Bienaventurados los sedientos (14 page)

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Authors: Anne Holt

Tags: #Policíaca

BOOK: Bienaventurados los sedientos
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Hanne examinó la fotografía tomada del cuello de la mujer. La incisión presentaba el aspecto característico de las heridas producidas por cortes e iniciadas con una punzada. Las señales habituales de un arma blanca consistían, por lo general, en una sucesión de puñaladas o pinchazos limpios, como pequeños gajos elípticos cuyo interior tenía una tendencia repelente a salirse. Las heridas provocadas por cortes en los que se utiliza el arma blanca para seccionar muestran las mismas particularidades, pero las hendiduras son más largas y más anchas, es decir, más delgadas hacia cada extremo y más anchas en el centro, en forma de barco. Pero en este caso se realizó una primera punzada justo debajo de la oreja. El tajo era abierto e irregular, como si el homicida se hubiera visto obligado a pinchar repetidas veces hasta pillar el punto adecuado. Luego salía un arco alrededor del cuello, una raja regular y menguante con los bordes limpios.

Desconocían su identidad. Habían repasado todas las denuncias de desaparecidos interpuestas en los últimos doce meses, a sabiendas de que era absolutamente imposible que el cadáver llevara tanto tiempo soterrado. Ninguna descripción coincidió.

Hanne empezó a marearse. Después del episodio de hacía unos meses, cuando fue golpeada a la puerta de su propio despacho y sufrió una severa conmoción cerebral, los mareos se manifestaban con cierta frecuencia y con bastante virulencia, sobre todo con aquel calor. Tampoco ayudaba que tuviera tanto trabajo. Se agarró a la esquina de la mesa hasta que comenzó a calmarse, se estiró y salió de su despacho. Eran las ocho y media. La semana no podía empezar peor.

Håkon conversaba con un compañero cerca de las escaleras, que iban desde la primera hasta la octava planta, en la esquina oeste del vestíbulo de entrada. Iba trajeado y no parecía sentirse nada a gusto con ello. A sus pies yacía uno de esos grandes maletines que tan bien conocía.

Se le iluminó algo el rostro cuando reparó en Hanne. Concluyó la charla con el colega, que desapareció por el corredor hacia la zona amarilla.

—Estoy impaciente porque llegue el viernes —dijo, con su mejor sonrisa.

—Yo también —contestó, intentando que sonase sincero.

Permanecieron apoyados en la barandilla mirando hacia abajo, a la inmensa sala abierta situada debajo de ellos. Uno de los laterales estaba inusualmente vacío.

—No habrá nadie que necesite pasaporte estos días —dijo Håkon, intentando buscar una explicación que justificara que las mujeres de las ventanillas, en general tan atareadas, hoy parloteaban entre ellas sin nada más que hacer—. En tal caso, sería para volar hasta Alaska o Svalbard. Bueno, no se necesita pasaporte para el archipiélago —añadió, un poco avergonzado de lo que dijo antes.

El otro lado de la sala estaba más concurrido, si bien los noruegos no se agolpaban para conseguir su pasaporte, los extranjeros se amontonaban a lo largo del tabique donde se ubicaba la Policía de Extranjería. Tenían el semblante sombrío, pero, al menos, no sufrían mucho por el calor.

—Pero ¿qué diablos están haciendo allí abajo? —preguntó Hanne—. ¿Están contando todos los extranjeros de la ciudad?

—Se podría decir que sí. Están efectuando una de esas acciones excéntricas de las suyas. Sacan las redes de arrastre en todos los lugares públicos, pescan a todos los morenos y averiguan si residen aquí legalmente. Qué manera más provechosa de hacer uso de los recursos públicos, especialmente ahora.

Suspiró, tenía que estar en los juzgados al cabo de veinte minutos.

—El jefe de la Policía Judicial sostiene que hay más de cinco mil extranjeros en situación ilegal en esta ciudad. ¡Cinco mil! No me lo trago. ¿Dónde están?

A Hanne no le pareció que la cifra fuera tan descabellada. Lo que era indignante era que se invirtiera tantos y tan necesitados recursos para encontrarlos. Además, hacía unos días, le había oído decir en el telediario de las seis al jefe de la UDI, la Dirección General de Extranjería, que «perdían» mil quinientos solicitantes de asilo cada año. Gente que habían registrado a su entrada en el país, pero que luego nunca volvían a ver. «Con lo cual, se podía reducir la cifra a tres mil quinientas personas», concluyó cansada.

—La mitad parece estar allí abajo —contestó a la pregunta que le habían hecho hacía un buen rato; señaló a la muchedumbre debajo de ellos.

Håkon miró su reloj, tenía prisa.

—Hablamos luego —exclamó antes de salir a toda prisa.

La historia era completamente rocambolesca. Dos demandantes de asilo se habían enzarzado por un asunto de comida en el centro de acogida Urtegata; eran un iraní y un kurdo. A Håkon no le extrañaba que se les fuera la olla de vez en cuando. Ambos llevaban esperando más de un año a que sus solicitudes se tramitasen; los dos eran jóvenes en su mejor edad laboral para poder desempeñar cualquier tarea. Disfrutaban de cinco horas semanales de enseñanza del noruego y el resto del tiempo era un mar de frustraciones, inseguridad y mucha ansiedad.

Un viernes por la noche llegaron a las manos, con el consiguiente resultado de una nariz rota para el más débil, el kurdo: «Párrafo 229, apartado 1 y medida alternativa primera sobre cumplimiento de pena del Código Penal». Aunque el iraní acabó con un ojo morado, algunos funcionarios aplicados se habían encargado de que, incluso en un caso tan banal, la imparcialidad prevaleciese por encima de cualquier consideración. El chico estaba representado por un abogado de la asociación Asistencia Jurídica Libre; con toda seguridad, apenas había intercambiado algunas palabras con su defendido y, aún menos, había leído los documentos de la causa. Se trataba de una pura rutina, también para Håkon.

La sala de audiencia número 8 era minúscula y no estaba en muy buen estado. Obviamente, carecía de aire acondicionado y el ruido que provenía de la calle hacía imposible abrir las ventanas. Tras aprobarse la construcción de un edificio que albergara los nuevos juzgados, estaba descartado gastar un solo céntimo en el viejo inmueble, aunque los nuevos tribunales tardarían en entrar en funcionamiento.

La toga negra, usada por cientos de fiscales, solía ser pestilente y no iba a mejorar ese día. Se lamentó para sí y miró de soslayo al abogado defensor, que ocupaba el otro estrado. Sus miradas se cruzaron y acordaron en silencio la rápida ejecución del juicio.

El iraní de veintidós años declaró primero, mientras un intérprete con el semblante inexpresivo tradujo sus palabras en versión abreviada; primero habló el acusado durante tres minutos y, a continuación, habló el traductor durante treinta segundos. Estas cosas solían irritar mucho a Håkon Sand, pero ese día no estaba de humor. Luego le tocó el turno al kurdo. Su tabique nasal seguía torcido y parecía no haber recibido el mejor tratamiento que la Sanidad Pública noruega pudiera proporcionar.

Para finalizar, un empleado del centro de acogida entró y prestó juramento. Un noruego, «cómo no», había presenciado la pelea. El inculpado atacó al agraviado e intercambiaron varios golpes. Al final el kurdo cayó al suelo, como un saco de patatas, tras un impresionante golpe de su rival.

—¿Intervino usted? —preguntó el abogado defensor, cuando llegó su turno—. ¿Intentó interponerse entre ellos?

El noruego miró un poco avergonzado al suelo del estrado en el que se encontraba:

—No se puede decir que hiciese exactamente eso, pues impone un poco eso de las broncas entre dos extranjeros; además siempre aparece algún arma blanca en esos líos.

Volvió la mirada hacia los conjueces en busca de apoyo, pero solo encontró miradas vacías.

—¿Vio algún cuchillo?

—No.

—¿Existía alguna otra razón que hiciera suponer la presencia de un cuchillo en esa trifulca?

—Sí, bueno como dije, suelen siempre…

—Pero ¿vio algo en esa situación concreta? —cortó el defensor, exasperado—. ¿Tenía esta riña algo de especial que hizo que optara por no intervenir?

—No, bueno…

—Gracias, no tengo más preguntas.

El procedimiento duró veinte minutos. Håkon guardó sus cosas con la certidumbre de que también esta vez iba a caer una sentencia condenatoria. Al introducir los exiguos documentos en su maletín, una cartulina rosa cayó al suelo. Era un mensaje interno escrito por el investigador. Recogió el papel y lo ojeó antes de guardarlo en su sitio.

En la parte superior aparecía el nombre, el mensaje estaba redactado a mano y en el encabezamiento ponía: «Relativo al NCE 90045621, Shaei Thyed, atentado a la integridad física».

De pronto, lo descifró. Los números grabados en la sangre, en todos los escenarios de las masacres de los sábados por la noche, correspondían a números de control de extranjeros. Todos los extranjeros poseían uno: un NCE.

Un magnífico ejemplar de la diosa de la justicia lucía sobre su escritorio. No obstante, su emplazamiento era un tanto inadecuado. Una preciosa escultura de bronce, sin duda carísima, presidía una parva y muy pública oficina de ocho metros cuadrados. Llenaba con bolitas de papel los dos platillos de la balanza que la diosa sujetaba con el brazo tendido. Las diminutas bandejitas subían y bajaban según el peso que soportaban.

Hanne entró por la puerta. Constató con satisfacción que las cortinas nuevas colgaban en su sitio.

—Creí que estabas en el juzgado —dijo—. Al menos, me lo pareció esta mañana.

—Lo ventilamos en hora y media —contestó, y la invitó a tomar asiento—. ¡Tengo la respuesta! —dijo él. Håkon tenía las mejillas rojas, y no era por el calor—. Los números inscritos sobre la sangre de todas las masacres de los sábados, ¿sabes qué significan?

Hanne se quedó mirando fijamente al fiscal adjunto de la Policía durante veinte segundos. Él no cabía en sí de gozo y estaba a punto de reventar.

Su decepción fue apocalíptica cuando ella replicó:

—¡NCE!

La mujer se levantó de un salto, cerró el puño y golpeó varias veces la pared.

—¡Por supuesto! Pero ¿en qué estábamos pensando? ¡Estamos hartos de manejar esos números a diario!

Håkon no salía de su asombro y no lograba entender que ella lo hubiera averiguado antes de que él hubiera siquiera abierto la boca. La perplejidad en su mirada era tan llamativa que ella decidió apuntarle el tanto y mitigar su decepción.

—Lo hemos tenido delante de los ojos y no lo hemos visto, «los árboles no nos han dejado ver el bosque». Está claro que no le di las suficientes vueltas a esos números, hasta ahora. ¡Genial, Håkon! No lo habría averiguado sola, al menos tan pronto.

Él no hizo más preguntas y se tragó su vanidad herida. Empezaron a pensar en las consecuencias de lo que acababan de desentrañar, en silencio.

Cuatro baños de sangre, cuatro secuencias distintas de números, números de control de extranjeros, un cuerpo hallado, presumiblemente extranjero. Una extranjera con número de control.

—Puede que aparezcan otros tres —dijo Håkon, que rompió así el silencio—. Tres cadáveres más, en el peor de los casos.

En el peor de los casos. Hanne estaba de acuerdo. Pero había otro aspecto del caso que la atemorizaba casi tanto como que se escondieran otros tres cadáveres más allí fuera, en cualquier lugar bajo la turba.

—¿Quién tiene acceso a los datos de los refugiados, Håkon? —preguntó en voz baja, aunque conocía de sobras la respuesta.

—Los empleados de la Dirección General de Extranjería —contestó al instante—. Y, por supuesto, los del Ministerio de Justicia. Unos cuantos. Y me imagino que alguna que otra persona adscrita o que trabaje en los centros de acogida —añadió, recordando a aquel tipo que había presenciado el altercado entre los dos refugiados sin intervenir.

—Sí —le contestó ella.

Pero estaba pensando en otra cosa muy distinta.

Todos los demás casos fueron aparcados hasta nueva orden. Con una eficiencia que pasmó a la mayoría de los efectivos involucrados, los recursos de la sección fueron reorganizados en menos de una hora. La sala de emergencias situada en la zona azul de la planta baja se transformó en un abrir y cerrar de ojos en un centro de operaciones de incesante actividad. Sin embargo, no era lo suficientemente amplia como para celebrar ahí la tan ansiada reunión convocada por el jefe de sección, con lo cual se tuvieron que congregar en la sala de juntas. Excelente idea, ya que el local sin ventanas servía, a su vez, de comedor. Era la hora del almuerzo.

Vio al comisario que dirigía la Brigada Judicial, inflado como un globo y con unas facciones ingenuas debajo de sus ricitos canosos. Libraba una batalla sin cuartel con un sándwich titánico. La mayonesa chorreaba entre las rebanadas de pan y se le pegó como un asqueroso gusano, reptando por el pantalón de su uniforme, demasiado estrecho. Sofocado, intentó barrerlo con el dedo índice y luego aminorar el desastre frotando la mancha oscura que, inexorablemente, no dejaba de aumentar.

—Esta situación es de suma gravedad —empezó diciendo el jefe de sección.

Era un hombre muy apuesto, atlético y ancho de espaldas, la cabeza lisa como una bola con una estrecha corona de pelo oscuro y muy corto. Los ojos estaban inusualmente hundidos, aunque, tras un reconocimiento más detallado, resultaban intensos, grandes y oscuros y de color castaño. Llevaba unos pantalones de verano, ligeros y claros, y un polo con cuello de camisa.

—¿Arnt?

El hombre al que invitó a hablar separó la silla de la mesa, pero permaneció sentado.

—He comprobado los NCE en la sangre. No eran igual de legibles en todos los escenarios, pero, si elegimos este razonamiento… —sacó una lámina de cartón y la sostuvo en el aire-… y es la interpretación más creíble, estamos hablando de que todos los números corresponden a mujeres.

Hubo un silencio sepulcral entre los asistentes.

—Todas entre 23 y 29 años. Ninguna llegó a Noruega acompañada; ninguna tenía parientes antes de su llegada. Y, además…

Sabían lo que estaba a punto de decir. El jefe de sección notaba cómo el sudor resbalaba por las sienes. Con tanto calor, el comisario resoplaba como un bulldog. Hanne tenía ganas de irse.

—Todas han desaparecido.

Tras una larga pausa, el jefe de sección retomó la palabra.

—¿Existe la posibilidad de que la fallecida sea una de las cuatro?

—Es demasiado pronto para asegurarlo, pero estamos trabajando desde esa perspectiva.

—Erik, ¿has averiguado algo más con respecto a la sangre?

El oficial se levantó, a diferencia de su compañero más experimentado, Arnt.

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