—Tengo una pregunta —dijo Bill en voz alta pero temblorosa, mientras sus palabras caían como bombas en el repentino silencio que siguió al frenético golpear de X.
—No es tiempo para preguntas —le respondió impacientemente X—. Ha llegado la hora de actuar.
—No me importa el actuar —dijo Bill, nerviosamente consciente de que todos los ojos, humanos, electrónicos y criados en probetas, lo contemplaban—. Pero desearía saber para quién lo voy a hacer. Nunca nos ha dicho quién va a suceder al Emperador cuando este haya desaparecido.
—Nuestro líder es un hombre llamado X, eso es todo lo que necesita saber.
—¡Pero ese es también el nombre de usted!
—Al fin está adquiriendo un rudimento de la Ciencia Revolucionaria. Todos los jefes de célula son llamados X para confundir al enemigo.
—No sé lo que le pasará al enemigo, pero a mí sí que me confunde.
—Habla cómo un contrarrevolucionario —chilló X, y apuntó el revólver a Bill. Las filas de atrás se vaciaron cuando todos se apresuraron a salir del campo de tiro.
—¡No lo soy! Soy tan buen revolucionario como cualquiera de los presentes… ¡Arriba la Revolución! —dio el saludo del Partido, con las dos manos agarradas sobre la cabeza, y se sentó apresuradamente. Todos los demás saludaron a su vez y X, algo aplacado, apuntó con el cañón de su arma a un gran mapa colgado de la pared.
—Ese es el objetivo de nuestra célula: la Planta de Energía Imperial en la Plaza Chauvinística. Nos concentraremos cerca de ella en pelotones, y luego nos uniremos para un ataque conjunto a las 0016 horas. No se espera que haya resistencia, pues la planta no está vigilada. Se les entregarán armas y antorchas al salir, así como instrucciones impresas sobre la ruta correcta hasta los puntos de reunión, en beneficio de los desplanados de entre ustedes. ¿Alguna pregunta? amartilló el revólver, y lo apuntó al encogido Bill. No hubo preguntas—. Excelente. Nos pondremos en pie, y cantaremos el Himno de la Gloriosa Revolución. En un coro mixto de voces y altavoces mecánicos, cantaron:
Alzaos, oh prisioneros de la burocracia,
Repugnantes obreros de Helior,
Alzaos y haced la Revolución,
¡Con pistolas, pies, puños y garras!
Animados por este entusiasta y monótono ejercicio, salieron en lentas filas, recogiendo sus equipos revolucionarios. Bill se metió en el bolsillo las instrucciones impresas, se echó al hombro su antorcha y el lanzarrayos de pedernal, y se apresuró una vez más a lo largo de los corredores. Casi no le quedaba tiempo para el largo viaje que tendría que hacer, y debía de informar previamente a la C.I.A.
Esto era más fácil de decir que de hacer, y comenzó a sudar mientras marcaba de nuevo el número. Era imposible conseguir línea y, o bien las centralitas estaban ocupadas, o bien los revolucionarios habían comenzado a interferir las comunicaciones. Suspiró tranquilizado cuando las insolentes facciones de Pinkerton llenaron por fin la pequeña pantalla.
—¿Qué pasa?
—He descubierto el nombre del líder de la revolución. Es un hombre llamado X.
—¿Y pretende una prima por eso, estúpido? Esa información está en los archivos desde hace meses. ¿Algo más?
—Bueno… la revolución va a comenzar a las 0016 horas, y pensé que le gustaría saberlo.
Esto le demostrará lo que valgo, pensó. Pinkerton bostezó.
—¿Eso es todo? Para su conocimiento, le diré que esa información ya está pasada. No es usted el único espía que tenemos, aunque probablemente sea el peor. Ahora escuche. Anótese esto en algún sitio para que no lo olvide. Su célula tiene que atacar la Planta de Energía Imperial. Vaya con ellos hasta la Plaza, luego busque una tienda con el letrero JAMONES HEBREOS CONGELADOS, donde estará escondida nuestra unidad. Vaya allí y preséntese a mí, ¿entiende?
—Afirmativo. —Se cortó la comunicación, y Bill buscó un trozo de papel de embalar y una cuerda con los que envolver la antorcha y el lanzarrayos hasta que llegara el momento de usarlos. Tenía que apresurarse: quedaba poco tiempo para la hora cero, y la distancia a recorrer era mucha y la ruta muy complicada.
—Casi ha llegado tarde —le dijo Golem el androide, cuando Bill casi se derrumbó en el callejón sin salida que era el punto de reunión.
—No me grites, hijo de probeta —jadeó Bill, rasgando el papel del paquete—. Dame lumbre para mi antorcha.
Ardió una cerilla, y en un instante se prendieron y humearon las embreadas antorchas. La tensión creció mientras el segundero se acercaba a la hora, y los pies se agitaron nerviosos sobre el pavimento metálico. Bill saltó cuando sonó el agudo toque de un silbato, y entonces surgieron del callejón en una oleada humana e inhumana, con un gutural grito surgiendo de gargantas y altavoces, con las armas dispuestas. Corrieron por pasillos y corredores, con chispas como lluvia cayendo de sus antorchas. ¡Eso era la revolución! Bill se dejó llevar por la emoción y la masa de cuerpos, y vitoreó tan enérgicamente como los demás, y apretó la antorcha primero contra una pared y luego contra una de las sillas de una acera rodante, lo cual hizo que se apagara, pues todo lo que hay en Helior o está hecho en metal o es incombustible. No había tiempo de volverla a encender, y la arrojó a lo lejos cuando surgían a la inmensa plaza que se hallaba frente a la planta de energía. La mayor parte de las antorchas se habían ya apagado, pero no las necesitarían, tan solo tendrían que utilizar ahora sus lanzarrayos de pedernal para volarle las tripas a cualquier sucio lacayo del Emperador que tratase de interponerse en su camino. Otros grupos estaban surgiendo de las calles que llevaban a la plaza, uniéndose en una arrolladora masa ciega que atronaba hacia las tétricas paredes de la estación de energía.
Un letrero luminoso que parpadeaba llamó la atención de Bill. Decía: JAMONES HEBREOS CONGELADOS, y tragó saliva al volverle la memoria. ¡Por Arimán que se había olvidado de que era un espía de la C.I.A., y había estado a punto de unirse al ataque a la planta de energía! ¡aún tenía tiempo de escapar antes de que cayese el contragolpe! Sudando bastante, comenzó a abrirse camino por entre la multitud hacia el letrero… luego se halló al borde de la misma y corriendo hacia la seguridad. No era tarde todavía. Asió la manija y tiró de ella, pero la puerta no quiso abrirse. Aterrorizado, la giró y agitó hasta que todo el frontis del edificio comenzó a estremecerse, moviéndose de un lado para otro y crujiendo. Se lo quedó contemplando en paralizado horror, hasta que un fuerte siseo le llamó la atención:
—Ven aquí, estúpido mamón —susurró la voz; y miró, para ver al agente Pinkerton de la C.I.A. en la esquina del edificio haciéndole señas irritado. Bill siguió al agente, torciendo la esquina, y encontró allí a una apreciable multitud, y había sitio bastante para todos porque no había edificio. Ahora Bill podía ver que el edificio era tan solo un decorado hecho de cartón piedra con una manija clavada, asegurado por unos soportes de madera a la parte delantera de un tanque atómico. Un cierto número de soldados con pesadas armaduras y agentes de la C.I.A., así cómo un número aún mayor de revolucionarios, estaban agrupados alrededor de los costados acorazados y de las orugas del tanque. Al lado de Bill estaba el androide, Golem.
—¡Usted! —se atraganto Bill, y el androide arrugó los labios en una cuidadosa y ensayada mueca despectiva.
—Naturalmente… lo vigilaba para la C.I.A. No se deja nada al azar en esta organización.
Pinkerton estaba mirando a través de un orificio en el falso frontis.
—Creo que todos los agentes se han puesto ya a salvo —dijo—. pero tal vez deberíamos esperar algo más. Según las últimas estadísticas, había agentes de sesenta y cinco grupos de investigación, espionaje y contraespionaje vigilando esta operación. Esos revolucionarios no tenían ninguna posibilidad…
Desde la planta aulló una sirena, lo cual era aparentemente una señal preestablecida, pues los soldados golpearon el decorado de cartón piedra hasta que se soltó y cayó al suelo.
La Plaza Chauvinística estaba vacía.
Bueno, realmente, no estaba vacía. Bill miró bien y vio que todavía quedaba en ella un hombre; al principio, no lo habla visto. Estaba corriendo en su dirección, pero se paró con un débil gemido cuando vio lo que estaba escondido tras el edificio.
—¡Me rindo! —gritó, y Bill vio que era el hombre llamado X. Se abrieron las puertas de la planta de energía y por ellas surgió un escuadrón de tanques lanzallamas.
—¡Cobarde! —bufó Pinkerton, echando hacia atrás el seguro de su pistola—. No trate de escurrir el bulto ahora, X, y al menos muera cómo un hombre.
—No soy X… ese es tan solo un nombre falso —se arrancó su falsa barba y bigote para mostrar un agitado y anodino rostro—. Soy Gill O’Teen, Graduado y Doctor por la Escuela Imperial de Contraespionaje y Dobleagentismo. Fui encargado de esta operación, puedo probarlo, tengo documentos. El Príncipe Microcéfalo me pagó para que destronase a su tío y así pudiese proclamarse él Emperador…
—Me cree estúpido —cortó Pinkerton, apuntándole con su arma—. El Viejo Emperador, descanse en paz, murió hace un año, y el Príncipe Microcéfalo es el Nuevo Emperador. ¡No puede hacer una revolución contra el hombre que lo contrató!
—Nunca leo los periódicos —gimió O’Teen, alias X.
—¡Fuego! —ordenó implacable Pinkerton, y de todos lados cayó una avalancha de proyectiles atómicos, chorros de llamas, balas y granadas. Bill se echó al suelo y, cuando alzó la cabeza, la plaza estaba vacía, a excepción de una grasienta mancha y un poco profundo hueco en el pavimento. Mientras seguía mirando, apareció zumbando un robot barrendero y absorbió la grasa. Zumbó otro poco, y rellenó el hueco con un chorro de líquido reparador de un tanque de su interior. Cuando rodó alejándose, no quedaba ni rastro de nada.
—Hola, Bill… —dijo una voz que era tan paralizadoramente familiar que el cabello de Bill se puso de punta y le quedó como si fuera la cerda de un cepillo. Se giró y vio un pelotón de PM que estaba allí, y especialmente contempló a la enorme y repugnante forma del que los mandaba.
—Deseomortal Drang… —se asombró.
—El mismo.
—¡Sálveme! —jadeó Bill, corriendo hacia el agente Pinkerton de la C.I.A. y abrasándose a sus rodillas.
—¿Salvarlo? —rió este, dándole un rodillazo en la mandíbula y echándolo de espaldas—. Yo soy quien los ha llamado. Muchacho, comprobamos tu historial, y averiguamos que estás en un buen lío. Hace un año que desertaste del Ejército, y no queremos a desertores en nuestro equipo.
—Pero trabajé para usted… le ayudé…
—Llévenselo —dijo Pinkerton, y le dio la espalda.
—No hay justicia —gimió Bill, mientras los odiados dedos se clavaban de nuevo en sus brazos.
—Claro que no —le dijo Deseomortal—. ¿O es que creías lo contrario?
Se lo llevaron a rastras.
—Quiero un abogado. ¡Tengo que tener un abogado! ¡Sé cuáles son mis derechos!
Bill golpeaba los barrotes de su celda con la jarra mellada en la que le servían su única comida diaria de pan y agua, gritando a todo pulmón para atraer la atención. Nadie llegó en respuesta a sus llamadas y finalmente, ronco, cansado y deprimido, se echó en el nudoso camastro de plástico y se puso a contemplar el techo metálico. Hundido en su miseria, contempló el gancho durante largos minutos hasta que finalmente lo vio por primera vez. ¿Un gancho? ¿Para qué habría allí un gancho? aún en su apatía le preocupaba, tal y como le preocupaba el que le hubieran dado un resistente cinturón de plástico con una firme hebilla para sus pantalones de presidiario. ¿Y quién usa un cinturón en unos pantalones que forman parte de un mono? Le habían quitado todo lo que llevaba y le habían entregado tan solo unas zapatillas de papel, un mono arrugado y un excelente cinturón. ¿Por qué? ¿Y por qué había un sólido gancho rompiendo la simétrica desnudez del techo?
—¡Estoy salvado! —gritó Bill; y saltó hacia arriba, balanceándose en el borde del camastro y sacándose el cinturón. Había un agujero en el refuerzo del extremo del cinturón que se ajustaba perfectamente al gancho; mientras que, por otra parte, la hebilla formaba un perfecto nudo corredizo que se ajustaría maravillosamente a su cuello. Y podría pasárselo por la cabeza, ajustar la hebilla bajo su oreja, saltar desde el camastro y estrangularse dolorosamente con los pies a un palmo del suelo. Era perfecto.
—¡Es perfecto! —gritó alegremente, y saltó del camastro y corrió en círculos bajo el nudo, gritando Jauu-jauu-jauu tapándose y destapándose la boca con la mano.
—¡No estoy perdido, acabado, terminado y eliminado! ¡Quieren que me mate yo mismo para facilitarles las cosas!
Esta vez se echó en la cama sonriendo feliz y tratando de pensar en ello. Tenía que haber una posibilidad de que pudiera escapar de esto con vida, o no se habrían tomado este trabajo para asegurarse de que tenía una oportunidad de colgarse él mismo. ¿O acaso estarían jugando una partida doble, haciéndole creer que había esperanzas cuando no había ninguna? No, eso era imposible. Tenían una buena serie de atributos: mezquindad, avaricia, irritabilidad, vengatividad, superioridad, apetencia de poder… la lista era casi interminable, pero de una cosa estaba seguro: la sutileza no estaba en ella.
Pero, ¿a quién le estaba echando las culpas? Por primera vez en su vida, Bill se preguntó quiénes serían esos ellos a los que siempre se les echan las culpas. Todo el mundo los culpaba a ellos de todo, todo el mundo sabía que ellos traían los problemas. Hasta sabía por experiencia propia como eran ellos. Pero, ¿quién eran ellos?
Se oyó raspar una pisada en la parte exterior de la puerta, y cuando miró vio a Deseomortal Drang contemplándolo con resentimiento.
—¿Quién son ellos? —preguntó Bill.
—Ellos son cualquiera que quiere formar parte de su grupo —le contestó filosóficamente Deseomortal, haciendo resonar uno de sus colmillos—. Ellos son tanto un estado mental cómo una institución.
—¡No me suelte esas paparruchadas místicas! Lo que quiero es una respuesta concreta a una pregunta concreta.
—Estoy contestándote concretamente —le dijo con toda sinceridad Deseomortal—. Mueren y son reemplazados, pero la institución de los ellos continúa.
—Lamento haber hecho esa pregunta —dijo Bill, deslizándose hasta que pudo susurrar por entre los barrotes— Necesito un abogado. Deseomortal, viejo camarada, ¿puede hallarme un buen abogado?