Bienaventurados los sedientos (19 page)

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Authors: Anne Holt

Tags: #Policíaca

BOOK: Bienaventurados los sedientos
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—Estás cansada —dijo.

—¿Cansada? Sí, por supuesto que estoy cansada.

—Estás tan cansada que no puedes pensar con claridad.

—¿Pensar con claridad? ¿Qué diablos quieres decir con eso?

Estaba agotada, de eso no había ninguna duda, todo el mundo lo estaba. Pero no iba a mejorar por el hecho de que Håkon fuera a retrasar aquella detención.

—Con esto no tenemos ni para empezar —afirmó, cruzando los brazos encima del pecho—. Y lo sabes muy bien.

Hanne no sabía muy bien qué pensar. Habían pasado muchos años desde la última vez que un jurista se negara a firmarle una orden de arresto. Nunca, en los cuatro años que llevaban trabajando juntos, Håkon se había negado. Su asombro era tan grande que tuvo que reprimir una creciente ira.

—¿Quieres decir que…? —Se levantó y se apoyó en su escritorio de un modo amenazador—. ¿Me estás diciendo que no me vas a firmar un papel azul?

Él solo asintió.

—¡Pero qué coño…! —Miró al techo, como si alguien de arriba pudiera ayudarla—. ¿Qué demonios quieres decir con esto?

—Quiero decir que esto no justifica de ningún modo una detención. Cita al tío según el procedimiento habitual, intenta conseguir algo más y luego hablamos del caso con vistas a una eventual encarcelación.

—¿Encarcelación? ¡Santo Dios, si no estoy pidiendo una encarcelación! ¡Estoy solicitando un simple y sencillo papel azul para el caso de un loco que tal vez haya costado ya la vida a cuatro chicas!

Håkon no había visto nunca a Hanne tan enfadada. Aun así, siguió en sus trece, pues sabía que tenía razón. Dos soplos sobre un posible autor no eran un motivo razonable para poder sospechar de alguien, aunque trabajara en la UDI y, por consiguiente, tuviera libre acceso a toda la información que deseara sobre refugiados. La idea lo estremeció.

Sabía que no era suficiente y que, en el fondo, ella también lo sabía. Quizá por eso no dijo nada. Cogió el papel azul sin rellenar y los dos avisos, y dio un portazo al marcharse.

—¡Cabrón! —masculló, ya en el pasillo.

Un tipo tristón estaba sentado en una silla incómoda, esperando su turno para algún interrogatorio. Se sintió aludido y, apurado, miró al suelo.

—Tú no —añadió la mujer, y siguió su camino.

Erik esperaba en el despacho con impaciencia. Deseaba enterarse de lo que estaba pasando, pero, en vez de eso, recibió una petición en un tono exageradamente educado de encontrar ya a Kristine Håverstad. La necesitaban de inmediato, no, hacía una hora. Salió corriendo.

Agarró el listín telefónico y encontró el teléfono de la Dirección General de Extranjería. Respiró hondo cinco veces para serenarse del todo y, a continuación, marcó el número.

—Cato Iversen, gracias —preguntó.

—Tiene horario de llamadas entre las diez y las dos, tendrá que volver a llamar entonces —contestó la voz seca y atonal.

—Llamo de la Policía, tengo que hablar con Iversen ahora.

—¿Cuál era su nombre?

La mujer no se rendía tan fácilmente.

—Hanne Wilhelmsen, jefatura de Policía.

—Un momento.

Fue una presentación del todo insuficiente. Tras cuatro minutos de silencio total, sin siquiera una voz que le dijera «Manténgase a la espera, en breve le atenderemos», pulsó el botón de interrupción de llamadas y volvió a marcar el número.

—UDI, ¿en qué puedo servirle?

Era la misma mujer.

—Soy Hanne Wilhelmsen, de la Brigada Judicial, Grupo de Homicidios y Violaciones, Jefatura de Policía de Oslo. Tengo que hablar de inmediato con Cato Iversen.

La mujer se quedó perpleja. A los diez segundos, Cato Iversen respondió. Se presentó con su apellido.

—Buenos días —dijo Hanne, en un tono neutro o, al menos, lo más neutro de lo que fue capaz en ese momento—. Soy Hanne Wilhelmsen, de la Brigada Judicial, jefatura de Oslo.

—Muy bien —contestó el hombre.

Ella notó que no parecía nada preocupado. Se consoló pensando que estaba acostumbrado a hablar con la Policía.

—Me gustaría tomarle declaración con relación a un caso en el que trabajamos actualmente. Es urgente. ¿Puede venir?

—¿Ahora? ¿Ahora mismo?

—Sí, cuanto antes.

Por la pausa que surgió, estaba claro que el hombre se lo estaba pensando.

—El caso es que me es del todo imposible, lo siento. Pero yo…

La mujer pudo escuchar el ruido de papeles; era más que probable que estuviera mirando su agenda.

—Puedo el lunes que viene.

—Eso no es posible, necesito hablar con usted ahora. No tardaremos nada —mintió descaradamente.

—¿De qué se trata?

—Lo hablaremos cuando venga, le espero dentro de una hora.

—Pero qué está diciendo, eso es imposible. Voy a dar una conferencia en un seminario interno que tenemos ahora.

—Venga de inmediato —dijo en voz baja—. Diga que se encuentra mal, invéntese cualquier cosa. Puedo ir a buscarlo, claro está, pero tal vez prefiera venir por sus propios medios.

El hombre se mostraba ahora nervioso. «¿Y quién no lo estaría después de una conversación como esta?», pensó Hanne, que prefirió no darle demasiada importancia al hecho.

—Estaré allí dentro de media hora —dijo, finalmente—. Tal vez tarde algo más, pero iré.

Kristine no sabía qué hacer. Su padre salió como siempre a las ocho para acudir a su despacho, pero ya no estaba tan segura de que eso realmente era lo que había hecho. Para cerciorarse y confirmar su sospecha, llamó a la clínica dental y pidió hablar con él.

—Pero, Kristine, cariño —contestó la secretaria, mayor, aunque desenvuelta—. ¡Si tu padre está de vacaciones! ¿No lo sabías?

Ella hizo lo que pudo para convencer a la señora de que había sido todo un malentendido y colgó. No tenía ninguna duda de que su padre iba a cumplir su palabra. Estuvieron charlando la noche anterior durante más de una hora, más de lo que habían hablado en los últimos diez días juntos.

Lo peor de todo era que pensar en ello le resultaba liberador. Era grotesco, espeluznante, una auténtica locura. Esas cosas no se hacen, al menos no en Noruega. Sin embargo, pensar en que el hombre iba a morir la tranquilizaba. Sentía una especie de euforia, la posibilidad de obtener algún tipo de revancha y desagravio. Había destrozado dos vidas y no se merecía otra cosa. Sobre todo cuando la Policía no hacía nada para capturarlo; además, si lo detenían, le caería un año en una celda cojonuda con televisión y ofertas de ocio. No se lo merecía.

Merecía morir, y ella no merecía lo que él le había hecho. Era un ladrón y un asesino. Su padre no se merecía pasar por lo que estaba pasando. Cuando casi consiguió calmarse, casi satisfecha, notó que un escalofrío le recorría toda la espalda. Era simple y llanamente un perfecto despropósito. No se mata a la gente así, sin más, y si alguien lo tenía que hacer, debía ser ella misma.

Había pasado toda una eternidad desde que Billy T. trabajaba de investigador. Ahora llevaba más de cinco años en la Patrulla Desorden del Grupo de Estupefacientes. Era tanto tiempo que, con toda seguridad, acabaría como policía en vaqueros hasta hacerse demasiado viejo. Pero todavía circulaban historias sobre sus dotes de interrogador. No se ceñía para nada al manual, pero tenía un récord de confesiones abrumador. Hanne había insistido y él se había dejado convencer. Entonces se dio cuenta de que tal vez fuera una excusa para volver a estar con él. La noche anterior fue de lo más irreal; ahora que estaba de nuevo en un entorno protegido y con todos los mecanismos de defensa en alerta se daba cuenta. Aun así, sentía una intensa necesidad de verle, de hablar con él de cosas banales y corrientes, de historias de policías. Quería, sencillamente, asegurarse de que seguía siendo el mismo.

Desde luego que lo era. Se iba acercando a su despacho a golpe de bromas y gritos y ella lo oía venir desde lejos. Cuando la vio asomar la cabeza por la puerta para recibirlo, soltó una retahíla de piropos sin la menor alusión a lo que había ocurrido unas horas antes. Tampoco parecía tan cansado. Todo seguía como antes, o casi.

Cuando Hanne vio entrar a Cato Iversen, notó una fuerte punzada en el estómago. No se asemejaba del todo al retrato robot, pero respondía bastante bien a la descripción que hizo Kristine Håverstad de su agresor. Ancho de espaldas y rubio, con entradas profundas. No era especialmente alto, pero el cuerpo musculoso le concedía un aspecto macizo. Estaba bronceado, como tanta gente en aquellos días, casi todos, salvo los currantes de la Jefatura de Policía de Oslo.

Billy T. ocupaba con su presencia casi todo el despacho, así que, añadiendo a Cato Iversen y a Hanne, la habitación estaba a rebosar. Billy T. se posicionó de espaldas a la ventana, sentado sobre el alféizar. A contraluz, su silueta cobraba proporciones gigantescas de contornos afilados y sin rostro. Hanne ocupaba su puesto habitual.

Cato Iversen mostraba signos inequívocos de cierto nerviosismo, aunque dichas señales seguían sin significar ni una cosa ni otra. Tragaba saliva constantemente, se movía inquieto en la silla y puso al descubierto una curiosa e incesante manía de rascarse el dorso de la mano izquierda con la mano derecha.

—Como, sin duda, ya sabrá —empezó diciendo ella—, no acostumbramos a utilizar grabadoras durante la toma de declaración de los testigos.

Él lo desconocía.

—Pero ahora lo haremos —prosiguió, con una leve sonrisa, y apretó a la vez dos botones de una pequeña grabadora que había sobre el escritorio. A continuación, colocó el micrófono de modo que señalara un punto aleatorio del cuarto—. Comenzaremos con los datos personales —decidió la mujer.

Él se los proporcionó y ella, a cambio, le informó de que no estaba obligado a prestar declaración, pero que tenía que ser sincero en todo lo que dijera, en el caso de que accediera a hablar.

—¿Tengo derecho a un abogado? —Se arrepintió en el momento de formular su pregunta e intentó retractarse con una sonrisa insustancial, un movimiento evasivo de cabeza y un carraspeo. Acto seguido, empezó a rascarse febrilmente una picadura de mosquito imaginaria en su mano izquierda.

—Abogado, Billy T. —dijo Hanne, dirigiéndose a la bestia sentada en el marco de la ventana—. ¿Necesita nuestro amigo un abogado?

Billy T. no dijo nada, solo sonrió, pero Iversen no pudo ver ese detalle, pues desde su posición, el hombre seguía siendo un perfil negro con el fondo azul cielo del exterior.

—No, no, no lo necesito. Era solo una pregunta.

—Es usted un testigo, Iversen —le aseguró Hanne, en un intento desproporcionado de tranquilizar al hombre—. ¿Para qué va a necesitar un abogado?

—Pero ¿de qué se trata?

—Todo a su debido tiempo.

Una sirena bajaba aullando por kebergveien, inmediatamente seguida de otra.

—Mucho trabajo con este tiempo —explicó Hanne—. ¿Dónde trabaja usted?

—En UDI. La Dirección General de Extranjería.

—¿Cuál es su función allí?

—Soy lo que se llama un tramitador de expedientes, un funcionario del cuerpo técnico.

—Ajá. ¿Y qué hace un tramitador de expedientes?

—Me encargo de la tramitación de expedientes. —Era evidente que el tipo no había pretendido ser borde, porque tras una breve pausa añadió apresuradamente—: Recibo las solicitudes de permiso de residencia que la Policía ha ultimado. Nosotros somos la primera instancia a la hora de tomar una decisión y elaborar un primer dictamen.

—¿Asuntos relacionados con refugiados?

—Entre otras cosas. Reagrupación familiar, estancias académicas. Trabajo solo con temas procedentes de Asia.

—¿Le gusta su trabajo?

—¿Si me gusta?

—Sí, ¿le parece un trabajo ameno?

—Ameno, bueno, lo que se llama ameno…

Reflexionó un instante.

—Supongo que es un trabajo como cualquier otro. Acabé la carrera de Derecho el año pasado y uno no siempre puede elegir. El trabajo está bien.

—¿Y no da pena tener que echar a todos esos pobrecitos?

Se estaba quedando a cuadros. No esperaba que los policías tuvieran esa actitud.

—No, pena, no —murmuró—. Es el Congreso quien decide, solo llevamos a cabo lo que se aprueba allí dentro. Además, no todo el mundo es expulsado, ¿sabe?

—Pero sí la mayoría, ¿no?

—Bueno sí, tal vez la mayoría.

—¿Qué opinión le merecen los extranjeros?

De pronto, se repuso del asombro.

—¡Pero, bueno! —dijo, incorporándose en la silla—. Ya es hora de que me cuenten de qué va todo esto.

Los dos policías se miraron y Billy T. asintió débilmente con la cabeza. Iversen se percató del gesto.

—Estamos trabajando un caso de suma gravedad que nos trae de cabeza —le contó Hanne—. Las masacres de los sábados, ¿habrá leído algo en los periódicos?

En efecto, había leído cosas. Asintió y empezó a rascarse de nuevo.

—En cada escenario bañado en sangre hallamos una sucesión de números. Números NCE. El domingo encontramos un cuerpo que, posiblemente, es de origen asiático. Y ¿sabe qué? —Lo dijo incluso con cierto entusiasmo y sacó una hoja de la pila que tenía delante—. ¡Dos de esos NCE corresponden a expedientes que usted tiene actualmente sobre la mesa!

El nerviosismo del hombre iba en aumento. Hanne constató que estaba intranquilo.

—De hecho, somos muy pocos los que trabajamos con casos relacionados con Asia —dijo prontamente—. No hay nada de extraño en ello.

—Ah, ¿no?

—Quiero decir que le sorprendería la cantidad de casos que pasan por nuestras manos cada año. Centenares de tramitaciones para cada uno de nosotros. Puede que hasta miles —agregó enseguida, quizás en un intento de darle más fuerza al argumento.

—Entonces podrá sin duda ayudarme, gracias a la experiencia que atesora. ¿Cómo procesa realmente estos casos? Quiero decir, de un modo administrativo, ¿está todo informatizado?

—Sí, todo está guardado en soporte informático. Pero también tenemos archivos, ¿sabe? De papel, quiero decir, interrogatorios, cartas y tal.

—¿Y en esos informes aparece toda la información acerca de cada uno de los refugiados o demandantes de asilo?

—Sí, bueno, al menos todo lo que necesitamos saber.

—¿Cosas como con quienes llegaron al país, situación familiar, si conocen a alguien aquí, por qué llegaron precisamente a Noruega, todas esas cosas? ¿También salen esos datos en los archivos?

El hombre se removió de nuevo en la silla y parecía estar ponderando la respuesta.

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