Bienaventurados los sedientos (21 page)

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Authors: Anne Holt

Tags: #Policíaca

BOOK: Bienaventurados los sedientos
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—¡Kristine!

Uno de los fijos del lugar, radiante de alegría, la atrapó al vuelo. Tenía la increíble edad de ochenta y un años. Incomprensiblemente seguía vivo, teniendo en cuenta que había sido soldado en un buque de guerra durante cinco años y alcohólico los siguientes cincuenta. Pero se mantenía a flote como una protesta tozuda ante la falta de reconocimiento que habían padecido él y sus compañeros fallecidos hacía ya mucho tiempo.

—¡Kristine, mi niña!

Al cabo de un cuarto de hora, consiguió liberarse. No eligió la hora de visita de forma casual. Correspondía al cambio de turno; así que logró entrar a hurtadillas, sin que nadie la viera, en el almacén donde se guardaba el botiquín. Estuvo dudando un instante sobre si cerrar la puerta con llave. Pero se dio cuenta de que sería más difícil justificar una puerta cerrada con llave que una puerta abierta. Pese a que no debía permanecer en ese cuarto, siempre podría inventarse cualquier excusa plausible. Encontró las llaves del botiquín. Hacían demasiado ruido, así que oprimió el llavero y aguantó la respiración. Qué tontería, con el follón que provenía del pasillo era poco probable que alguien la oyera, y tampoco iba a tardar mucho.

Las cajas grandes de Nozinan estaban justo delante de sus narices. De repente le entró la duda de si elegir inyectables o comprimidos. Sin pensárselo más, optó por los primeros. No necesitaba jeringuilla, tenía en casa. Cerró el armario con premura y se deslizó hacia la puerta. Mantuvo la respiración durante treinta segundos, metió la medicina en el bolsillo y salió tranquilamente por la puerta. En el pasillo deambulaban solo dos clientes y estaban tan ebrios que apenas sabían qué día era.

A la hora de marcharse, tuvo que volver a apaciguar a su jefe y asegurarle que le iba a llegar una notificación de baja y que «sí, claro, estaré pronto de vuelta al trabajo, dentro de unos días». La dejó ir, no sin soltarle un comentario sarcástico que ella ignoró sutilmente.

Todo había salido bien, el siguiente paso era más complicado.

No tuvo la sensación de haber estado ausente tanto tiempo. Algunos saludaron con un movimiento de cabeza y una sonrisa por encima de los libros; otros la observaron con la mirada vacía antes de sepultarse de nuevo en sus lecturas; finalmente, vio a Terje. Estaba sentado en la sala de descanso junto con otros cinco compañeros, que ella conocía bien. Le dieron un recibimiento más cálido, en especial Terje. Era cuatro años menor que ella; estudiante de primer año. Se había pegado a ella como una lapa desde el inicio del semestre. Había declarado su profundo amor de mil y una formas y no acababa de aceptar de la diferencia de edad o el hecho de que medía ocho centímetros menos que ella. Era todo un caballero y, de algún modo, ella apreciaba cierto placer en su cortejo.

«El ganador tenaz» era su réplica favorita para protegerse de sus rechazos cada vez que ella, un poco irritada, se había hartado y había intentado explicarle que perdía el tiempo.

Se sentó en una silla vacía.

—¡Ostras, no tienes muy buena pinta! —comentó uno de los compañeros de estudios—. ¡Veo que has estado bastante enferma!

—Estoy mejor —dijo, y sonrió.

Los demás no parecían muy convencidos.

—Hasta tengo ganas de celebrar que estoy vivita y coleando. Unas copas por el centro mañana, ¿alguien se apunta?

Todos se apuntaron, sobre todo Terje. De eso se trataba.

Iba a tener lugar el miércoles, el mejor día. El viernes se arriesgaba a cualquier cosa. Al tipo se le podía ocurrir organizar un fin de semana en la campiña o montar una fiesta en casa. Además, la gente se acostaba muy tarde los viernes. Necesitaba tranquilidad; tenía que hacerse el miércoles por la noche. Podía esperar al jueves, pero no se sentía con fuerzas; mejor el miércoles.

Además existía otra razón. Le había dicho a su hija que lo haría el jueves; así le ahorraría la espera. El jueves la despertaría para anunciarle que todo había acabado.

El armario estaba cerrado con llave, conforme al reglamento. Aunque ya no era necesario, ahora que Kristine era adulta y no tocaba sus cosas. Apenas había cruzado el umbral de su puerta desde que estuvo en el instituto.

Tres uniformes de reservista colgaban, impecables, uno al lado del otro. Tres estrellas en las hombreras: era capitán. Incluso el uniforme de campo estaba primorosamente planchado. En el suelo, debajo de los trajes, guardaba dos pares de botas. Olía a betún de zapato y a bolas de naftalina.

Al fondo del ropero, detrás de los uniformes y del calzado, yacía una cajita de acero. Se puso en cuclillas, la sacó, la puso encima de la mesita de noche, se sentó en la cama y abrió la caja. La pistola de servicio era de fabricación austriaca, una Glock, y le sobraba munición de calibre nueve milímetros. No podía tocar la de la reserva, pero guardaba dos cajas de cartuchos del último ejercicio de tiro al blanco. Se podía decir que se trataba de un robo en toda regla, pero los mandos miraban para otro lado. Era muy fácil esconder un par de cajas de munición debajo del asiento del coche.

Desarmó la pistola lentamente por la falta de costumbre, la engrasó y la lubricó y, a continuación, la secó esmeradamente con un trapo y la dejó a su lado encima de la cama, envuelta. Sacó cinco balas de una de las cajas y dejó el resto en la caja de acero, la cerró con llave, la escondió en el fondo del armario que también cerró con llave.

Meditó un instante sobre dónde guardar el arma de fuego mientras tanto. Finalmente, se inclinó por esconderla debajo de la cama, sin más. La mujer de la limpieza no iba a venir hasta el viernes y, para entonces, el arma estaría de vuelta en su sitio.

Se quitó la ropa y entró en el baño situado pared con pared con su dormitorio. Tardó en llenar la bañera, así que se puso el albornoz y fue al salón a prepararse una copa bien cargada; todavía era pronto. Cuando volvió, la espuma llegaba casi hasta el borde de la bañera. El agua rebosó cuando se sumergió poco a poco en el líquido hirviendo.

Hasta el día anterior no había caído en la cuenta de que lo que iba a hacer era algo punible, por decirlo con suavidad. La idea lo alcanzó como un dardo, pero solo durante un breve instante, porque inmediatamente después reprimió dicho pensamiento. No importaba. Sin embargo, en ese momento dejó que el pensamiento de que estaba a punto de convertirse en un delincuente ahondara más profundamente.

Nunca, ni una sola vez, se le había pasado por la cabeza acudir a la Policía con lo que sabía. De hecho, estaba escandalizado al comprobar que no habían actuado como él, es decir, que no se habían dedicado a investigar el caso. Lo cierto es que había resultado alarmantemente sencillo, le llevó solo un par de días recabar lo que necesitaba. ¿A qué se dedicaba la Policía? ¿No hacían nada? Dijeron que habían obtenido huellas y restos de semen y que todo estaba siendo analizado. Pero ¿qué iban a hacer con esas pruebas si carecían de índice analítico para poder llevar a cabo comparaciones? Cuando le hizo la misma pregunta a aquella policía, ella se limitó a alzar los hombros descorazonadamente y no contestó.

Estaba claro que la Policía se pondría manos a la obra si él acudía a hablar con ellos, de eso no tenía ninguna duda. Probablemente, arrestarían al hombre y lo someterían a un montón de pruebas. Luego estarían en disposición de poder probar que fue él y lo encarcelarían, durante un año o un año y medio, y se libraría de una tercera parte de la condena por buena conducta. Aquel tipo tal vez podía volver a estar en la calle después de menos de un año de estar entre rejas. ¡Menos de doce meses por haber destruido a su hija! ¡Por haberla maltratado, humillado y violado!

No podía acudir a la Policía. Ya podían seguir ajetreados y agobiados con lo suyo, lo cual era más que suficiente, a tenor de lo que escribían los periódicos.

Claro que podía intentar buscar alguna salida, buscarse alguna coartada. Pero no creía mucho en esas cosas, además no le interesaba hacerlo.

No estaba preocupado en absoluto de cómo salir indemne del asesinato premeditado del hombre que violó a su hija. Quería asegurarse de acometer su plan en paz. Luego pasaría unas horas con Kristine antes de entregarse a la Policía y contarles lo que había hecho. Nadie lo condenaría por eso. Evidentemente, los tribunales le castigarían, pero nadie lo condenaría de verdad. Él no se juzgaría nunca y tampoco lo harían sus amigos. Y lo cierto es que le importaba un bledo lo que pudieran decir los demás. Matar a aquel tipo era algo justo y necesario.

El hombre cuyo asesinato estaba planeando Finn Håverstad en su bañera había cambiado de opinión. El día anterior estuvo obstinado con la idea, decidido a llevarla a cabo. Ahora quería saltarse un sábado. Qué diantre, habían descubierto el cadáver en aquel jardín abandonado. Estaba seguro de que la casa había estado deshabitada durante varios años. Tal vez por eso se descuidó a la hora de cavar y no reparar en la poca profundidad; además, tuvo demasiada prisa en terminar el trabajo. Al diablo. Qué sensación salir en los periódicos. Quizá fuera eso lo que lo había cegado. Tras reflexionar sobre el asunto, se dio cuenta de que las cosas empezaban a tomar un cariz peligroso.

Por una ironía del destino, sujetaba una copa del mismo whisky que el dentista Håverstad había dejado en el borde de la bañera. Se lo bebió todo de un sorbo y se sirvió otro.

Podía saltarse fácilmente un sábado; no le gustada nada la idea, pero era necesario, sin duda. Rompía su patrón. Lo que más gracia le hacía, lo que había traído de cabeza a la Policía y lo que más le gustaba era lo de la sangre: llamaba mucho la atención. Si no hubiese sido por eso, no habría atraído la atención de nadie. ¡Además, sangre de cerdo! ¡Envolviendo a musulmanes!

Al aparecer el cuerpo, todo se había complicado. Era obvio que a partir de ese momento iban echar mano de más recursos. No contaba con eso. «Vaya mierda, ¿por qué diablos habían encontrado aquel cadáver?».

La mujer estaba hinchada como un globo, completamente redonda. Era desconfiada por naturaleza. Tras cuarenta años como posadera, era mejor que nadie tratara de engañarla. Que no le vinieran con eso de que iban a celebrar los Juegos Olímpicos cuando llegara el invierno.

—Para entonces, ya se habrán largado esos extranjeros —masculló para sí, mientras untaba gruesas rebanadas de pan con medio gramo de mantequilla, estirándolo al máximo.

Cuanto más gruesas cortaba las rebanadas, más se saciaban los clientes. Así ahorraba en fiambres, quesos y demás alimentos. El pan era más barato que todas esas cosas que lo acompañaban: la aritmética era bien sencilla. En tan solo una cena, podía ahorrar hasta sesenta o setenta coronas, según había calculado con incontenible gozo. A la larga, si se prestaba atención a esos detalles, se ganaba dinero.

—Nos desharemos de esos forasteros para los Juegos Olímpicos, sí, pero con los refugiados es bastante más difícil —seguía diciendo, enfurruñada, sin más espectador que un enorme gato que se había subido a la encimera—. ¡Psss, psss! ¡Baja de ahí!

Un par de pelillos de gato cayeron sobre una de las rebanadas; ella los retiró con sus dedos pequeños y rollizos.

En ese momento tomó una decisión.

Se limpió los dedos en el amplio y sucio delantal, y descolgó el auricular del viejo teléfono negro de disco. Los dedos eran tan gordos que no entraban bien en los agujeros de la esfera, pero consiguió marcar el número de la Policía. Lo tenía pegado con celo junto al aparato, por si acaso.

—¿Hola? ¡Soy la señora Brøttum, del hotel! ¡Quería denunciar a un inmigrante ilegal!

La señora Brøttum fue atendida por una mujer muy paciente que le aseguró que iban a investigar el caso. Tras haber escuchado durante diez minutos todas las quejas y lamentaciones sobre los musulmanes que inundaban el país, en especial en Lillehammer, la policía, visiblemente cansada, consiguió finalizar la conversación.

—Otra vez la señora Brøttum —suspiró, dirigiéndose a un compañero sentado a su lado, en la central de operaciones de la comisaría de Lillehammer. Tiró la anotación a la papelera.

A no demasiada distancia de la comisaría, dos policías de uniforme estaban disfrutando de su pausa para comer, aunque fuera algo tardía. Devoraban tres salchichas vienesas y una ración grande de patatas fritas cada uno. Estaban sentados encima de un banco fijo de hormigón y miraban de reojo a una mujer guapa y atractiva. Vestía ropa pasada de moda y estaba sentada junto a la carretera, que aquel día soportaba un tráfico denso. Comía lo mismo que ellos, aunque menos cantidad y no tan rápido.

—Te apuesto a que esta no es noruega —dijo uno de los agentes, con la boca llena de comida—. ¡Mira la ropa que lleva!

—Tiene el pelo muy claro —contestó el otro, limpiándose la boca con el dorso de la mano—. El pelo es demasiado claro.

—Puede que sea turca —insistió el primero—. O yugoslava. ¡Pueden llegar a ser casi rubias!

—Esa tía no es extranjera.

Ninguno de los dos daba su brazo a torcer.

—¿Apostamos? —retó a su compañero—. Tres vienesas y una de patatas fritas.

El otro se lo pensó un rato, estudiando la diminuta silueta con los ojos entreabiertos. Ella se percató de que la estaban observando, porque se levantó bruscamente y se acercó a paso ligero a la papelera, con los restos de comida.

—Vale.

Aceptó la apuesta. Ambos se levantaron y se encaminaron hacia la mujer, que estaba muerta de miedo.

—Creo que vas a tener razón, Ulf —dijo el escéptico—: nos tiene miedo.

—¡Oiga! —interpeló el vencedor—. ¡Deténgase un instante!

La mujer con la ropa exótica se detuvo de golpe y los miró atemorizada.

—¿No es usted de aquí, verdad?

Se dirigió a ella con cierta amabilidad.

—No, yo no aquí.

—¿De dónde es usted?

—Yo soy de Irán, refugiada.

—No me diga. ¿Lleva usted documentación encima?

—No papeles aquí, pero donde vivo.

—¿Y dónde está eso?

Naturalmente, se había olvidado del nombre, además no habría podido pronunciar Gudbrandsdalen Gjestgiveri aunque hubiera dispuesto de todo el tiempo del mundo. A cambio, señaló con el dedo un lugar indeterminado en dirección a la carretera que subía por una cuesta.

—Allí arriba.

—Allá arriba, sí —repitió uno de los agentes, mirando a su compañero—. Me parece que va a tener que acompañarnos, así podremos verificar todo esto.

No advirtieron que la mujer tenía lágrimas en los ojos y que estaba temblando. En realidad, apenas se fijaron en su actitud.

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