La mujer no intentó siquiera liberarse, solo permaneció inmóvil con el rostro hacia arriba y la mirada perdida y vacía. Los brazos colgaban laxos junto al cuerpo y el agua goteaba del impermeable rojo como un tictac.
—Estarás muerta de sueño, yo también. —No soltó el rostro de la refugiada—. Te puedo asegurar otra cosa más. No importa si…
En ese momento, le soltó la cara. Con la misma mano, se frotó los ojos y notó unas casi incontrolables ganas de llorar, no porque estuviera triste, sino porque estaba molida y convencida de que era demasiado tarde. Y porque iba a decir algo que nunca había dicho antes. Algo que había estado planeando sobre sus cabezas, como una posibilidad aplastante desde que habían descubierto la relación con los NCE ensangrentados. Pero nadie lo había dicho en voz alta.
—Aunque el hombre sea un policía, no debes temer nada de nada. Te lo prometo, no tienes ninguna razón para tener miedo.
Era medianoche y Hanne era todo lo que tenía. Estaba a punto de desplomarse y tenía hambre. Había estado tanto tiempo presa del miedo que se vio obligada a elegir. Era como si de repente se despertara un poco. Bajó la vista y observó el impermeable calado y el charco de agua en el suelo. Luego sus ojos recorrieron velozmente todo el cuarto, sorprendida, como si no supiera dónde se encontraba. Se quitó el chubasquero y se sentó con cautela en el borde de una silla.
—Él dijo que yo tengo que acostarme con él; si no, no me puedo quedar en Noruega.
—¿Quién? —preguntó Hanne en voz baja.
—Es muy difícil, no conocer nadie…
—¿Quién? —volvió a preguntar la subinspectora.
Sonó el teléfono. Hanne lo cogió con vehemencia y ladró un «diga».
—Aquí Erik.
El oficial no dudó en obedecer cuando Hanne le ordenó que fuera a su despacho. Una noche con Wilhelmsen era una noche con Hanne Wilhelmsen, daba igual dónde.
—Dos cosas: tenemos las matrículas, el hombre acabó abriendo la puerta. Además, en la casa de Finn Håverstad no hay nadie, al menos no contestan a todas las llamadas que hacen los chicos.
Lo sabía. Podía convencerse de que tal vez aquel hombre hubiera seguido su consejo de llevarse a su hija de vacaciones, pero sabía que no era el caso.
—Dame ahora mismo los nombres de los propietarios de los vehículos. Compáralos con… —Se paró en seco y fijó la mirada en una gota de agua de tamaño considerable que se estrelló y reventó contra la parte superior de la ventana. Cuando el líquido hubo resbalado hasta la mitad del cristal, siguió hablando—: Compara los nombres con gente de esta casa; empieza por la Brigada de Extranjería.
Erik no vaciló ni un segundo después de colgar. Hanne se giró hacia su testigo y descubrió que la frágil mujer lloraba en silencio, desesperada. No era buena ofreciendo consuelo a la gente. Claro que podía decirle lo afortunada que era por no haberse encontrado en casa el sábado 29 de mayo. También podía informarla de que, en caso de haber estado, estaría ahora sepultada bajo tierra en algún lugar de la región de Oslo y con el cuello rajado. No iba a ser un buen consuelo, pensó para sí, y, en vez de eso, dijo:
—Te voy a prometer varias cosas esta noche. Te juro que podrás quedarte aquí, en este país. Me encargaré de ello personalmente, incluso aunque no decidas contarme quién es ese hombre. Pero me sería muy útil si…
—Se llama Frydenberg. No sé el otro nombre.
Hanne se precipitó hacia la puerta.
Había llegado la hora de actuar. Se sentía ligero, eufórico y casi contento. Las luces que emanaban del quinto adosado llevaban más de hora y media apagadas. La tormenta fue orientando su furia hacia el este y llegaría presumiblemente a Suecia antes del amanecer.
Se detuvo a escuchar en la puerta de entrada; era innecesario, pero lo hizo como medida de precaución. Sacó una palanca de acero de uno de los bolsillos de la amplia trinchera. Estaba mojada, pero la empuñadura de goma permitió asirla con firmeza y seguridad. Tardó muy pocos segundos en forzar la puerta. «Pasmosamente simple», pensó. Apoyó la mano con suavidad contra la hoja de la puerta y esta cedió.
Entró en la casa.
Los ojos recorrieron el folio hacia abajo, siguiendo sus indicaciones. ¡Ahí!
Olaf Frydenberg, propietario de un VW Passat, con un número de matrícula observado por un tío estrambótico en un tramo de calle donde Kristine Håverstad fue violada hacía un siglo. Subinspector adjunto en la Jefatura de Policía de Oslo, Brigada de Extranjería y Documentación. Llevaba allí cuatro meses; antes había estado vinculado a la comisaría de Asker y Bærum. Domicilio: Bærum.
—¡Cuernos! —dijo Hanne—. ¡Cuernos, cuernos! Bærum.
Se giró como una centella hacia Erik.
—Llama a Asker y Bærum, mándalos a la dirección y diles que vayan armados. Avísalos de que nosotros también vamos y, por el amor de Dios, pide autorización.
Siempre se montaban unos grandes líos entre policías cuando se pisaban sus parcelas los unos a los otros. Pero ni diez fiscales iban a frenar a Hanne.
Abajo, un joven fiscal adjunto que, por si fuera poco, cumplía con su primera guardia, mostró un notorio desconcierto. Afortunadamente, se fue calmando y, sin percatarse, fue manipulado por un ponderado jefe de servicio, con academia de policía y veinte años de experiencia a sus espaldas. Hanne obtuvo su coche patrulla y un oficial uniformado de acompañante. El jefe de servicio le aseguró, por lo bajo, que se encargaría de los permisos de armas antes de que llegaran al lugar de destino.
—¿Sirenas? —preguntó el oficial de policía Audun Salomonsen.
Se sentó en el asiento del conductor sin preguntar. A Hanne no le importó.
—Sí —dijo, sin pensárselo—. Al menos, de momento.
El dormitorio estaba situado donde suele ser habitual, es decir, no en la misma planta que el salón. La entrada y el vestíbulo se encontraban en la misma planta que dos dormitorios, un baño y algo que aparentaba ser un trastero. Una escalera de pino conducía a la segunda planta, donde debían de estar el salón y la cocina.
Por alguna razón, se quitó el calzado, un gesto de consideración. Pensó que demasiado considerado, y decidió calzarse de nuevo las botas sucias. Pero estaban empapados, así que se quedaron allí.
Tuvo problemas para cerrar la puerta de entrada adecuadamente. Al forzarla, había estropeado el marco, de modo que ya no encajaba la hoja. Con mucho sigilo y sin hacer ruido, empotró la puerta de la mejor forma posible. Con aquel viento, era difícil saber cuánto tiempo iba a durar.
Los dos dormitorios estaban cerrados. Innegablemente, elegir la puerta correcta era de vital importancia. El hombre podía tener el sueño ligero.
Finn trató de deducir cuál de los dos dormitorios era el principal, teniendo en cuenta el emplazamiento de las puertas y lo que pudo imaginarse viendo la casa desde fuera. Acertó.
Una cama de matrimonio de gran tamaño, estaba hecha solo a un lado. Al otro, el edredón estaba escrupulosamente doblado tres veces, y yacía de través como una grandísima almohada. Cerca de la puerta, yacía una persona. Era imposible distinguirla, debido a que el edredón le tapaba la cabeza, excepto una parte del pelo. Era de color rubio. Cerró la puerta detrás de sí con suavidad, sacó el revólver reglamentario, lo cargó y se acercó a la cama.
Con movimientos particularmente pausados, como en una película a cámara lenta, dirigió el cañón de la pistola hacia la cabeza en la cama. De repente apretó el arma con fuerza contra algo que debía de ser la sien. Logró su efecto. El hombre se despertó e intentó incorporarse.
—¡Quédate quieto! —restalló la voz de Finn.
Era difícil saber si el tipo se volvió a echar como reacción a la orden recibida o por el hecho de que había descubierto la presencia de la pistola. En cualquier caso, ahora estaba despierto como la aurora.
—¿Qué coño pasa? —dijo, intentando parecer muy enojado.
No logró su objetivo. El pánico se adueñó de su rostro. Parpadeaba y las fosas nasales se hincharon al compás de la pesada y violenta respiración.
—Quédate inmóvil y escúchame —dijo Håverstad, con una serenidad que le sorprendió—. No te voy a hacer daño, al menos no mucho. Solo vamos a mantener una pequeña charla, tú y yo. Pero juro por la vida de mi hija que si alzas aunque solo sea un poco la voz, te pego un tiro.
El hombre de la cama fijó la mirada en el arma y luego en el asaltante. Algo en su cara le resultaba familiar, a pesar de que estaba completamente seguro de que nunca antes había visto a ese tío. Algo en los ojos.
—¿Qué coño quieres? —intentó de nuevo.
—Quiero hablar contigo. Levántate y mantén los brazos en alto. Todo el tiempo.
El hombre intentó incorporarse de nuevo, pero era difícil. La cama era baja y le habían ordenado no utilizar las manos. Finalmente, consiguió ponerse de pie.
Finn medía diez centímetros más que su víctima. Le daba la ventaja que necesitaba, ahora que el violador estaba de pie y parecía bastante menos indefenso que cuando yacía en la cama. Tenía puesto un pijama de algún tipo de algodón, sin solapa ni botones. La parte de arriba era un jersey con cuello de pico. Parecía un chándal, estaba descolorido y le quedaba un poco pequeño. El dentista dio un paso hacia atrás cuando reparó en el cuerpo musculoso debajo de la tela.
Esa leve muestra de inseguridad fue todo lo que necesitó. El violador se abalanzó sobre Håverstad y ambos se estrellaron contra la pared, situada un metro detrás. Eso decidió la pelea. Finn logró apoyarse en la pared, mientras el otro perdía el equilibrio y caía sobre una rodilla. Inmediatamente, intentó erguirse, pero fue demasiado tarde. La culata del revólver le dio encima de la oreja y se derrumbó. El dolor era intenso, pero no se desmayó. Håverstad aprovechó la ocasión para empujar al hombre arrodillado hacia la cama, donde quedó sentado de espaldas al somier de muelles, frotándose la cabeza mientras se quejaba. Pasó por encima de sus piernas sin dejar de apuntarle y cogió la almohada que se apoyaba contra los barrotes del cabecero. Antes de que pudiera reaccionar, le había atrapado el brazo, lo había tumbado contra el colchón y le había tapado con la almohada. Luego hundió la pistola en el plumón y disparó.
La detonación sonó hueca, como un leve descorche de botella. Ambos se sorprendieron. Håverstad por lo que acababa de hacer y por el escaso ruido, el otro por no sentir dolor. Pero llegó. Estaba a punto de gritar cuando la visión del cañón delante de sus narices le obligó a apretar los dientes. Contrajo el brazo contra su pecho y gimió. Chorreaba sangre.
—Ahora comprendes lo que quiero decir —susurró Håverstad.
—Soy policía —gimoteó el otro.
¿Policía? Aquella máquina destructora, inhumana y abyecta ¿era policía? Håverstad reflexionó un instante sobre qué hacer con esa información, pero la ignoró. Daba igual, nada importaba, se sentía más fuerte que nunca.
—Levántate —ordenó de nuevo.
Esta vez el policía no hizo ademán de pretender nada. Los quejidos eran débiles pero persistentes, y acató la orden de subir por las escaleras hasta la segunda planta. Håverstad procuraba caminar varios metros detrás, temiendo que el otro se tirara de espaldas.
La sala de estar estaba a oscuras y las cortinas echadas. Solo un reflejo proveniente de la cocina, la luz situada encima del horno, permitía ver algo. Håverstad le indicó que se detuviera a un lado de la escalera y encendió una lámpara de aplique que colgaba de la pared situada frente a la entrada de la cocina. Miró a su alrededor y le señaló una silla. El policía pensó que tenía que sentarse, pero fue interrumpido en su movimiento.
—¡Colócate de espaldas al dorso de la silla!
Tenía serias dificultades para mantenerse erguido. La sangre seguía brotando alegremente del brazo y su rostro empezaba a palidecer; incluso en la tenue luz del pasillo, Håverstad observó el terror en sus ojos y el sudor en la frente despejada, y eso le proporcionó un bienestar inenarrable.
—Me estoy desangrando —se quejó el policía.
—No te estás desangrando.
Era muy complicado atarlo de brazos y de piernas con una sola mano. Hubo momentos en que tuvo que usar las dos, pero sin soltar nunca el arma, que apuntaba siempre hacia el hombre. Afortunadamente, había previsto dicho problema y se había traído cuatro trozos de cuerda, cortados de antemano. Por fin, consiguió atarlo. Las piernas abiertas estaban atadas a sendas patas traseras de la silla. Tenía los brazos apresados detrás, donde acaban los reposabrazos y empezaba el respaldo. La silla no pesaba mucho y el hombre sufría por mantener el equilibrio. La postura vertical y ligeramente inclinada hacia delante hacía que pudiera caerse de bruces en cualquier momento. Håverstad cogió un televisor de gran tamaño, que descansaba encima de una pequeña vitrina con ruedas, arrancó los cables y se sirvió de él para asegurarse de que el hombre no cayera.
Entró en la cocina y empezó a abrir unos cuantos cajones. Al tercer intento, encontró lo que buscaba. Un cuchillo grande de trinchar, de fabricación finlandesa. Dejó correr el pulgar por el filo y regresó al salón.
El hombre se había desplomado y colgaba como una marioneta muerta. Las cuerdas impedían que se cayera al suelo y se había quedado sentado en una posición absurda, casi cómica; las piernas separadas, las rodillas flexionadas y los brazos flexionados. Håverstad acercó una silla y se sentó frente a él.
—¿Te acuerdas de lo que hiciste el 29 de mayo?
El hombre mostraba una manifiesta ignorancia.
—¿Por la noche? ¿El sábado, hace una semana?
El policía descifró lo que le había parecido reconocer en el hombre. Los ojos. «La tía de Homansbyen.»
Hasta ese momento, había pasado mucho miedo, temía por la herida de su brazo, y tenía miedo de ese tío grotesco que hallaba un placer perverso en torturarlo. Pero no pensaba que iba a morir. Hasta entonces.
—Tranquilo —dijo Håverstad—. Todavía no te voy a matar, solo vamos a hablar un poco, tú y yo.
Se levantó y lo agarró por el jersey. Metió el cuchillo debajo de la prenda y rajó el pijama de dentro hacia fuera, con lo que convirtió el jersey en una suerte de chaqueta. Un harapo de chaqueta. A continuación, atrapó el pantalón con una mano y con la otra seccionó la goma. La parte de abajo del pijama cayó y se detuvo a la altura de medio muslo, debido a la abertura de las piernas. El hombre estaba desnudo e indefenso.
Finn volvió a sentarse en la silla.