Bienaventurados los sedientos (20 page)

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Authors: Anne Holt

Tags: #Policíaca

BOOK: Bienaventurados los sedientos
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—Sí, toda esa información está incluida en los interrogatorios policiales.

Hanne lo sabía perfectamente. Esa misma mañana, había estado repasando durante una hora los interrogatorios de las cuatro mujeres.

—¿Son muchas las mujeres que llegan solas?

—Algunas. Otras se traen a la familia, y otras ya tienen a familiares viviendo aquí.

—Y algunas se esfuman, he oído.

—¿Se esfuman?

—Sí, desaparecen del sistema sin que nadie conozca su paradero.

—Ah, vale, ese tipo de desaparición… Sí, ocurre.

—¿Y qué hacen con esos casos?

—Nada.

Billy T. levantó su masa corpulenta del alféizar. Tenía el trasero congelado, tras permanecer sentado durante veinte minutos encima del desgastado aparato de aire acondicionado. Se movió lentamente rodeando a Hanne y se quedó de pie, apoyando el brazo en una estantería esmaltada y mirando al testigo.

—Ahora vamos a ir directos al grano, Iversen —dijo—. ¿Dónde suele estar usted los fines de semana?

El hombre no contestó. La picazón se hizo tangible.

—Basta ya con eso —ordenó Hanne, irritada.

Cato Iversen estaba al borde de un ataque de pánico, aunque no lo exteriorizaba. Los policías lo analizaban minuciosamente, pero seguían sin apreciar más que una ligera zozobra. Iversen ignoraba lo que tenía que decir, por lo cual optó por contar la verdad.

—Conduzco un tráiler —susurró.

Billy T. y Hanne se miraron con sendas sonrisas.

—Conduce un tráiler —repitió Hanne muy despacio.

—¿Condujo el tráiler el sábado 29 de mayo? ¿Y el 30 de mayo?

«Al diablo con todo, lo habían pillado. Todo lo demás había sido solo una mera fachada.» A pesar del ataque directo de la mujer policía, siguió rascándose la mano enloquecidamente. Empezaba a dolerle, así que lo dejó.

—Quiero hablar con un abogado —exclamó de repente—. No diré nada más hasta haber hablado con un abogado.

—Pero, bueno, querido Iversen —dijo Billy T., suave como la seda, poniéndose en cuclillas delante de él—. Si no se le acusa de nada en absoluto.

—Pero soy sospechoso de algo —contestó Iversen, que tenía los ojos vidriosos—. Tengo derecho a un abogado.

Hanne se inclinó sobre su mesa y apagó la grabadora.

—Iversen, dejemos muy clara una cosa: lo interrogamos en su condición de testigo, es decir, que no es ni sospechoso ni inculpado. Ergo no tiene derecho a un abogado. Ergo puede irse cuando quiera de esta habitación y abandonar el edificio cuando le plazca. En caso de que, aun así, decida hablar primero con un abogado y luego charlar un poco más con nosotros, está en su derecho.

Cogió el teléfono y lo colocó delante del hombre, agarró el listín telefónico y lo soltó encima de la mesa al lado del aparato.

—Aquí tiene —dijo invitándolo a usarlos. Echó un vistazo a su alrededor para asegurarse de no dejar nada que él no pudiera ver, agarró unas cuantas carpetas y se llevó a Billy T. Se detuvo en la puerta—. Estaremos de vuelta dentro de diez minutos —dijo.

Tardaron algo más. Estaban sentados en la sala de emergencias, con sendos vasos del brebaje matutino elaborado por Hanne. El hielo se había derretido, el azúcar había caído al fondo de la jarra casi vacía y los taninos hacían que la bebida no fuera tan refrescante como unas horas atrás.

—Ahora ya lo rematas tú solita —dijo Billy T.—. La verdad es que no tuve que abrir mucho el pico.

—Bueno, con ese aspecto asustas a cualquiera, y eso basta para hacer cantar al más inocente y que confiese lo que sea —bromeó Hanne, y vació el vaso—. Además, no sé si lo podemos inculpar.

—De lo que no hay duda es de que si está temblando es por alguna razón —dijo Billy T.—. Y, además, estoy muerto de sueño. Y seguro que tú también —añadió, intentando cruzar su mirada con la de ella.

Hanne no contestó, solo levantó el vaso vacío en un brindis vacuo cuando él salió del cuarto. Entonces Erik entró como un remolino.

—La encontré —jadeó—. ¡De hecho, estaba caminando hacia aquí! Me topé con ella en la puerta. ¿Para qué la querías?

No necesitó más de hora y media para montar una rueda de reconocimiento. Fue sorprendente comprobar la cantidad de rubios de espaldas anchas y de poco pelo en el flequillo que pertenecían al cuerpo. Cinco de ellos se encontraban ahora colocados en fila junto a Cato Iversen en la sala de reconocimiento. Al otro lado del cristal separador se hallaba Kristine Håverstad, mordiéndose las uñas.

No había acudido a la jefatura para eso. Se topó con el oficial pecoso en el momento de entrar, tras haberlo meditado mucho tiempo. Estuvo a punto de cambiar de parecer cuando él apareció y, radiante de júbilo, se la llevó consigo. Afortunadamente, no tuvo que abrir la boca.

Hanne parecía mucho más cansada que la semana anterior. Los ojos estaban más apagados, la boca más tirante y los labios cortados. Hacía una semana, Kristine había reparado en su belleza, le parecía muy guapa. Sin embargo, ahora era una mujer normal y sin maquillar, con rasgos bellos. Tampoco mostró el mismo fervor desmesurado, aunque fue en todo momento amigable y atenta.

Los seis hombres entraron en fila india, como un grupo de ocas bien alimentadas. Cuando el primero alcanzó el extremo de la habitación, todos se giraron y fijaron la mirada ciega en el cristal. Kristine era consciente de que no podían verla.

No estaba allí. Todos se parecían un poco, pero ninguno de ellos era el hombre que se había abalanzado sobre ella. Notaba que las lágrimas intentaban brotar. Ojalá fuera uno de ellos, así estaría a salvo de su padre. Ella podría intentar rehacer su vida y no tendría que avisar a la Policía de que su propio padre planeaba matar. La vida se presentaría de una forma tan infinitamente distinta si fuera uno de ellos… Pero no era el caso.

—Tal vez el número dos —salió de sopetón de su boca.

¿Qué estaba haciendo? Para nada era el número dos. Pero si conseguía que la Policía retuviera a uno de ellos, podría ganar tiempo. Tiempo para pensar, para trabajarse a su padre. Solo un par de días, quizás; en cualquier caso, menos daba una piedra.

—¿O el número tres?

Echó una mirada interrogante a Hanne, que seguía como una efigie mirando de frente.

—Sí —decidió finalmente—. El número dos o el tres, pero no estoy muy segura.

Hanne agradeció su colaboración, la acompañó hasta la salida y estaba tan decepcionada que se le olvidó preguntar a Kristine el motivo de su visita. Tampoco tenía mucha importancia. Kristine se colgó el bolso de su hombro enclenque y abandonó la jefatura con la conciencia tranquila por no haber delatado a su padre.

El número dos de la rueda era el apoderado Fredrik Andersen, de la Oficina de Ujieres, y el número tres era el oficial de primera Eirik Langbråtan, un tipo simpático que trabajaba en la Guardia de la Brigada Criminal. Cato Iversen, el número seis de la fila, recibió un apretón de manos, una disculpa no muy sincera y la autorización para marcharse.

Una vez en la calle Grønland y fuera del alcance de cualquiera que estuviese oteando desde la casa grande y arqueada, entró en Lompa y pidió dos pintas de cerveza. Se sentó a una mesa en la esquina más recóndita del local y se encendió un cigarrillo con las manos temblorosas.

La madrugada del 30 de mayo había viajado en el transbordador que navegaba desde Dinamarca hasta Noruega con una carga de alcohol de contrabando escondida en el tráiler. Jamás volvería a hacerlo.

Había malgastado un día entero en la pista falsa; era, cuando menos, desesperante. Pero eso no iba a obsesionarle.

El inspector Hans Olav Kaldbakken entró en el despacho de Hanne para recibir su
briefing
cotidiano. No tenía muy buen aspecto. Se sentó en la silla con movimientos lentos y rígidos y se encendió un pitillo. El vigésimo del día, y todavía no eran ni las tres y media.

—¿Qué, avanzamos algo, Wilhelmsen? —preguntó, ronco—. ¿Tenemos algo más sólido que ese… Cato Iversen? Porque ese no tiene nada que ver, ¿verdad?

—No, no es él —dijo Hanne, masajeándose las sienes.

Había sido un fiasco, y ya desde un principio pendía de un hilo. Iversen estaba casi seguro metido en chanchullos, pero tendrían tiempo más adelante de darle caza. Estaba convencida de que Kristine, en cuanto viera a su agresor, lo reconocería. No acababa de entender el motivo que llevó a la joven a señalar a dos personas que obviamente no le habían hecho nada. Tal vez fuera un fuerte deseo inconsciente de darles algo. Era un hecho llamativo, pero ya tendría tiempo de pensar en ello.

—Nos acercamos al sábado —dijo Kaldbakken, apesadumbrado—. Nos acercamos peligrosamente al sábado.

Hablaba con un dialecto curioso; además se tragaba las palabras antes de acabar de pronunciarlas. Pero Hanne había tenido el mismo jefe durante muchos años, así que entendía sin problemas lo que decía.

—Es cierto, Kaldbakken. Nos acercamos al sábado.

—¿Sabes? —le dijo él, inclinándose hacia ella en un ataque inaudito de confidencialidad—, lo que más odio son las violaciones. Sencillamente, no puedo con eso, y he sido policía durante treinta años. —Se distrajo por un momento pero enseguida recuperó el hilo—. Treinta y tres años, para ser exacto. Empecé en 1960, lo cual no significa que sea un hombre mayor. —Sonrió con el ceño fruncido y tosió con fuerza—. 1960. Qué tiempos aquellos, era estupendo ser policía en aquella época, y nos pagaban bien, más que a los obreros industriales, bastante más. La gente nos respetaba en aquellos años. Gerhardsen era todavía primer ministro y la gente navegaba con el mismo rumbo.

El humo formaba densas capas en la habitación. El hombre liaba sus cigarrillos y escupía tabaco entre murmullos apagados.

—En aquel entonces teníamos dos o tres violaciones al año, menudo revuelo. Pero siempre pillábamos al hijo de puta. La mayoría de los que trabajaban aquí eran hombres. Las violaciones era lo que más odiábamos, todos, y no nos rendíamos hasta cogerlos.

Aquello era nuevo para Hanne. Había trabajado con el inspector Kaldbakken durante siete años y nunca habían hablado de algo que fuera más íntimo que una gastroenteritis. Por alguna razón, le pareció una mala señal.

Kaldbakken respiraba con dificultad y ella oía ruidos de gorgoteo en sus extenuados bronquios.

—Pero, por lo general, ha sido estupendo estar en la Policía —dijo, con la mirada soñadora y perdida en la habitación—. Cuando te acuestas por la noche, sabes que eres uno de los chicos buenos. Y de las chicas buenas —añadió, con una sonrisa prudente—. Da sentido a la vida, al menos hasta ahora. Después de esta primavera, ya no sé qué pensar.

Hanne lo comprendía muy bien; era cierto, aquel era un año horroroso, para olvidar. En su caso, le iban relativamente bien las cosas. Tenía treinta y cuatro años; apenas era una recién nacida cuando Kaldbakken, muy tieso, con su uniforme tan bien planchado, patrullaba las calles tranquilas de Oslo. A ella le quedaba un buen trecho del camino por recorrer; a Kaldbakken no. Empezó a cavilar sobre la edad de su jefe. Aparentaba tener más de sesenta…, pero no, debía de ser más joven.

—No tengo fuerzas para más, Hanne —farfulló.

Le asustaba que la llamara por su nombre de pila. Hasta la fecha, para él no había sido más que Wilhelmsen.

—Eso son tonterías, Kaldbakken… —intentó replicar, pero se calló cuando él la paró con un movimiento de mano.

—Sé cuando ha llegado la hora de dejarlo. Yo…

Un tremendo y terrible ataque de tos se apoderó de él; duró mucho, de un modo inquietante, mucho. Finalmente, Hanne se levantó con timidez y puso la mano sobre su hombro.

—¿Puedo ayudarlo? ¿Quiere un vaso de agua o algo?

Cuando él se echó hacia atrás en la silla, jadeando en busca de aire, se asustó seriamente. La cara de su jefe era de color gris pálido y estaba empapada de sudor. Se tumbó a un lado jadeando y cayó al suelo como un saco. Al caer, crujió de un modo repulsivo.

Hanne pasó por encima del cuerpo encogido, logró volcarlo de espaldas y pidió auxilio.

A los dos segundos nadie había respondido a su llamada, así que abrió la puerta de una patada y gritó de nuevo.

—¡Que alguien llame a una ambulancia, leches! ¡Llamad a un médico!

Acto seguido, intentó reanimar a su viejo y consumido jefe practicándole el boca a boca. Dos respiraciones y a continuación un masaje cardiaco. Dos respiraciones y otro masaje cardiaco. La caja torácica del hombre crujía; se había roto un par de costillas.

Erik se presentó en la puerta, desconcertado y más rojo que nunca.

—¡Masaje cardiaco! —le ordenó, mientras ella se concentró en la respiración.

El jovencito apretó y apretó, mientras que Hanne soplaba y soplaba. Pero cuando a los nueve minutos los de la ambulancia llegaron, el inspector Hans Olav Kaldbakken había muerto. Solo tenía cincuenta y seis años.

Sentada en una habitación desapacible e inhóspita, en un hotelito de Lillehammer, se encontraba la pequeña mujer iraní, vecina de Kristine, completamente desolada. Estaba sola, lejísimos de su casa y no tenía a nadie a quien pedir consejo. Eligió Lillehammer al azar. Estaba lejos, pero el tren hasta allí no era demasiado caro, además había oído hablar del Maihaugen, el mayor museo de Noruega, que albergaba exposiciones tanto dentro de su recinto como al aire libre.

Debería haber hablado con la Policía. Por otro lado, no se podía fiar de ellos, lo sabía por su propia y penosa experiencia. Sin embargo, la joven policía, con la que apenas había intercambiado unas palabras el pasado lunes, le había inspirado confianza. Pero qué sabía ella, una mujer insignificante de Irán, sobre en quién confiar.

Sacó el Corán y se quedó sentada, hojeando el libro. Leyó diversos fragmentos de aquí y de allá, pero no encontró nada que la reconfortara o la guiara. Al cabo de dos horas, cayó rendida de sueño y despertó al notar que no había probado bocado desde hacía dos días.

Como era de esperar, el jefe estaba de un humor de perros. Ella se disculpó, prometiendo que le iba a entregar pronto la baja médica. Sabe Dios de dónde la iba a sacar, de Urgencias, tal vez. En el centro de asistencia a las víctimas de agresiones sexuales se portaron muy bien con ella cuando acudió el domingo pasado a realizar la prueba más humillante del mundo. Sin embargo, se resistía a volver para pedirles una baja. Ya se encargaría de ese problema más adelante. Su jefe, visiblemente enfadado, soltó algunas frases de descontento sobre la juventud de hoy en día. Ella no tenía ganas de entrar al trapo, nunca antes había estado de baja.

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