Read Bill, héroe galáctico Online

Authors: Harry Harrison

Tags: #ciencia ficción

Bill, héroe galáctico (14 page)

BOOK: Bill, héroe galáctico
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El pequeño grupo de hombres emergió a una sala brillantemente iluminada, molestándoles algo el repentino resplandor. Litvok les hizo una seña para que se detuvieran y miró cuidadosamente en ambas direcciones, luego hizo pantalla con una mano rebozada de suciedad detrás de su oreja en forma de coliflor y escuchó, frunciendo el ceño por el esfuerzo.

—Parece que todo está bien. Schmutzig, tú te quedas aquí y das la alarma si viene alguien; Sporco, atraviesa la sala hasta el otro lado y haz lo mismo; tú, el nuevo Golph, vienes conmigo.

Los dos centinelas se dirigieron hacia sus puestos, mientras Bill seguía a Litvok hasta una salita que contenía una puerta metálica cerrada que el fornido jefe abrió con un simple golpe de martillo de metal que sacó de algún lugar oculto entre sus mugrientas ropas. En el interior, había un cierto número de tubos de diversas dimensiones que se alzaban del suelo y se desvanecían en el techo de arriba. Cada tubo estaba marcado con un número, y Litvok lo señaló.

—Tenemos que encontrar el kl-256-B —dijo—. Vamos.

Bill encontró rápidamente el tubo, tenía el grosor de su muñeca, y acababa de llamar al jefe de la manada cuando sonó un agudo silbido en la sala.

—¡Fuera! —dijo Litvok, y empujó a Bill frente a él. Luego cerró la puerta y se puso frente a ella, de tal forma que con su cuerpo cubría la cerradura rota. Se oyó un siseo y un ronroneo crecientes que se acercaban desde la sala hacia ellos, mientras esperaban en la salita. Litvok ocultaba su martillo tras de sí, y el ruido creció hasta que apareció un robot de limpieza que giró hacia ellos sus ojos binoculares montados sobre antenas.

—¿Harán el favor de echarse a un lado? Este robot desea limpiar el lugar en el que se encuentran —dijo una voz grabada desde el interior del robot, con tono firme. Hizo girar esperanzado sus cepillos en su dirección.

—Lárgate —gruñó Litvok.

—La interferencia con un robot de limpieza durante el desempeño de su deber es un crimen castigable, al mismo tiempo que un acto antisocial. ¿Se han entretenido en pensar cuál sería la situación si el Departamento de Limpieza no…?

—Bocazas —rugió Litvok, y golpeó al robot en la parte alta de su caja craneana con el martillo.

—¡Uonkiti! —aulló el robot, y escapó zigzagueando a lo largo de la sala, chorreando agua por sus aspersores.

—Acabemos con esto —dijo Litvok, abriendo de nuevo la puerta. Le entregó el martillo a Bill, y sacando una sierra de metales de algún lugar de sus despedazadas ropas atacó la tubería con frenéticos tirones. La tubería de metal era dura, y al cabo de un minuto ya estaba empapado en sudor y comenzaba a cansarse.

—Sigue tú —le chilló a Bill—. ve tan de prisa como puedas, y luego te sustituiré.

Turnándose, les llevó menos de tres minutos el segar completamente el tubo. Litvok volvió a meterse la sierra entre sus ropas y tomó el martillo.

—Prepárate —dijo, escupiendo en sus manos y dando luego un tremendo martillazo a la tubería.

Con dos golpes logró que la parte superior del tubo cortado se doblase hasta desalinearse con la parte inferior, y del orificio comenzó a manar un río sin fin de salchichas tipo Frankfurt verdes enlazadas. Litvok tomó un extremo de la cadena y se lo echó por sobre los hombros de Bill, luego comenzó a enrollar vueltas y más vueltas de las cosas sobre sus hombros y brazos, cada vez más alto. Llegaron al nivel de los ojos de Bill, y este pudo leer las blancas letras estampadas sobre sus formas de color gris hierba: SUPERCLORAS, decía, y también: ¡REPLETAS DE SOL! y: LA MARCA DE DISTINCIÓN, y: PRUEBE NUESTRAS TROTAMBURGUESAS LA PRÓXIMA VEZ.

—Ya basta —gruñó Bill, tambaleándose bajo el peso. Litvok cortó la cadena y comenzó a enrollársela sobre sus propios hombros, cuando el fluir de cosas verdes cesó repentinamente. Tiró de las últimas que quedaban en el tubo y corrió hacia la puerta.

—Ha sonado la alarma, nos persiguen. ¡Huyamos antes de que lleguen los polis! Silbó fuertemente, y los vigías llegaron corriendo para unírselas. Corrieron, con Bill tambaleándose bajo el peso de las salchichas, en una carrera de pesadilla a través de los túneles, bajando escaleras de mano y tubos aceitados, hasta que alcanzaron una polvorienta área desierta en la que las débiles luces eran pocas y muy espaciadas. Litvok abrió una trampilla del suelo y se dejaron caer uno a uno, para arrastrarse por un túnel de cables y tubos entre dos niveles. Schmutzig y Sporco iban detrás para recoger las salchichas que caían de la dolorida espalda de Bill. Finalmente, a través de una rejilla cortada, llegaron a su totalmente oscuro destino, y Bill se derrumbó en el suelo, que se hallaba cubierto de despojos. Con gritos de ansia, los otros le arrebataron su carga, y al cabo de un minuto ardía un fuego en una papelera de metal y las verdes salchichas se estaban tostando en una parrilla.

El delicioso olor de la clorofila asada animó a Bill, que miró a su alrededor con interés. A la parpadeante luz de las llamas vio que se encontraba en una inmensa cámara que se desvanecía por todos los lados en la oscuridad. Unos gruesos pilares soportaban el techo y la ciudad de encima, y entre ellos se alzaban inmensas pilas y montones de todos los tamaños. El viejo, Sporco, caminó hasta el montón más cercano y arrancó algo. Cuando regresó, Bill pudo ver que llevaba hojas de papel, que comenzó a echar una a una al fuego. Una de las hojas cayó cerca de Bill, y este vio, antes de echarla a las llamas, que se trataba de un impreso gubernamental de algún tipo, amarillento por la edad.

Aunque a Bill nunca le habían gustado las supercloras, le encantaron ahora. El apetito servía de salsa, y el papel ardiendo les daba un nuevo sabor. Ayudaron a pasar las salchichas con herrumbrosa agua de un cubo colocado bajo una gotera de una tubería, con lo que tuvieron un festín de reyes. Esta es la buena vida, pensó Bill, sacando otra super del fuego y sorbiendo: buena comida, buena bebida, buenos amigos. Un hombre libre.

Litvok y el viejo ya estaban durmiendo sobre camas hechas con papel arrugado, cuando el otro, Schmutzig, se acercó a Bill.

—¿Has encontrado mi tarjeta de identidad? —preguntó con un hueco suspiro, y Bill se dio cuenta de que el hombre estaba loco. Las llamas se reflejaban en forma extraña en los astillados cristales de sus gafas, y Bill pudo ver que tenían montura de plata, y que en otro tiempo debieron de ser muy caras. Alrededor del cuello de Schmutzig, medio ocultos por su descuidada barba, se encontraban los restos de un cuello de camisa, y jirones de lo que en otro tiempo fue una elegante corbata.

—No, no he visto tu tarjeta de identidad —dijo Bill —En realidad, no he visto la mía desde que el sargento primero se la llevó y se olvidó de devolvérmela. —Bill comenzó a sentirse compasivo hacia sí mismo de nuevo, y las asquerosas salchichas estaban pesando como plomo en su estómago. Schmutzig ignoró su respuesta, inmerso como estaba en su mucho más interesante monomanía.

—Soy un hombre importante, ¿sabes?: Schmutzig von Drek es un nombre que cuenta, ya se enterarán. Creen que pueden salirse con la suya, pero no podrán. Dijeron que era un error, un simple error, que la grabación en los archivos se rompió, y cuando la repararon tuvieron que cortar un trocito chiquito, y que allí era donde estaba la información acerca de mí. La primera noticia que tuve de ello fue cuando a final de mes no llegó mi paga, y fui a verlos y pareció que nunca habían oído hablar de mí. Pero todo el mundo ha oído hablar de mí, von Drek es un apellido muy antiguo. Ya era jefe intermedio antes de cumplir los veintidós, y tenía trescientos cincuenta y seis operarios bajo mis órdenes en la División de Grapas y Clips para Papel de la 89.11 Ala de Abastecimiento para Oficinas. Así que no podían hacerme creer que jamás habían oído hablar de mí, aunque hubiera olvidado mi tarjeta de identificación en casa, en otro traje. Ni tenían razón para llevarse todo lo que había en mi departamento mientras yo estaba fuera de él tan solo porque estaba arrendado a lo que ellos llamaban una persona imaginaria. Podría haber probado que era quien decía si hubiera tenido mi tarjeta de identidad… ¿Has visto mi tarjeta de identidad?

Ahora me toca a mí, pensó Bill. Y dijo en voz alta:

—Eso suena a mala pasada. Te diré lo que haré: te ayudaré a buscarla. Me iré por ahí a ver si la encuentro.

Antes de que la confusa cabeza de Schmutzig pudiera pensar una respuesta, Bill ya se había escabullido por entre los montañosos montones de viejos archivos, muy contento consigo mismo por haber logrado ser más listo que un loco de mediana edad. Se sentía placenteramente repleto, y cansado, y no quería ser molestado de nuevo. Lo que necesitaba ahora era una buena noche de descanso, y luego, por la mañana, ya pensaría en todo este lío, y hasta quizá encontrase cómo salir de él. Tanteando su camino por entre los atiborrados pasadizos, recorrió una larga distancia, separándose de los otros desplanados, antes de subir a un tambaleante montón de papel y, de ahí, subir a otro aún más alto. Suspiró aliviado y arregló un montoncito de papel para que le sirviera de almohada, y cerró después los ojos.

Entonces las luces se encendieron en hileras en el techo del almacén, y agudos silbatos de la policía sonaron por todas partes, así como gritos guturales que lo llenaron de terror.

—¡Agarra a ese! ¡No lo dejes escapar!

—¡Ya tengo a este ladrón!

—Vosotros, malditos desplanados, habéis robado vuestra última superclora. Os mandarán a las minas de sales de uranio de Zana-1

Y luego:

—¿Los tenemos a todos…? —y mientras Bill seguía recostado, agarrándose desesperadamente a los impresos, y con el corazón palpitando aterrorizado, llegó por fin la respuesta:

—Sí, cuatro. Los hemos estado vigilando durante mucho tiempo, esperando agarrarlos si intentaban algo como esto.

—Pero aquí solo hay tres.

—Vi al cuarto antes: se lo llevaba un robot de limpieza, y estaba tan tieso cómo un palo.

—Afirmativo. Entonces vámonos.

El miedo corrió de nuevo a través de Bill. ¿Cuánto tiempo pasaría antes de que alguno del grupo hablase y lo delatase para mejorar su situación, diciéndole a los polis que acababan de conseguir un nuevo recluta? Tenía que irse de allí. Toda la policía parecía estar ahora reunida alrededor de donde habían asado las salchichas, y tenía que correr el riesgo. Deslizándose de la pila tan silenciosamente como pudo, comenzó a reptar en dirección opuesta. Si no había salida en aquella dirección, estaba atrapado… ¡No tenía que pensar así! Tras él sonaron silbatos, y supo que ya habían comenzado a perseguirlo. La adrenalina fluyó a raudales en su riego sanguíneo, y salió corriendo hacia adelante, mientras las ricas proteínas equinas de las salchichas añadían fuerza a sus piernas y le imprimían una carrera que era un verdadero trote. Delante de él vio una puerta, y se echó con todo su peso contra ella. Por un instante permaneció inmóvil, y luego se abrió rechinando sobre sus oxidadas bisagras. Sin reparar en el peligro, se abalanzó por una escalera en espiral, bajando y bajando, hasta llegar a otra puerta, huyendo locamente, pensando únicamente en el escape.

De nuevo, con el instinto de un animal perseguido, huyó hacia abajo. No se fijó en que las paredes estaban ahora remachadas y en algunos sitios recubiertas de óxido, ni pensó que era poco usual el que tuviera que abrir una atrancada puerta de madera: ¡madera en un planeta que no había visto un árbol en un centenar de milenios! El aire era más húmedo y a veces maloliente, y su empavorecida carrera lo llevó a través de un túnel de piedra en el que bestias innominadas huyeron frente a él con el tamborileo de malignas garras. Había largos espacios condenados a la oscuridad eterna, en donde tenía que hallar su camino a tientas, corriendo sus dedos a lo largo del repugnante y viscoso moho que cubría las paredes. Donde había luces, brillaban débilmente tras sus cargas de telarañas y cadáveres de insectos. Chapoteó a través de charcos de agua estancada, hasta que, lentamente, la extrañeza de lo que lo rodeaba le penetró y le hizo mirar a su alrededor. En el suelo, bajo sus pies, había otra puerta, y aún impelido por el reflejo de la huida la abrió, pero no llevaba a ninguna parte. En lugar de esto daba acceso a un depósito de alguna clase de metal granuloso, no muy diferente al azúcar en bruto. Aunque quizá fuese un aislamiento. Tal vez fuera comestible. Se inclinó y cogió un poco entre sus dedos, y lo aplastó con los dientes. No, no era comestible. Lo escupió, aunque había algo realmente familiar en él. Entonces recordó.

Era polvo. Tierra. Suelo. Arena. La cosa esa de que están hechos los planetas, de que este planeta estaba hecho. ¡Era la superficie de Helior, sobre la que descansaba el increíble peso de aquella ciudad que circundaba el mundo! Miró hacia arriba, y por un inenarrable momento se dio cuenta repentinamente de aquel peso, de todo aquel peso, sobre su cabeza, apretando y tratando de aplastarlo. Ahora estaba en el fondo, en el verdadero fondo, y obsesionado por una claustrofobia galopante. Dando un débil gemido, corrió por el pasillo hasta que llegó a una inmensa puerta sellada y atrancada. No había salida por allí. Y cuando miró al oscuro grosor de la puerta, decidió que realmente no deseaba continuar por aquel camino. ¿Qué innombrables horrores podían acechar tras una puerta como aquella, situada en el fondo del mundo?

Entonces, mientras la contemplaba, paralizado y con los ojos muy abiertos, la puerta chirrió y comenzó a abrirse. Dio la vuelta para echar a correr, y gritó muy alto su terror cuando algo lo aferró en un apretón irresistible…

CINCO

No es que Bill no tratara de resistirse, pero era imposible. Se agitó entre las garras de esquelética blancura que lo aferraban, y trató fútilmente de arrancárselas de sus brazos, mientras todo el rato daba débiles gemidos de desesperación, cómo un borrego apresado por las garras de un águila. Agitándose sin efectividad, fue arrastrado hacia atrás a través del tremendo pórtico que se abrió sin intervención de mano humana.

—Bienvenido… —dijo una voz sepulcral, y Bill se tambaleó cuando el apretón inmovilizador fue soltado, y luego se giró para enfrentarse con el gran robot blanco, ahora inmóvil. Al lado del robot se alzaba un hombrecillo de chaqueta blanca, que llevaba puesta una enorme cabeza monda y una sena expresión.

—No tiene por qué decirme su nombre —dijo el hombrecillo—. a menos que lo desee. Pero yo soy el Inspector Jeyes. ¿Ha venido en busca de asilo?

—¿Acaso lo ofrece? —preguntó Bill, dubitativo.

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