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Authors: Anne Holt

Tags: #Policíaca

Bienaventurados los sedientos (5 page)

BOOK: Bienaventurados los sedientos
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Hanne aparcó la moto en la acera. Erik el Rojo se apeó de la moto con las piernas separadas. Lo hizo antes que ella, orgulloso, sudado y aturdido.

—¿Podemos tomar un desvío a la vuelta?

—Ya veremos.

El portero automático mostraba dos columnas con cinco nombres cada una. En la primera planta vivía K. Håverstad, un rótulo conciso y neutro, aunque a la pobre chica de poco le sirvió la medida de seguridad. En la planta baja vivía alguien recién llegado, porque la placa con el nombre ni era uniforme ni estaba colocada de un modo reglamentario debajo del cristalito, sino que estaba sujeta con celo. Un apellido raro, el único del bloque que confesaba su origen foráneo. Hanne llamó a los vecinos de planta de K. Håverstad.

—¿Hola?

La voz era la de un hombre mayor.

Ella se presentó y el hombre mostró una alegría tan desbordante por recibir una visita que mantuvo pulsado el botón de apertura el tiempo que tardaron los agentes en entrar y subir un buen trecho de la escalera. Al llegar a la primera planta, el anciano los recibió con las manos extendidas y una amplia sonrisa, como si llegaran a alguna fiesta.

—Entrad, entrad —pio con voz de pájaro, aguantando la puerta abierta.

Debía de tener casi noventa años y medía poco más de un metro sesenta. Además, era giboso, lo que obligaba a uno a sentarse frente a él con la esperanza de lograr un contacto visual.

El soleado salón estaba muy bien cuidado y en él predominaban dos jaulas enormes. Cada una encerraba un loro colorido de gran tamaño; entre los dos armaban bastante alboroto. Unas plantas verdes adornaban toda la estancia, y de las paredes colgaban cuadros de marcos dorados. El sofá era durísimo, como una piedra, e incómodo. Erik no sabía muy bien qué hacer y se quedó de pie junto a uno de los papagayos.

—¡Solo un momento y preparo un poco de café!

El anciano estaba emocionado. Hanne intentó evitar el café, pero comprendió que era inútil. Al poco rato, se enfrentaron a un par de tazas de porcelana y una pequeña fuente con pastitas. La mejor maestra es la experiencia, así que ella rechazó amablemente las pastas, aunque se atrevió a tomar media taza de café. Erik no era tan curtido y se sirvió con avidez. Bastó con un solo trozo. Le embargó el pánico y buscó con desesperación algún lugar para deshacerse de los tres trozos que había echado en su propio plato. No halló salida alguna y se pasó el resto de la visita intentando tragar las galletitas.

—¿Tal vez sepa por qué estamos aquí?

El hombre no contestó a la pregunta. Se limitó a sonreír e intentó colocarle un pastel de almendras.

—Somos de la Policía —dijo, esta vez más alto—. Lo entiende, ¿verdad?

—La Policía, sí.

Su cara irradiaba felicidad.

—La Policía. Gente muy maja, sí, chica muy maja.

La mano arrugada y seca del anciano tenía la piel sorprendentemente suave y le acarició varias veces el dorso de la mano. Ella le cogió la mano con delicadeza y logró cazarle la mirada. Los ojos eran de color azul celeste y tan pálidos que se confundían con el globo ocular. Las cejas eran fuertes y pobladas y se alzaban como un arco optimista en el centro, donde el pelo era más largo. Parecían las diminutas astas de un pequeño, agradable y bienintencionado diablillo.

—Un crimen, tuvo lugar un crimen en el piso de al lado, la noche del sábado a domingo.

Hanne se sobresaltó al oír el eco que salió de una de las jaulas.

—¡Noche sábado, noche sábado!

Erik se asustó aún más y soltó la bandeja de pastelitos, pues tenía el pico del loro pegado a su oído. Se sintió mal por el destrozo, pero feliz porque el pedazo de pastel restante yaciera ahora junto a los fragmentos de porcelana en el suelo. Se disculpó entre balbuceos y con la boca llena.

El anciano seguía tan contento y fue por una escoba y un recogedor seguido de Erik, que insistía en limpiarlo él. El hombre tapó las jaulas con sendos manteles negros y se hizo un silencio repentino.

—Así. Ahora podemos hablar. No necesitan levantar la voz; oigo bien.

Volvieron a situarse uno frente al otro.

—Un crimen —murmuró para sí—. Un crimen. Ocurren tantas cosas de esas ahora. En los periódicos, todos los días. Yo me mantengo, por lo general, en casa.

—Desde luego, es lo mejor —aseguró Hanne—. Lo más seguro.

El apartamento era cálido. Un reloj de mesa palpitaba pesada y fatigadamente. Ella permaneció sentada a esperar hasta que se percató de que se estaban acercando a las cuatro. Vacilante y con un tremendo esfuerzo sonaron cuatro golpes huecos.

—Estamos comprobando con los vecinos si han visto u oído algo.

El hombre no contestó, solo sacudió la cabeza.

—Hay algo que no va bien en este reloj, antes no era así, el sonido ha cambiado, ¿no cree?

Hanne suspiró.

—Es difícil saberlo, nunca lo había oído antes. Pero estoy de acuerdo, sonó algo…, algo triste. ¿Tal vez debería llevárselo a un relojero para que lo vea?

Es posible que no estuviera conforme porque no dijo nada, solo siguió con el ligero movimiento de cabeza.

—Oíste…, ¿oyó usted algo desde aquí, la madrugada del domingo? Es decir, la noche de ayer…

Aunque el anciano había dejado claro que no tenía problemas de audición, ella no pudo evitar levantar la voz.

—No, oír algo… no lo creo, pienso que no oí nada, salvo lo que oigo todas las noches, claro está. Los coches y el tranvía, claro, cuando pasa, aunque no suele pasar por las noches, así que seguro que no lo oí.

—Suele usted…

—Tengo el sueño muy ligero, ¿sabe? —interrumpió—. Es como si hubiese dormido ya todo lo que tenía que dormir a lo largo de mi extensa vida. He llegado a los ochenta y nueve años, mi mujer murió a los sesenta y siete. Tome, sírvase otro pastelito. Los ha hecho mi hija…, no, quiero decir, mi nieta. A veces mezclo un poco esas cosas, de hecho mi hija murió, ¡así que no pudo haber hecho estos pasteles!

Sonrió y dibujó una hermosa y tímida sonrisa, como si hubiese comprendido que el tiempo no solo lo había alcanzado, sino que lo había dejado atrás hacía mucho tiempo.

Viaje en balde. Hanne apuró su café, agradeció amablemente la invitación y finalizó la conversación.

—¿Qué tipo de crimen se ha cometido? —preguntó, de repente interesado, mientras los policías recogían sus cascos y cazadoras de cuero en el pasillo que daba a la puerta de salida.

Ella se volvió hacia él y dudó por un instante si molestar a ese encantador anciano contándole cosas del lado oscuro y cruel de la capital. Pero se dijo: «ha visto tres veces más de la vida que yo».

—Violación. Ha sido una violación.

Se estremeció e hizo aspavientos con los brazos.

—Y esa preciosa joven… —dijo—. ¡Es terrible!

La puerta se cerró tras ellos y el anciano arrastró los pies hasta sus amigos plumíferos y destapó las jaulas. Fue recompensado con una cacofonía agradecida e introdujo el dedo en una de las jaulas para que uno de ellos lo mordisqueara con delicadeza.

—Violación, es espantoso —le dijo al papagayo, que asintió con la cabeza para mostrar que estaba de acuerdo—. ¡Es posible que haya sido alguien de este edificio! No, ha tenido que ser alguien de fuera. Tal vez fue aquel hombre del coche rojo, no había visto ese vehículo antes.

Retiró el dedo y procedió lentamente a sentarse en su desgastado y confortable butacón, situado cerca de la ventana. Solía reposar en él cuando las noches en vela lo sacaban del calor de su lecho. La ciudad era su amiga, siempre y cuando se quedara dentro de sus seguras paredes. Había vivido en el mismo piso toda su vida y había visto cómo eran sustituidos los carruajes por ruidosos automóviles, los faroles de gas por luz eléctrica, y cómo los adoquines eran recubiertos de asfalto negro. Conocía su vecindario, al menos lo que permitía la observación desde una ventana de la primera planta. Estaba al tanto de los coches que pertenecían a su portal y de quiénes eran sus propietarios. No había visto nunca antes el coche rojo y tampoco había reconocido al individuo joven y alto que se había sentado detrás del volante aquella madrugada. Debía de ser él.

Continuó sentado durante un rato e incluso echó una cabezadita. Luego se dirigió discretamente a la cocina para calentarse un poco de sopa.

Ninguno de los vecinos había oído o visto nada. La mayoría de ellos habían reparado en la visita de los policías el domingo por la mañana, por lo que los rumores se habían hecho con el edificio. Todo el mundo sabía bastante más que el simpático anciano del primero, aunque aquella información carecía de interés. Eran historias contadas una y otra vez entre los propios vecinos de escalera. Relatos encendidos por encima del pasamanos, incluyendo movimientos de cabeza horrorizados de incredulidad, especulaciones y promesas recíprocas de que todos iban a estar más atentos de ahora en adelante.

Kristine Håverstad no estaba en casa. Hanne lo sabía, pero quiso asegurarse. Llamó al timbre y esperó unos segundos antes de abrir la puerta. Obtuvo las llaves durante el interrogatorio, de la propia inquilina, que declaró de paso su intención de mudarse a casa de su padre durante un periodo de tiempo indefinido.

El piso estaba recogido, bien cuidado y agradable. No era grande, y los agentes constataron pronto que estaba compuesto de un salón con cocina americana y un dormitorio espacioso con un escritorio en una de las esquinas. Las habitaciones daban a un estrecho y largo pasillo. El baño era tan pequeño que uno podía estar sentado en la taza, ducharse y lavarse los dientes a la vez. Estaba limpio, con un ligero aroma a lejía.

La Policía Científica ya había estado allí, por lo que sabía que no encontraría nada relevante, pero sentía curiosidad. La cama estaba sin hacer, aunque cuidadosamente tapada con un edredón. No era una cama doble, pero tampoco tan pequeña como para no albergar a dos buenos amigos. Estaba hecha de pino con decoraciones en la parte superior de cada pata. Justo debajo de ellas, observó un pequeño borde desigual de color oscuro. Se puso en cuclillas y dejó que los dedos acariciaran la huella. Se clavó unas astillas diminutas de la madera en los dedos. Suspiró profundamente, abandonó el cuarto y se quedó a esperar en la entrada del salón.

—¿Qué es lo que buscamos? —preguntó Erik, lleno de dudas.

—Nada —dijo Hanne, mirando al vacío para resaltar su posición sobre el asunto—. No buscamos nada, solo quiero saber cómo es este piso, al que Kristine Håverstad nunca estará en condiciones de volver.

—Es una putada —murmuró el joven.

—Es más que eso —dijo Hanne—. Es mucho más que eso.

Cerraron con llave la puerta del apartamento, con las dos cerraduras de seguridad, y volvieron dando un rodeo en dirección a la jefatura. Erik estaba encantado. Después del viaje, no sabía si estaba más enamorado de Hanne o de su enorme Harley rosa.

Martes, 1 de junio

K
ristine esperó sentir alguna forma de temor, pero no lo hizo, y lo cierto es que daba igual. No necesitaba ningún abogado, realmente no necesita a nadie. Solo deseaba quedarse en casa, en casa de su padre. Quería cerrar con llave todas las puertas y sentarse a ver la televisión. En cualquier caso, no quería ningún abogado. Pero la policía había insistido, le había mostrado una lista de nombres que ella denominaba «abogados asistenciales», y había destacado el nombre de Linda Løvstad como una buena elección. Al asentir con la cabeza y alzar los hombros, Hanne había llamado a la letrada en su nombre. Kristine ya podía personarse en el despacho a las 10.30 del día siguiente.

Ahora se encontraba justo delante de la dirección indicada e intentaba sentir algo de aprensión. Habían manipulado el rótulo debido al cambio de uno de los abogados, pero seguía siendo legible: «Abogados Andreassen, Bugge, Hoel y Løvstad, 2ª planta». Letras negras sobre latón desgastado.

Al abrir la puerta de cristal de la primera planta, un perro se acercó a ella moviendo la cola. Se sobresaltó, pero un hombre que, por su indumentaria, era imposible que fuera abogado, la tranquilizó. Llevaba vaqueros rotos y zapatillas deportivas. Sonrió y cogió al perro del collar y lo arrastró hasta un despacho, donde lo puso firmemente en su sitio. Al fondo de un larguísimo pasillo yacía otro perro, grande y gris, con la cabeza entre las patas delanteras y una expresión de tristeza, como si entendiese todo por lo que ella había pasado. Una chica delgada y bien arreglada, sentada tras un puesto que combinaba recepción y centralita, la invitó a seguir el pasillo hacia el gris y afligido perro.

—La penúltima puerta a la izquierda —dijo en voz baja y con una sonrisa.

—Entre —oyó, incluso antes de llamar a la puerta.

Tal vez el hombre del primer perro fuera abogado. Lo cierto es que esta abogada no calzaba deportivas, sino zapatillas chinas, vaqueros y una blusa que Kristine reconocía de H amp;M. Tampoco la oficina se caracterizaba por su ostentación; además, vio que un tercer perro del bufete estaba tumbado en una esquina. Tal vez fuese un requisito para trabajar ahí: tener un perro. Era uno de esos callejeros, delgado, feo y negro como un cuervo, pero con ojos grandes y bonitos.

Una gigantesca mesa en forma de arco ocupaba casi todo el espacio. Las estanterías eran sencillas y no muy llenas, y en el suelo, apoyado contra la pared, tropezó con un gigantesco y grotesco gato de peluche. No era especialmente bonito y tampoco muy gracioso, pero, junto con un cochecito de Policía, carteles baratos y una maceta blanca con abundantes alegrías, confería al despacho una sensación menos inquietante.

La abogada se levantó y extendió la mano en cuanto Kristine entró por la puerta. Era delgada y larguirucha, plana como una tabla, con el pelo rubio y ralo, al que se intentaba en vano darle volumen recogiéndolo en forma de moño. Pero el rostro era amable; su sonrisa, hermosa; y el apretón de manos, firme. La invitó a un café, sacó una carpeta vacía de color crema y empezó a anotar los datos personales.

Kristine no tenía la menor idea de lo que hacía en ese lugar. Bajo ninguna circunstancia soportaría volver a contar toda la historia.

La mujer era adivina.

—No es necesario que me relates la violación —dijo, tranquilizándola—. Recibo la documentación de la Policía.

La pausa que siguió no fue para nada embarazosa, solo tranquilizadora. La abogada la miró con una sonrisa, hojeó algunos papeles que no podían concernirla y esperaba, tal vez, que dijera algo. Kristine se quedó mirando el gato de peluche mientras frotaba el brazo de la silla. Al ver que la abogada seguía sin dar señales de querer decir algo, alzó ligeramente los hombros y echó la mirada al suelo.

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