es que… —Sacudió la cabeza—. Lo jodido es que los entiendo.

Håkon la observó con más detenimiento. El pelo estaba sin lavar, los ojos seguían siendo azules, pero el círculo negro alrededor del iris parecía haber crecido, como si hubiera comido terreno a la pupila. Tenía la cara hinchada y el labio inferior estaba reventado en el centro, donde un hilito de sangre coagulada partía el labio en dos.

Con los ojos entreabiertos para protegerse de la blanca luz de junio, siguió el barco danés. Había tantas preguntas sin respuestas… Ojalá hubiese llegado a la casa de Bærum solo cinco minutos antes. Cinco minutos, nada más.

—Por ejemplo, ¿de dónde sacó toda esa sangre?

Håkon alzó los hombros desinteresadamente.

—Estoy absorto en otra cosa muy distinta —contestó, clavándole una mirada taimada y expectante, con la esperanza de que la subinspectora le preguntara en qué.

Pero Hanne estaba sumida en sus propios pensamientos y el buque danés empezaba a tener problemas con una pequeña embarcación que parecía insistir en que tenía prioridad en el paso. Lo cierto es que no oyó lo que dijo.

—Seguramente saldrán libres —soltó, elevando el tono y con una pizca de amargura por la falta de interés de Hanne—. ¡Es muy probable que no podamos presentar una acusación contra ninguno de los dos!

Dio resultado. Hanne dejó que el transbordador danés se las arreglara solo y se giró hacia él. La mirada denotaba escepticismo.

—¿Qué has dicho? ¿Que van a salir libres?

Kristine y su padre estaban bajo arresto, habían asesinado a una persona. Ninguno de los dos había intentado librarse de su responsabilidad. Incluso insistían en ello. Además los habían pillado in fraganti, solo cinco minutos después del crimen.

Por supuesto que no saldrían de esa. Hanne bostezó. Håkon, que había dormido bien y profundamente en su propia cama durante ocho horas y, por consiguiente, había tenido tiempo y fuerzas para repasar el caso, y que, además, lo había discutido con varios colegas esa mañana temprano, estaba en plena forma.

—Los dos afirman haberlo hecho solos —dijo, y tomó un trago del agrio café del comedor—. Los dos se autoinculpan, cada uno por su lado. Niegan rotundamente haberlo hecho juntos. Por lo que sabemos hasta ahora, parece que esto último es cierto. Llegaron en sendos coches y aparcaron en lugares distintos. Además, Kristine intentó crear una coartada.

Sonreía pensando en el chaval, llamado a declarar en un estado que Håkon esperaba no experimentar nunca. El estudiante había vomitado dos veces durante la primera media hora del interrogatorio.

—Pero ¡no entiendo dónde está el problema, Håkon! No existe la menor duda de que uno de los dos lo hizo y que al otro se le puede culpar de complicidad, ¿no?

—Pues el hecho es que no. Ambos aportan historias que son perfectamente compatibles con los datos de los que disponemos. Ambos afirman haber matado al hombre y que el otro llegó justo después. Según las declaraciones provisionales, las huellas de los dos aparecerán tanto en el cuchillo como en la pistola. Ambos tienen un móvil y ambos han tenido la posibilidad de perpetrarlo. Los dos presentan marcas en la mano derecha, como si hubieran apretado el gatillo. ¿Quién disparó al techo y quién disparó al hombre? No se ponen de acuerdo. Entonces, mi querida subinspectora…

Sonrió, y ella no tuvo fuerzas para reprenderlo.

—Entonces tenemos un problema bastante clásico. Para poder juzgar y condenar, debe poder probarse, más allá de una duda razonable, quien fue el que perpetró el crimen. ¡El cincuenta por ciento no es suficiente! ¡Genial!

Abrió los brazos de par en par y se rio a carcajadas. La gente los miraba, pero le daba igual. En vez de eso, se levantó y colocó la silla junto a la mesa. Se quedó de pie y se inclinó, apoyándose en la mesa con las manos en el respaldo de la silla.

—Es demasiado pronto para sacar conclusiones definitivas, quedan todavía muchas pesquisas por realizar. Pero, si no me equivoco, ¡la mujer de bronce de mi despacho estará ahora mismo descojonada de risa! —El fiscal adjunto de la Policía dibujó él mismo una sonrisa de oreja a oreja—. Ah, y otra cosa más. —Miró tímidamente a la mesa y Hanne apreció un ligero rubor en su rostro—. La cena de mañana…

Hanne lo había olvidado por completo.

—Por desgracia, tengo que declinar la invitación —dijo él.

El día estaba lleno de sorpresas.

—No importa —le contestó con inesperada rapidez—. Lo dejamos para más adelante, ¿vale?

Él asintió, pero no parecía querer irse.

—Voy a ser padre —soltó finalmente; tenía las orejas ardiendo—. ¡Voy a ser padre estas Navidades! Karen y yo lo vamos a festejar este fin de semana, nos vamos de viaje. Siento que…

—¡Ningún problema, Håkon! ¡En absoluto! ¡Felicidades!

Lo abrazó y permanecieron así un buen rato.

¡Vaya día!

Cuando llegó a su despacho, descolgó el teléfono sin vacilar. Sin pensárselo mucho, marcó un número interno.

—¿Estás ocupado mañana, Billy T.?

—Tengo a los chicos conmigo este fin de semana, iré a buscarlos a las cinco. ¿Por qué me lo preguntas?

—¿Quieres traértelos y venir a comer a mi casa y a la de…?

¡Vaya por Dios!, no conseguía pronunciar su nombre. Él la sacó del apuro.

—Son tres, y tienen tres, cuatro y cinco años —advirtió.

—Eso no es ningún problema. Ven a las seis.

Llamó a Cecilie a su trabajo y la avisó de que era mejor modificar el menú. Tenían que ser espaguetis y había que comprar muchos refrescos.

La sensación que la embargó al colgar el teléfono la trastornó casi más que todo lo acontecido durante los dos últimos y dramáticos días.

¡Estaba ilusionada!

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