Bill, héroe galáctico (23 page)

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Authors: Harry Harrison

Tags: #ciencia ficción

BOOK: Bill, héroe galáctico
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—No hay problema con eso, simplemente nos llevaremos el cadáver con nosotros.

—Miró a los dos camilleros y jugueteó con su arma, y no hubo protestas—. Mándeme aquí a ese teniente.

El teniente vino.

—Capellán —dijo Bill, alzando la página del libro de notas—. Me gustaría tener la firma de un oficial en esto. Justo antes de morir este hombre me dictó su testamento, pero estaba demasiado débil para firmarlo, así que le puso la huella dactilar. Ahora usted escriba que lo vio hacerlo y que todo está bien y es legal, y firme con su nombre.

—Pero… no podría hacer eso, hijo mío. No vi como el fallecido dictaba su testamento y Glummmmp…

Dijo Glummmmp porque Bill le había metido el cañón de la pistola atómica en la boca y lo estaba haciendo girar con el dedo vibrando sobre el gatillo.

—Dispara —dijo el sargento de infantería, y tres de los hombres, que podían ver lo que estaba pasando, aplaudieron. Bill retiró lentamente la pistola.

—Tendré gran placer en ayudar —dijo el capellán, arrebatándole la pluma.

Bill leyó el documento, gruñó satisfecho, y luego se acuclilló junto al enfermero.

—¿Estás en el hospital? —le preguntó.

—En efecto, y si logro regresar no voy a salir de él nunca más. Tuve la mala suerte de estar recogiendo heridos cuando se produjo el ataque.

—He oído que no se llevan a ningún herido. Que solo los ponen en condiciones y los devuelven a la línea de fuego.

—Oíste bien. Esta va a ser una guerra difícil de sobrevivir.

—Pero deben de haber algunos heridos demasiado graves como para volverlos al servicio activo.

—Son los milagros de la medicina moderna —le contestó el enfermero, mientras se enfrentaba con un pastel de carne deshidratado—. O te mueres, o te han puesto bueno en un par de semanas.

—¿Y si a uno le vuelan un brazo?

—Tienen un congelador lleno de brazos viejos. Te cosen uno y bang, de vuelta al servicio.

—¿Y qué tal con los pies? —le preguntó Bill preocupado.

—¡Tienes razón… me olvidé! Hay escasez de pies. Tenemos a tantos tíos sin pies que se nos están acabando las camas. Habían comenzado justamente a sacarlos del planeta cuando me capturaron.

—¿Tienes algunas píldoras contra el dolor? —le preguntó Bill, cambiando de conversación. El enfermero sacó una botella blanca.

—Tres de estas y te reirías mientras te estuviesen cortando la cabeza.

—Dame tres.

—Si por casualidad ves a un tipo que le hayan volado un pie, lo mejor será que le ates algo alrededor de la pierna, por sobre la rodilla, para cortar la hemorragia.

—Gracias, compañero.

—De nada.

—Pongámonos en marcha —dijo el sargento de infantería—. Cuanto antes lo hagamos, más posibilidades tendremos.

Ocasionales relámpagos de los átomorifles quemaban el follaje por encima de ellos, y el estampido seco de las armas pesadas hacía agitarse el barro bajo sus pies. Caminaron paralelamente a la línea de fuego hasta que este hubo cesado, luego se detuvieron. Bill, que era el único no encadenado, se adelantó en reconocimiento. Las líneas enemigas parecían poco densas, y encontró un lugar que parecía ser el mejor para atravesarlas. Luego, antes de regresar, se sacó una fuerte cuerda que había tomado de los paquetes y se hizo un torniquete sobre la rodilla derecha, apretándolo con un palo, tragándose luego las tres píldoras. Se quedó tras unos espesos matorrales cuando llamó a los otros.

—Todo recto, y luego a la derecha por entre esos árboles. Vamos… ¡rápido!

Bill abrió la marcha hasta que los primeros hombres pudieron ver las líneas al frente. Luego gritó:

—¿Qué es esto? —y se introdujo entre el espeso follaje ¡Chingers! —gritó, y se sentó con la espalda recostada en un árbol.

Tomó buena puntería con la pistola y se voló el pie derecho.

—¡Moveos, rápido! —aulló, y escuchó el estrépito de los asustados hombres entre la maleza. Lanzó lejos su pistola, disparó al azar hacia los árboles unas cuantas veces, luego se irguió. El átomorifle le servía bastante como muleta para cojear, y no tenía mucho camino que recorrer. Dos soldados, que debían ser bisoños o habrían sabido mejor lo que se hacían, salieron de sus refugios para ayudarle.

—Gracias, compañeros —jadeó, y se desplomó al suelo—. La guerra es un puro infierno.

EPILOGO

La música marcial creaba ecos en la ladera de la colina, rebotando en las aristas rocosas y perdiéndose en las silenciosas sombras verdes bajo los árboles. Girando la curva, marcando orgullosamente el paso entre el polvo, llegó el pequeño desfile a cuya cabeza se encontraba la magnífica forma del robot-banda. El sol se reflejaba en sus doradas extremidades y parpadeaba en los metálicos instrumentos que tocaba con tanto entusiasmo. Una pequeña formación de robots surtidos rodaba y traqueteaba tras él, y cerrando la columna iba la solitaria figura del canoso sargento reclutador, marchando solitario, con las hileras de sus medallas tintineando. Aunque el camino era liso, el sargento trastabilleó de pronto, casi cayendo, y se puso a blasfemar con toda la experiencia de los largos años de oficio.

—¡Alto! —ordenó, y, mientras su pequeña compañía frenaba hasta detenerse, se recostó contra la pared de piedra que bordeaba el camino y se arremangó la pernera derecha de su pantalón. Cuando silbó, uno de los robots se acercó rápidamente y le presentó una caja de herramientas, de la que el sargento tomó una gran llave inglesa, con la que se apretó una de las tuercas del tobillo de su pie artificial. Luego le echó unas gotas de aceite a una juntura y volvió a bajarse la pernera. Cuando se irguió, se dio cuenta de que una robomula estaba tirando de un arado tras la verja, con un robusto mocetón pueblerino guiándola.

—¡Cerveza! —ladró el sargento, y luego—. El lamento de un espacionauta.

El robot-banda inició los compases de la suave melodía de la vieja canción, y para cuando el surco llegó hasta los límites del campo ya estaban sobre la cerca dos jarras de cerveza helada.

—Esa es una bonita canción —dijo el campesino.

—Bebe una cerveza conmigo —dijo el sargento, echando en la jarra un polvillo blanco de un paquete que tapaba con la mano.

—No me importaría hacerlo, hoy hace aquí más calor que en el in…

—Dilo tranquilamente: infierno. Ya he oído antes esa palabra.

—A mami no le gusta que diga palabrotas. Vaya si tiene usted unos dientes largos, señor.

El sargento hizo resonar un colmillo.

—Un tiparrón como tú no debería preocuparse por algunas palabrotas más o menos. Si fueras soldado, podrías decir infierno, o hasta mamón, todas las veces que quisieras.

—No creo que desee decir nada como eso —se ruborizó, a pesar de lo curtido de su rostro—. Gracias por la cerveza, pero ahora tengo que seguir arando. Mami me dijo que jamás tenía que hablar con los soldados.

—Tu mami tiene razón, hijo. La mayor parte de ellos son un rebaño de sucios borrachos y blasfemos. Escucha: ¿te gustaría ver una foto que tengo de una robomula nueva que puede funcionar 1.000 horas sin que tenga que ser lubrificada? —el sargento echó la mano hacia atrás y un robot le puso en ella un visor.

—¡Eso sí que suena interesante! —el pueblerino se llevó el visor a los ojos y miró por él, y se puso aún más encarnado—. Esto no es una mula, señor, es una chica, y sus ropas son…

El sargento extendió rápidamente la mano y apretó un botón en lo alto del visor. Algo hizo trunk en su interior, y el campesino se quedó quieto, rígido y paralizado. No se movió ni cambió de expresión cuando el sargento le quitó la pequeña máquina de entre sus paralizados dedos.

—Toma esta pluma —le dijo el sargento, y los dedos del otros se cerraron sobre ella

—. Ahora firma en este documento, justamente debajo de donde dice firma del recluta… —la pluma rechinó, y un repentino chillido traspasó el aire.

—¡Mi Charlie! ¿Qué le está haciendo a mi Charlie? —una vieja mujer de pelo blanco gimió mientras llegaba corriendo por la colina.

—Su hijo es ahora un soldado para mayor gloria del Emperador —dijo el sargento, haciéndole una seña al robot sastre.

—¡No… por favor! —suplicó la mujer, agarrando la mano del sargento y regándola con sus lágrimas—. Ya perdí un hijo… ¿no es eso bastante…? —Parpadeó entre las lágrimas, y luego parpadeó de nuevo—. Pero tú… ¡tú eres mi hijo! ¡Mi Bill que ha vuelto a casal Te reconozco a pesar de esos dientes, y de las cicatrices, y de esa mano negra y del pie artificial. ¡Una madre nunca olvida!

El sargento miró con el ceño fruncido a la mujer.

—Creo que tal vez tenga razón —dijo—. Ya me pareció que el nombre de Phigerinadon II me sonaba familiar.

El sastre robot había cumplido con su tarea, la guerrera de papel rojo brillaba orgullosa al sol, las botas unimoleculares resplandecían.

—¡A formar! —gritó Bill, y el recluta saltó la tapia.

—Billy, Billy… —gimoteó la mujer—. ¡este es tu hermanito Charlie! No irás a llevarte a tu propio hermanito al Ejército, ¿no?

Bill pensó en su madre, y luego pensó en su hermano menor Charlie, y luego pensó en el mes que le quitarían de su período de servicio por cada recluta que llevase, y dio al momento su respuesta:

—Sí —dijo.

La música resonó, los soldados marcharon, la madre lloró, como siempre han hecho las madres, y la marcial pequeña formación marcó el paso por el camino, sobre la colina, y se perdió de vista en el atardecer.

FIN

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